Por Sofía M. Velasco Devoto.
Oviedo.
El aire de Oviedo suena a gaitas. En la plaza, a la entrada de las iglesias, en las
calles, hay hombres tocando gaitas y mujeres cantando y bailando al son… Pero
empecemos por el principio.
Ese día, 29 de abril, me desperté a las 4 de la mañana para hacer todos los
trasbordos necesarios antes de llegar a Chamartín. Todo fue «sobre rieles» porque los dos
trenes que me llevaron hasta ahí no me fallaron («¿Por qué lo harían?», se preguntarán.
Porque ha pasado). Después empezó uno de los mejores viajes que he hecho en mi vida.
Había tramos en que el tren alcanzaba una velocidad de 250 kilómetros por hora, cosa que
ni se notaba salvo por la rapidez con la que desaparecían las cosas cuando fijaba la vista
fuera del vagón. El paisaje fue haciéndose progresivamente más montañoso del otro lado de
la ventanilla y también más verde y más brumoso. Iba apareciendo, poco a poco, una tierra
de encanto.
Cuando bajé del tren en la estación de Oviedo fue que me recibieron las gaitas que
pueblan el aire de la ciudad. Era como si fueran para mí, una esperada huésped. Es que en
cierto sentido lo eran, para mí y para todos y, en especial, para las tres novias que me crucé
en ese día: la primera en San Juan el Real; la segunda, en la Catedral y la última, en San
Isidoro.
Con todos los bártulos a cuestas me fui primero a visitar la catedral, esa que había
leído descrita en la novela de Clarín. No recordaba más que la mención de esa torre que,
fiel, ahí estaba. La recorrí íntegra aprovechando la audioguía que viene con la entrada. Lo
más alucinante de ese lugar, después de la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo, son
las reliquias que se conservan en la Cámara Santa: el Santo Sudario, fragmentos del
Lignum Crucis, cinco espinas de la Corona de Espinas, reliquias de la Virgen y del
Bautista, además de la Cruz de la Victoria, la que usó Pelayo. Junto al altar de la
Inmaculada hay una tinaja que, según la tradición, es una de las que se usaron en las Bodas
de Caná. Por eso es que en el retablo del altar mayor el retrato de esa escena tiene 12 tinajas
como guiño a ese tesoro.
La catedral, dedicada al Salvador, es una verdadera belleza.
Después me fui a almorzar. Resultó una comida pantagruélica de fabada, cachopo,
arroz con leche regado con sidra. No tuve hambre en todo lo que quedó del día.
Como se hizo la hora pertinente, fui a la casa donde me alojaría esos días para, por
fin, dejar el bolso y poder reanudar mi deambular sin andar cargada como una mula. Una
vez hecho eso, volví a partir para seguir paseando por «la vetusta ciudad que dormía la
siesta». Ya había visto la estatua de la Regenta, esa señora que tan mal me había caído en
su momento. No pude evitar enfocar su cara con la torre de la Catedral, era la postal
necesaria.
Caminé, deambulé, observé. Vi la fuente prerrománica y San Julián de los Prados
del mismo estilo, esa por fuera, porque estaba cerrada. Pasé por el monasterio de San
Pelayo y recorrí rápidamente y sin mucha gana el Museo Arqueológico y el de Bellas Artes,
del que rescato los Sorolla que allí se exhiben.
Fui, finalmente, a Misa de 18:30 a la Catedral (sí, como hacía Ana Ozores) y ya
volví a la casa para prepararme para el día siguiente.
Covadonga.
Me tomé el primer colectivo de Oviedo a Cangas de Onís el domingo 30 de abril a
las 8:15. El paisaje que iba apareciendo ante mis ojos era espectacular. Cada pueblo que
pasábamos ahí, incrustado en la montaña, murmuraba mi nombre invitándome a recorrerlo,
a vivirlo.
Cuando bajé en Cangas, el boletero de la terminal me miró con cara de pena al
pedirle el pasaje a los Lagos. «¿Vas a ir? Mira que está bajando la nube…». Lo sabía, la
había visto cernirse amenazando el feliz desarrollo de mi paseo, pero por nada del mundo
iba a pasar de Covadonga. Soberana estupidez hubiera sido de mi parte perderme de
conocer la cuna de España (y la nuestra también). Así que asentí decididamente y partí al
Santuario en el «bus» de las 9:30.
¡Menos mal que lo hice! La basílica apareció primero a mi derecha, arriba, alzando
sus agujas que desafiaban la niebla. Y, de repente, al doblar la curva, la cueva. LA cueva.
¡Qué emoción!
Como todavía era temprano, había poca gente, así que subí presta y pude en seguida
ver cara a cara a la Santina. Relucía su manto blanco pascual en medio de ese día gris. Las flores a sus pies también resaltaban su figura con el brillante tono de sus colores blanco,
amarillo y fucsia. Sonreía. Eso vi yo: la Santina sonreía con su Niño en brazos. Charlamos
en medio del barullo de la gente. Poco a poco pude apagar ese sonido y hablarle en silencio,
mandarle los saludos de todos los que me habían encomendado esa misión. Y pedirle,
pedirle lo que anhela mi corazón.
Vi también la tumba de Pelayo y traté de imaginarlo con los suyos, esperando en la
cueva a que comenzara la batalla. Se lo comenté también a la Santina, que miraba en
lontananza.
Después bajé a la fuente. La piedra era resbalosa. La humedad y mi natural vértigo
me hacían temer que el siguiente paso fuera en falso y terminara en el agua. El pasaje era
estrecho, venía gente de frente, quería pegarme a la pared de piedra, pero los otros también.
Fue un tenso momento en que hube de hacer acopio de todo mi valor y dar un paso a la
derecha, más cerca de la posibilidad de caer. Respiré hondo. Contuve la respiración hasta
que llegué a destino. No me había dado cuenta hasta que lo largué todo con un gran suspiro.
La gente pasaba rápidamente, cargaba las botellas, tomaba tres o cuatro fotos y así
como había llegado, se iba. Yo, en cambio, me tomé mi tiempo. Reuní coraje y
sigilosamente me escurrí entre varias señoras que acaparaban los chorritos de la fuente.
Ahuequé la mano derecha y tomando un poquito de agua bebí con la rima en la cabeza y la
confianza en la tradición popular. Luego, emprendí el camino de regreso a «tierra firme».
Dirigí mis pasos a la basílica. Saqué fotos a Pelayo, a la fachada, a la cueva desde la
distancia. Una lluvia fina pero cuyo caudal aumentaba rápidamente comenzó a caer
mientras daba la vuelta a la iglesia que quería ver desde todos los ángulos. Finalmente,
entré, un poco para guarecerme de la lluvia y otro poco para contemplar su interior.
Observé todo y me preparé para oír la Santa Misa dominical en la basílica de Covadonga.
¡Qué regalo! Al final cantaron el himno a la Santina. Me gustó mucho todo, letra y música.
Cuando salí ya no llovía, pero la marea de gente había aumentado considerablemente. La fila para ver a la Virgen ya era muy larga y apenas se movía. Así es que opté por saludarla desde abajo, total ella mira en esa dirección. Y así, bajo su mirada maternal, me fui a tomar el colectivo a los Lagos.
Por camino estrecho y sinuoso subió el colectivo hasta el punto en que empezaba el
recorrido de 3 km por entre las montañas y junto a los lagos. Nos recibió una mujer que nos dio las recomendaciones pertinentes y cada uno emprendió la marcha. Todo era bello,
incluso la niebla que nos envolvía con su manto gris. De a ratos, asomaban los picos por
entre la nube. Cuando llegué al Ercina, la niebla era tan espesa que no se veía más allá de
un metro delante de mis pies. Opté por comer algo y esperar a que levantara. Pedí un café
con leche y un sándwich de gamonéu y me puse a pensar, ya que observar no era una
posibilidad real. Y pensé que «podría lamentarme de mi suerte o, en cambio, decir que la
niebla de Covadonga es muy pintoresca: tiene ese qué sé yo… Ah, sí, esa humedad
descolorida, un gris brumoso propio de leyenda romántica. No, romántica no, eso es de
Bécquer, acá ronda la épica, el silencio de antes de la batalla, apenas roto por el cencerro de
una vaca vagabunda, por un silbido de pastor que la llama». A esa conclusión tan breve
llegué mientras comía y dirigía luego mis pasos dentro de esa bruma que ocultaba el espejo
de agua. Justo cuando llegué junto a su borde, la nube empezó a disiparse. Comenzaron a
aparecer las rocas cercanas a la orilla, los metros y metros de agua plateada e, incluso, las
verdes montañas al otro lado. Lo vi, lo vi todo. Duró poco, pero lo suficiente. Cuando
alcancé el mirador entre lagos, la cortina había caído otra vez y no valió la espera, no quiso
volver a correrse y no pude gozar de esa vista que dejé a mi imaginación.
Bajé finalmente. Terminé el recorrido que duraba supuestamente hora, hora y media
a lo más, y que yo recorrí en mucho más tiempo porque las esperas y el asombro me
impidieron avanzar más rápido. Bajé, digo, y volví a Cangas de Onís para retornar a
Oviedo.
Covadonga quedó allí, colgada en la montaña asturiana y prendida en mi corazón
como uno de los más gratos recuerdos que atesoraré toda la vida.
Gijón.
Gijón tiene el mar y las calles que pisaron mis antepasados: mi abuelo, su hermana
y sus padres y todos los de mi estirpe que antes de ellos allí vivieron. Ahora también tiene
un par de lagrimillas de emoción que le dejé regadas por ahí.
El día de la fiesta de san José artesano, tomé el tren en la estación de Oviedo cerca
de las diez de la mañana y en treinta y tres minutos ya estaba en la ciudad cuyas costas baña
el Cantábrico. Llevaba conmigo, anotada para que no se me olvidara, la dirección que en el
recuerdo de mi padre era la casa en que había nacido mi abuelo, la casa que habían dejado una vez y aquella a la que nunca habían regresado ni ellos ni ninguno de sus descendientes
hasta mí. En mi camino a ese destino, me topé con una iglesia dedicada a ni más ni menos
que san José. La misa empezaría en pronto, ¿cómo no quedarme?
Después de la misa entonces sí que me encaminé a la calle Corridas 6, a lo que en
algún momento puede haber sido lo de Velasco Díaz. Corridas era una calle muy linda,
peatonal, adoquinada y rodeada por árboles que ofrecían su sombra a los transeúntes y a los
que tomaban el aperitivo en las terrazas de los dos o tres bares que ahí había. El número 6
era un edificio bastante moderno en el que ondeaba una bandera roja y blanca y cuya
fachada ostentaba en letras doradas de molde la leyenda «La liga». No investigué mucho, la
verdad, porque pensé que tal vez no era exactamente esa la dirección o que, quizás, el
edificio original había sido tirado abajo durante la Guerra Civil. Vaya uno a saber. Lo cierto
es que me fui entonces para ver el mar que siempre me llama con su voz insistente, incluso
cuando estoy a cientos y cientos de kilómetros.
Me fui acercando sin prisa porque no quería perderme de nada solo por el ansia que
me producía ver el mar. Lentamente, observé las embarcaciones deportivas que
descansaban allí, en el puertecito. Observé la estatua de Pelayo que tiene a sus pies una
placa maravillosa de Pelayo a los que visitan Gijón y otra de Gijón al gran Pelayo y que
hace honor al viejo refrán de que «es de bien nacido el ser agradecido». Finalmente, seguí
la esplanada hacia arriba y lo vi, en todo su esplendor, el Cantábrico de un azul magnífico.
Se me inundaron los ojos y el corazón de alegría, me trajeron las olas el recuerdo de los
míos, las ideas de mis antepasados a los que casi ni conocí (o a los que directamente no
conocí). Recordé a mi padre y a mi hermana, las tardes de enero en la playa, el meter la
cabeza bajo las olas. Imaginé a mi abuelo disfrutando del mar como yo; a mi bisabuelo,
¿cuántas veces habría surcado esas aguas? El cielo y el agua se tocaban en el horizonte,
había unas pequeñitas nubes blanquísimas, tan blancas como la espuma que el viento hacía
que coronara la cresta de las olas. Era una sinfonía en azul y blanco.
Seguí el camino que bordeaba la costa. El viento era fuerte, pero a cada paso la cosa
se volvía mejor. Había flores, muchas flores: pequeñas, grandes, amarillas, blancas. Incluso
calas que parece que crecen silvestres ahí, colgadas del acantilado. Y mar, mar hasta donde
la vista llegaba a abarcar, ese mar que es amigo de los que esperan…
Continuaba caminando lentamente, para no perderme de nada. Llegué a la iglesia de
san Pedro, una iglesia románica, creo que era la más antigua de allí. Entré y salí, acababa de
termina un Bautismo, ¡qué gran día!
Finalmente, mis pies pisaron la arena de la playa de san Lorenzo. Es una playa
finita, alargada. Hundí los dedos en la arena y recordé otra vez mi infancia. Con la sonrisa
en los labios y los pantalones bien arremangados, caminé «mar adentro». Por fin. El agua
no estaba fría, tenía la temperatura ideal. El viento me despeinaba, pero no importaba
porque me hacía el favor de mantener todos los pelos hacia atrás para que pudiera ver bien
cómo se fundían el color verde y azul del mar, cómo el agua iba y venía, me tapaba los pies
y los dejaba otra vez al aire. Estuve mirando ese ir y venir durante un largo rato, pensando,
imaginando, deleitándome. De repente, recordé algo, tal vez me lo sugirió el mismo mar.
Le pedí a mi hermana que buscara la partida de nacimiento de mi abuelo y que me dijera
qué dirección estaba anotada ahí. La historia detrás de la que allí aparece merece un
capítulo aparte, pero no por eso no valía la pena darse una vuelta por allí, a ver qué había.
Pero antes, como todos saben que el mar abre el apetito y ya era la hora del
almuerzo, hube de hacer un alto para recargar fuerzas. Una vez que eso estuvo terminado,
entonces, dirigí mis pasos hacia ese otro lugar que podría haber sido morada de mis
antepasados. Era el número 5 de la calle José Las Clotas. Lo «divertido» es que el número 5
no existía, solo el 3 y el 7, uno al lado del otro. ¿Otro edificio víctima de la guerra? Tal vez
o quizás un desliz de la caligrafía de los funcionarios del Registro Civil o, por qué no, parte
de la historia que envuelve la anécdota de cómo y cuándo fue anotado mi abuelo. En
definitiva, no importa si no vi exactamente la casa de mis bisabuelos o el lugar donde nació
mi abuelo, al menos conocí su ciudad, el lugar del que partieron, las calles que anduvieron,
el mar que vieron, el viento que los despeinó igual que a mí.
Se hizo la hora de volver. El tren me esperaba. Ahí dejé Gijón ese día y, al siguiente
bien temprano por la mañana, quedó toda Asturias a mis espaldas. Dios me permita volver
algún día.
Sofía M. Velasco Devoto
sofiamvelasco@gmail.com
