Por Agustín Eugenio Acuña.
Mi mamá se fue en 2016. Enferma de cáncer de mama (sí, se puede escribir y no pasa nada), supuestamente controlado (¿alguna vez controlamos la enfermedad?), se la terminó llevando un infarto. Como dijo un médico “nos terminamos concentrando tanto en el cáncer que descuidamos lo cardiológico”. Anoto en mi libreta imaginaria de consejos saludables: “no descuides el corazón, aunque tengas cáncer”. Leo de nuevo y sí, parece un consejo sentimental barato sacado de libro de autoayuda. No importa, queda en la libreta.
Mamá era una fumadora empedernida. Ni Tony Kamo (1) pudo con ella, pues luego de dejarlo un tiempo, volvió a su amado pucho. Recuerdo haber sido un cómplice involuntario durante toda mi infancia, pues, en lo que hoy se podría considerar una absoluta locura, era yo muchas veces quien, con rigurosa obediencia que se debía a los mayores (eco de un mundo que ya se perdió entre tanta modernidad) iba casi todos los días al kiosco de la plaza al frente de mi casa a comprarle el insustituible paquete de Marlboro, “común, no el de cajita” aclaraba. Nunca entendí si realmente había una diferencia entre ambas versiones o solo era la imaginación o sugestión de mi mamá, que era inflexible en la elección.
Disculpe, ya me fui de tema (o nunca lo inicié), pues no quiero escribir sobre nicotina, cigarrillos, consumo y cáncer. O al menos esa no era mi intención, puesto que quiero hacer hincapié en otro aspecto de mi mamá: ella era una bebedora serial de café. Y cuando digo serial, digo en serio y en serie. Era un hábito ¿o afición? que a mí, cuando era chico, me parecía tan incomprensible como por qué vuelan los aviones. Con el tiempo hasta eso comprendí, pues mamá me regaló una pequeña colección de libros de Christopher Maynard. Uno de ellos era Los aviones y traía una explicación que pude comprender.
Lo del café era otra historia: sinceramente, no comprendía. Vivíamos en Tucumán, al norte de Argentina. Si no conoce su clima durante el año, basta decirle que su calor y humedad no tienen nada que envidiarles a cualquier punto exótico del globo terrestre. No por nada son legendarias las siestas tucumanas y abrasador (no abrazador) el verano tucumano. Cuando llega diciembre (y ni qué decir de enero), los potentados (cada vez menos en un país empobrecido como este), huyen como ratas de un barco que se hunde (no, no es envidiosa la comparación), a sus destinos de veraneo. Escapan presurosos del inclemente clima. Los más bendecidos, al extranjero o la costa argentina. Los menos agraciados, a las villas veraniegas locales. Ambos, en busca de temperaturas más agradables.
¿Se ha hecho una idea del contexto no? Bueno, en ese contexto, para mi infanta mente, no comprendía cómo alguien en su sano juicio podía desear tomarse “un cafecito” como pedía mi mamá a toda hora. ¿Desayuno? Un cafecito. ¿Media mañana? Un cafecito. ¿Terminó de almorzar? Un cafecito. ¿La hora del té? Un cafecito. ¿Cenó? Un cafecito. ¿Salimos a dar un paseo? Un cafecito. ¿Salimos de compras? Un cafecito. ¿Hacemos una diligencia? Un cafecito.
Creo haberle preguntado alguna vez, cómo podía tomar tanto café en el medio de tanto calor. Mi limitada capacidad me decía que, si hacía calor, lo que cualquier mortal debía desear era algo helado como una gaseosa, un jugo de naranja, un licuado con hielo triturado, agua o hasta un helado mismo. No recuerdo realmente cuál fue su respuesta ante mi inquietud.
El tiempo pasó, pero el hábito de tomar un café fue algo que no cambió en mi mamá. Cambió de esposo, de auto, de casa, de trabajo y hasta de color de pelo, pero al café no lo cambió. Encima no cualquier café. Así como nunca abandonó a Marlboro, nunca jamás se le ocurrió cambiar a La Virginia, ni siquiera en la crisis del 2001. Podíamos dejar de hacer papas fritas en casa porque el precio del aceite se había vuelto prohibitivo, pero nadie podía osar sugerir (menos implementar) un cambio en la marca del café hogareño. Alguna vez, ya adolescente yo, me mandó al supermercado a comprar algunas cosas que necesitábamos en casa. Su instrucción fue precisa: “No te preocupés por las marcas, buscá el precio más bajo de todo». Como un soldado, seguí a pie juntillas la orden y compré harina, fideo, arroz, azúcar y sí, café. Todos los productos eran los más baratos que conseguí. De las marcas ni me acuerdo, salvo del café, que, para horror de mi mamá, era La Morenita. ¡Para qué! Todo terminó en un regreso al local y un cambio, obviamente, por La Virginia. Ahí aprendí que el café, por sí solo, era capaz de generar una excepción tan inflexible como la regla misma.
Mientras todos estos acontecimientos se desenvolvían, yo algo aprendía en el secundario. Recuerdo como si fuese ayer la clase de Química en donde el profesor Silva nos explicaba que el té, el café y el mate impiden que el calcio se fije en los huesos. Pensé instantáneamente que mi mamá debía ser, sin duda, la persona con menos calcio en los huesos de todo el mundo. ¡Y ella que siempre decía que tener seis hijos varones la había descalcificado por la lactancia! Gran desengaño me llevé con el aprendizaje ese día.
Hasta ese momento, si mamá era bebedora serial de café, yo lo era de Coca Cola: al estudiar, luego de un partido de fútbol, al juntarnos con un amigo, en fin, toda mi secundaria fui un fiel consumidor de la marca norteamericana. Sin embargo, ya en primer año de la universidad, yo, sin Tony Kamo, dejé de tomar gaseosas cola. Luego de unos meses, dejé de tomar cualquier tipo de gaseosas. Mamá siguió fiel e inamovible junto a su café.
Me fui haciendo más grande, pero cada vez que me invitaban a “tomar un café”, persistía, en ser el único en la mesa en pedir agua sin gas o, incluso, un licuado de durazno con leche (luego, gracias a una jefa, descubrí el licuado de durazno con jugo de naranja). Hasta una leche con chocolate pedí alguna que otra vez. Seguía con hábitos de chico o quizás, era una resistencia a crecer, a ser grande, a lo Peter Pan, no lo sé.
Un día, tuve una reunión con alguien importante por trabajo. Me invitó a sentarme y me preguntó si quería un café. “No, gracias, agua sin gas mejor” le respondí. Él sí se pidió un café. Le conté a mi papá y me aconsejó diciendo que, “si alguna vez te invitan un café, debes aceptarlo, porque eso implica que quien te extiende la invitación, está dispuesto a entregarte una parte de su tiempo y escucharte. De lo contrario, no te invitaría nada”. A partir de ahí, fui un bebedor de café ocasional: si me invitaban, lo aceptaba.
En algún momento hice ayuno intermitente (da para otro texto el porqué) y el café era lo permitido durante las mañanas, así que lo tomaba de vez en cuando. Pero, además, lo empecé a incorporar para esos días en que, por algún que otro motivo excepcional pasaba mi hora de dormir (a veces soy tan inflexible en esto, como mi mamá lo era con La Virginia, sobre todo luego de leer sobre los beneficios de acostarse y levantarse a la misma hora todos los días): llegaba a mi lugar de trabajo antes, me tomaba un café y arrancaba el día ¿energizado? ¿despierto? Ponele.
Más tarde leí sobre los beneficios de tomar café: que tiene antioxidantes, que te da energía y mejora la concentración, etc. Lo sumé a mi imaginaria lista de “razones por las que debo tomar café”.
Leí luego que, en realidad, el café hay que tomarlo dos horas luego de levantarse, porque es en ese momento cuando el estado de alerta y concentración derivado del cortisol disminuye (2). O sea, ahí se necesita el café para despertarte, antes no. Esto encajaba más o menos en mi rutina así que lo anoté en la lista imaginaria y lo hacía de vez en cuando.
Quizás el otro hábito que contribuyó a que tomase más café fue la lectura. Mi esposa tiene la misma incomprensión por mi hábito de leer que el que yo tenía por el hábito de tomar café de mi mamá. Por una locura de exprimir el tiempo (“lo que pasa es que a ese loco no le gusta perder ni un minuto de su tiempo” le dijo alguna vez mi papá a un conocido en común al cual había pasado rápidamente al lado sin saludarlo, para explicar mi andar acelerado), siempre cargo algún libro conmigo. Eso me ayuda con las esperas imprevistas (o previsibles, en este país, el país de las colas para todo), pues mato el tiempo leyendo. Mamá tenía el cigarrillo, yo tenía los libros. No fue sino una cuestión de tiempo hasta que empecé a tomar café mientras leía, preferentemente a la mañana, aunque también por las tardes, mientras “hacía tiempo” (¿qué lindo sería literalmente hacer tiempo no?) para buscar a mi hijo del colegio. Así descubrí que un café solo se disfruta más en la compañía de un libro.
Mi mamá tenía otro gran hábito: conversar. Podía hacerlo con cualquier persona, en cualquier ámbito: las colas, la peluquería, la obra social, la sala de espera de los médicos (también da para otro texto), el taxi o el remis, etc. Solo con el pasar de los años me di cuenta que mamá unía sus dos grandes hábitos: tomar café y conversar. Y ahí caí (tarde, por supuesto): el tomar café realmente era una excusa para conversar. Pero no solo eso, era algo más. “Tomemos un café”, era una invitación a compartir tiempo, ideas, oportunidades, lamentos, catarsis, etc. Era juntarse, era reunirse, era socializar, afianzar vínculos o, incluso, crearlos. Era hablar, pero también escuchar. Era quejarse del país y tirar ideas delirantes para sacarlo a flote, cual deporte nacional. Era todo eso y más.
Empecé a juntarme a tomar café con colegas. Mis hermanos, ya huérfanos, empezaron a juntarse ellos. Me sumé, quizás con el inconsciente de estar homenajeando a mamá: “no habremos sacado el amor por el pucho que tuviste, pero sí por el café” pensaba. Con los amigos se hacen almuerzos, asados, cenas, pero cuando no tenemos tiempo, sale un café.
A pesar de que el agua y el licuado habían caído rendidos ante el café, seguía siendo un bebedor ocasional de café: no más de uno al día de lunes a viernes, siempre con alguna excusa: trasnochada, cansancio, reunión, espera con lectura o lectura sin espera, etc.
Producto de un casi desmayo en el medio de un avión (soy un desgraciado con suerte, me senté por el designio de la divina providencia al lado de un médico) me hice todos los análisis y estudios de rigor. ¿La conclusión? Soy de presión baja. ¿La sugerencia? Desayunar con café a la mañana. No es la única, pero es la relevante para estas líneas. Y como soy obediente, ya se incorporó a eso que mueve inercialmente el mundo: la rutina. Hoy puedo decir: “Mamá, soy grande, tomo café”.
Agustín Eugenio Acuña (35)
Huérfano
agustin.eugenio.acuña@gmail.com
(1) Si no sabe quién es Tony Kamo, acá le dejo el link a Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Tony_Kamo.
(2) Algo de eso está aquí explicado, si le interesa el tema: https://www.eleconomista.es/nacional/noticias/11252252/06/21/Esta-es-la-hora-a-la-que-debes-tomar-cafe-por-la-manana-o-despues-de-comer-para-despejarte-mas-.html
