Beatrice

Por Sofía Velasco.

Este escrito nació a partir de la consigna de describir una ciudad al modo en que Italo Calvino lo hace en Las ciudades invisibles. En ese libro, Marco Polo le cuenta al rey de los tártaros, Kublai Kan, las ciudades fantásticas que ha conocido en sus viajes, ciudades que tienen todas nombre de mujer. Esta que se describe a continuación surgió entonces de mi imaginación, como humilde homenaje al autor de la Commedia.

La ciudad de Beatrice es imposible de olvidar. La visité por primera vez cuando tenía nueve años y por mucho tiempo no la abandoné. Era para mí la más bella ciudad que jamás hubiera visto. Tenía en todas sus curvas un aire gentil y majestuoso. El sol se colaba por entre sus recovecos y hacía brillar los blancos muros de las casas. Las ventanas, siempre limpias, cristalinas, permitían al honesto viandante adentrarse en los más profundos secretos de los hogares y de las personas. Posar la mirada en uno de esos ventanales empujaba a los propios ojos a elevarse y a contemplar los bermejos tejados; las brillantes cúpulas doradas, verdes, azules; los campanarios blanqueados que refulgían al sol, y finalmente las magníficas cruces que los coronaban y que reflejaban esos brillantes rayos de modo tan peculiar que más bien parecía que era de ellas de donde brotaba la luz.

Las campanadas resonaban melódicamente en el aire de Beatrice entonando cantos de alabanza, siempre alzándose rumbo al cielo, como si empujaran al pensamiento a volar en alas de las golondrinas que remontaban las cumbres de la ciudad.

Toda Beatrice impulsaba hacia lo alto. No al modo de las modernas ciudades con sus rascacielos babelescos, sino con honestas edificaciones que escondían entre sí un gran misterio lleno de luz y que parecía que, cuanto más tiempo se pasara allí, adentrándose entre las calles, más podría irse desentrañando, más claro podría verse dentro de esa luminosidad.

Por eso, alejarse de Beatrice es peligroso para el alma aventurera. Confíase uno de la huella que la querida ciudad ha dejado en el propio corazón, pero fácilmente se olvida la mente curiosa de la belleza simple y pura que antes lo había saciado. Ciudades más ostentosas, en apariencia más ricas y lujosas, pero plagadas de tortuosas callejuelas que esconden suciedad y corrupción, velan los ojos del viajero y le hacen perder el rumbo. Olvídase ya de mirar hacia arriba y su mente se pierde en los más oscuros tugurios que se le aparecen bajo el engaño de falsos oropeles y mentirosas teselas de vidrio, completamente opuestas al refulgente oro y a las piedras preciosas que coronan lo alto y lo bajo de Beatrice, verdaderas riquezas que se ofrecen humildemente a quien la recorre con honestidad y mirada atenta para descubrir el verdadero tesoro que en ellos se refleja.

Mas, por gracia de Dios, mi navecilla encontró un día el rumbo de vuelta a mi querida ciudad. Beatrice estaba, como siempre, esperándome; pura, límpida, gentil y más radiante que nunca. No me sentí digno de hollar con mi sucia planta sus costas, pero la querida ciudad me atrajo hacia su seno, mostrándome la senda que debía seguir. Una senda que paso a paso iba haciéndose más clara, más recta, más luminosa. Una senda que mis pies recorrían cada vez a mayor velocidad rumbo a la meta suprema. Y de repente, en el corazón mismo de Beatrice, entendí lo que ya sabía y que había olvidado: la belleza de esta ciudad provenía de lo alto y hacia allí nos llevaba.

Sofía Velasco

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