Por Agustín Eugenio Acuña.
¿Cómo? ¿Todavía la gente se casa? ¿Existe ese tipo de gente? ¿Cómo me dice? ¿Encima esos pánfilos piensan tener hijos y de hecho los tienen? Sí, aunque no se crea, en este mundo y en este tiempo, todavía hay gente que se casa. Sería un poco simplificador decir que lo hace por amor, pero es lindo pensarlo. Así que continuamente, todos los fines de semana, en distintos lugares de nuestra geografía, se suceden fiestas y festejos de casamientos varios. Lo agradecen la economía, los salones de fiestas, las empresas de catering, las wedding planners, las decoradoras, los cocineros, los mozos, los fotógrafos y, ¿camarógrafos? En fin, todos los que se ven involucrados por su trabajo en semejantes acontecimientos.
Personalmente, siempre me gustaron los casamientos, desde chiquito. No puedo dar un número de los que he asistido, pero pienso que son muchos. Por supuesto, el hecho de venir de una familia numerosa puede haber tenido que ver con la cantidad de casamientos a los que terminé yendo. Porque una cosa es que te inviten y otra que termines yendo.
Si lo sabrán los novios organizadores que deben lidiar con la tasa de ausentismo en su fiesta… El problema no es la tasa en sí (que es un misterio, pues no conozco estudios serios al respecto), sino cómo se llega a ella. Una cosa es faltar con aviso (todo bien), otra es faltar de improviso (tuviste un accidente, ok), otra es faltar sin aviso (quizás eres medio volado), pero totalmente distinto es faltar sin aviso, aunque dijiste que sí ibas a ir (un total irrespetuoso).
A lo largo del tiempo, uno ha podido ver cómo los usos y costumbres se iban modificando en los casamientos. En la época de mis padres, el “civil” se hacía un día en el registro y el “por Iglesia” otro. El primero no daba lugar a fiesta, sino solo a una pequeña ceremonia íntima. Más acá en el tiempo, cuando se empezaron a casar mis primos, durante la época menemista, la holgura les permitía a algunos transformar la pequeña ceremonia íntima en otra oportunidad para comer y festejar. Ya cuando nos casamos con mi esposa, la moda (más los costos y la practicidad) imponía hacer un 2×1: te casabas por Iglesia e ibas corriendo al salón, donde te casabas por civil. Luego que en nuestra provincia se desarmara el “kiosco” de algunos jueces de paz, eso quedó en el recuerdo. Las parejas volvieron a pasar por el registro como era antes, aunque las más pudientes pudieron seguir haciendo ir a los jueces a domicilio, aunque estos se quedaron sin kiosco.
Los regalos también cambiaron con el tiempo. Mis abuelos me contaron que en su época estaba mal visto y era de mal gusto regalar cosas útiles y, por supuesto, dinero. Lo que se regalaba eran adornos y cosas (como vajilla) de lujo o de plata. Los tiempos modernos arrasaron con todo, pues las listas de casamiento dieron lugar rápidamente a los sobres y, más en el tiempo, directamente a las cuentas bancarias, CBUs y CVUs. En el medio, también aportes para la luna de miel.
Sigo escribiendo de la parte económica, que también se vio modificada con el correr de los años. ¿Quién financiaba todos estos gastos? Porque, más austera o más fastuosa, toda fiesta insume fondos. Y allí también vimos correr al padre de la novia con su billetera a pagar la cuenta (allá a lo lejos y hace tiempo), luego a los padres de los tortolitos y, finalmente, a los tortolitos mismos (sí, ya era hora), aunque hacer segmentaciones y períodos al respecto es inútil. Cada quien hace lo que puede y como puede, según su situación y la economía que le toca. Una variante era que los padres contribuyeran con las tarjetas de sus invitados o auspiciaran la luna de miel de los recién casados.
Mi hermano más chico hace menos de dos años decía, muy seguro de sí mismo, abrazando a su perro (a quien quiere como a un hijo): “No me quiero casar, no quiero tener hijos y quizás, de acá a diez años, pueda empezar a pensar si quiero cambiar de opinión”. Evidentemente viajó en el tiempo o sufrió una dilatación temporal que hizo que poco menos de un año de dicha esa frase hayan pasado los famosos “diez años” para que hoy ande casado y con una hija a cuestas, feliz de transitar su primer aniversario de casado.
No lloro ni lloré en los casamientos. O eso es lo que creo recordar mientras escribo esto. Fui a casamientos de primos, de mis amigos, de amigas de mi esposa, de compañeros del trabajo, de mi mamá (en segundas nupcias), y cada uno es único, realmente. Pero no lo hace la comida (en general, el pollo relleno gana por lejos como la comida más consumida) ni el alcohol (el champagne, el más codiciado) ni la fiesta (con sus innumerables alternativas en lo que hace al cotillón y demás). Al menos no desde mi punto de vista. ¿Y entonces? Pues para mí lo que hace únicos a los casamientos son las anécdotas. Uno se olvidará de muchas cosas, pero no de las anécdotas casamenteras. Y cuando digo anécdotas no excluyo a ninguna: las buenas, las malas, las tiernas, las graciosas, las horrorosas (que, quizás, con el tiempo pasen a ser graciosas) y las que querríamos olvidar. Por supuesto, la lista deja de lado a las fantasiosas, como la de Prelude to a Kiss (1992), esa deliciosa comedia con Meg Ryan y Alec Baldwin donde la hermosa rubia queda atrapada en el cuerpo de un anciano misterioso que se presenta el día de su boda.
Volvamos a la realidad y a las anécdotas reales.
El novio que no llega
La novia siempre llega tarde o no es un casamiento digno de ser llamado así. Es una regla no escrita. Si la ceremonia religiosa en la tarjeta (virtual o digital, porque las físicas desaparecieron hace mucho) dice una hora, usted sabe que cuenta con, al menos, media hora más para llegar tarde. ¿Pero se ha puesto a pensar qué incómodo para la novia esperar al novio? ¿Y si este no llega? Porque Julia Roberts en Runaway Bride (1999) al menos llegaba a la Iglesia… para escapar raudamente cuando le entraban dudas de lo que estaba haciendo.
Sí, puede no creerme, pero esto pasó. Un amigo debía oficiar la ceremonia religiosa de una pareja. Como no había misa de por medio, todo iba a ser corto. Tan corto que a mi amigo lo iba a buscar otro amigo con el helado para ir a un asado que tenían con viejos compañeros del secundario. Grave error. El novio no llegaba. La novia llegó y él no. Empezaron a llamarlo desesperadamente por celular. No atendía. Llantos y rechinar por doquier. Nadie sabía qué hacer. Un espanto… hasta que llegó un patrullero de la Policía. ¡Con el novio a cuestas! Había tenido un accidente. Explicados los pormenores, ya con el helado derretido en el auto, se hizo la ceremonia. Eso sí, la feliz pareja, luego de saludar en el atrio, se subió al patrullero y partió raudamente a terminar los trámites policiales. Mi amigo, a beber el helado en su asado.
Las damas (eso incluye a la novia), primero
Cuando uno es joven y no tiene hijos, se da el lujo de ir a las ceremonias religiosas y luego a la fiesta. Los hijos cambian la dinámica familiar y hacen todo un poco más complejo. Con el paso del tiempo, uno se saca de encima la locura de la puntualidad y decide inclusive ir más tarde que la novia a la Iglesia o, directamente, ir al salón.
Cuando además a eso debe sumársele el viaje por lo alejado de las locaciones festivas… bueno, uno se relaja y dice “a disfrutar sin presiones de horarios”. Algo de eso nos pasó a mi esposa y a mí cuando fuimos a un casamiento en Villa Nougués (si no lo conoce, vaya, es un lugar de ensueño). Lo hicimos sin presiones y con la certeza de quien sabe que, si no se llega a la ceremonia, solo basta caminar unos metros y entrar al salón de la Hostería, que queda prácticamente al lado de la iglesia.
Grande fue nuestra sorpresa cuando llegamos a la iglesia y nos encontramos con el novio (a la sazón, mi amigo) afuera del recinto. ¿Habíamos llegado tan temprano? ¡Imposible! El novio nos sacó la duda: no habíamos llegado temprano, pues la novia ya estaba adentro, esperándolo cerca del altar. Insólito. Pasmados por la situación, solo atinamos a preguntar si quería que entrásemos antes o después de él y terminamos haciéndolo antes. Desde atrás, observamos su caminar en solitario (pues las madrinas también estaban adentro, esperándolo) hasta su encuentro con su futura esposa (sí, una mujer de otra galaxia, a esta altura del partido). Ah, la causa. Seguro que quiere saber la causa de semejante ¿desprolijidad? ¿rareza? Nosotros también y antes de felicitarlo se la preguntamos. Mi amigo, que pisa una iglesia tanto como el cometa Halley pasa por la Tierra, me respondió, ruborizándose, que “se demoró”. “¿Cómo que te demoraste? ¿Haciendo qué?” le lancé las preguntas apresuradas, no saliendo de mi estupor. “Confesándome” me respondió con una honestidad que coronó una anécdota inolvidable. ¿O cuántos asistentes a casamientos pueden presumir de haber visto a la novia esperar al novio?
Las señales
“Los planes son inútiles, pero la planeación es todo” dijo Eisenhower. Seguramente las wedding planners deberían recordárselo a sus clientes. O, en todo caso, con un poco de humor, la ley de Murphy, que dice que, si algo puede salir mal, saldrá mal.
Algo de eso (o todo junto), lo vivimos con mi esposa en el casamiento de una amiga suya. Ella y su novio las pasaron todas en su casamiento. Y, si hubiesen sido un poquito supersticiosos, habrían visto señales espantosas para el porvenir de su matrimonio allí donde no había más que azar, casualidades y, con el tiempo, anécdotas para reírnos todos juntos.
En los días previos, ella, que en su vida había tenido una piel privilegiada, se levantó y vio algo espantoso: un grano en el medio de su frente. Pasado el duelo, el obstáculo espantoso fue tapado con su cabello. Por supuesto, no fue gratis, pues hubo que sacrificar el peinado original en aras del camuflaje.
¿Quién no ha escuchado alguna vez decir que cuando llueve el día del casamiento es un signo de bendiciones y prosperidad? Bueno, ese día llovió. Por supuesto, hay lluvias y lluvias: finitas, con gotas gruesas, de corta y de larga duración, con viento, sin viento, etc. A ellos les tocó la peor: una lluvia precedida por un viento jamás visto para la época. Igual, seamos positivos, el viento empezó a correr y a avisar de la lluvia al entrar en la iglesia. Podría haber sido peor, ¿no?
Y entonces se apagó la luz de la iglesia. ¡Y zas! Se cerraron las enormes puertas de madera del templo con un ruido ensordecedor. Algún gracioso indicó que eran muchas señales que deberían ser tomadas en cuenta por los contrayentes.
Por suerte existen los celulares. La mayoría de los invitados prendió el que llevaba y con las luces de sus aparatos, cual si fuese un recital, la ceremonia continuó y la feliz pareja dio el sí.
Faltaba la frutilla del postre. Al llegar al enorme salón, todos nos dimos con la mala nueva: el viento se había llevado la recepción. Y es literalmente: comida, manteles, platos, mesas. Por ende, tuvo que rehacerse en otro espacio y fue mucho más frugal. Cosas que pasan, como se dice.
Hermano
Los casamientos de la familia íntima lo hacen creerse a uno un poco protagonista. Les cuento: no es así, los únicos protagonistas son los novios. Si quiere ser protagonista, arme su propio casamiento.
Sin embargo, el protagonista insólito en su casamiento, para los que no conocían a mi hermano, fue Black. ¿Quién es Black? Pues su perro ovejero belga de un pelaje negro inmaculado, tan negro que si te lo cruzas en la oscuridad de la noche probablemente te lleves un susto que pondrá a prueba tu salud cardíaca.
¿Que cómo puede ser protagonista un perro? Pues simple, porque los protagonistas lo desean. Y punto. Así Black entró con ellos para la ceremonia civil, como uno más. Y participó a lo largo de todo ese día (sí, todo un día para el festejo civil). Por supuesto, el entorno amigable (un hotel abierto, al lado de un viñedo y con amplio verde) ayudó a la decisión.
¿Pero qué me cuentan de su participación en la iglesia? La capilla de Tolombón era estrechísima, pero eso no amilanó a mi hermano a esperar a su novia al lado del altar con Black de la correa.
Mientras su futura esposa caminaba por el centro del templo de la mano de su padre, la marcha nupcial sonaba por los modernos parlantes, envolviéndonos a todos en la emoción del momento… hasta que se interrumpió por el ringtone de una muy inoportuna llamada. “Bueno, no podía faltar algún inconveniente”, sonrió el cura para salir del paso.
A todo esto, Black, ya celoso, empezó a ladrar. El cura, ni lerdo ni perezoso, lo intentó calmar y, como dijo mi hermano, lo terminó nombrando más que a ellos dos. Cuando los ladridos ya importunaban, un solícito colaborador de mi hermano agarró al animal de su correa y lo sacó raudamente afuera. Aun así, sus ladridos ¿de oposición? fueron escuchados con toda claridad por todos los presentes.
Un casamiento judío
Dicen los que saben, que uno no conoce lo que es una verdadera fiesta de casamiento hasta que participa de un casamiento judío. Por experiencia propia, puedo decir que es así. O al menos, es lo que sentimos mi esposa y yo cuando fuimos a uno.
Debo decir que la pareja estaba “en buena posición” y tiraron la casa por la ventana. Pero la verdad es que la experiencia fue fabulosa. No solo por encontrar fascinante la comida judía en lo que hace a los deliciosos postres, sino por la locura de baile que le meten con esa música y con los novios en andas. Y sí, cuando rompen las copas. ¿El souvenir? Una kipá que todavía guardo de recuerdo.
El casamiento más rápido
Hay casamientos que no salen como uno lo espera. Y, obviamente, también forman parte del recuerdo. Con mi esposa nos tocó ir a uno de una vieja amiga. El lugar era un poco lejos, en una finca de la familia del novio. Allá fuimos. No recuerdo bien la época del año, pero estoy seguro que no era invierno. Además, en Tucumán prácticamente el invierno no existe, pues su clima subtropical con los años se está haciendo cada vez menos sub y más tropical.
Llegamos y, por supuesto, hubo demora. ¿Cómo no va a haber demora? Es algo normal. Sin embargo, luego empezó a correr viento. Y luego a bajar la temperatura. Cuestión que la espera se hizo más larga de lo habitual y no habilitaban el ingreso a la carpa donde iba a tener lugar la cena.
Mi esposa esgrimió su condición de embarazada y la dejaron entrar a resguardarse del frío. Luego de eso, parece que el tiempo siguió jugándonos en contra porque nos volvimos súper temprano. Cuando nos preguntaban sobre qué tal estuvo la fiesta, solo atinamos a contestar: “La verdad, teníamos tanto frío que antes de las 2 de la mañana estábamos durmiendo en casa”. Lo que se dice, un casamiento rápido.
Casamiento improbable
Hay personas como un primo mío, en las cuales la esperanza supera a la experiencia. Y por eso, a pesar de haber pasado por un divorcio, deciden reincidir y apostar nuevamente al matrimonio (por civil al menos).
Y hay otras personas, como otro primo mío, a los que su fama los precede. Les pasa como a Juancito, que de tanto hacer bromas con el lobo, tiró su credibilidad a la basura y cuando realmente vino, sufrió las consecuencias.
Cuestión que en el casamiento de mi primo el esperanzado, mi otro primo el bromista contó muy serio que con su novia habían decidido casarse. Contó la noticia hasta con fecha y todo. Las reacciones fueron unánimes, pero a la vez diversas: “Dejáte de joder”, “No te creo”, “Qué gracioso, contáte otro chiste”, etc.
Mi primo entró en desesperación y solicitó el auxilio de su novia, para que saliera como testigo calificado de sus dichos. Esta ratificó su versión, pero no encontró eco en el auditorio. Desesperado, mi primo convocó a nuestra abuela, la gran matriarca de la familia, pues era viuda de mi abuelo hace muchísimos años, y le contó la buena nueva, visiblemente emocionado. “No embromés querido, que soy vieja pero no tonta”. No obstante la poca credibilidad recibida, mi primo y su novia se casaron en la fecha en la que nadie creyó. Por supuesto, no fueron rencorosos, pues la fiesta estuvo llena de los que no creyeron en sus palabras. O sea, nosotros.
La frutilla del postre de todo esto se dio en la iglesia y en el momento clave. Cuando el cura se dirigió a mi primo y le hizo la pregunta clave sobre si aceptaba a su novia como la mujer de su vida… el micrófono jugó una mala pasada y nadie en todo el recinto escuchó su respuesta (si alguien dijo que la escuchó, miente, le aviso). ¿Entonces? Ella, con unos reflejos rapidísimos, agarró el micrófono de las manos del padre y nos despejó toda duda con un fuerte y claro: “Dijo que sí, ¿no?”.
Orán
¿No conoce Orán? Es una localidad en el norte de la provincia de Salta. Allá fuimos con mis hermanos al casamiento de otro primo, oriundo de esa provincia que se casaba con su novia de esa localidad.
Si Tucumán está pasando a ser cada vez menos sub y más tropical en lo que hace al clima, directamente Orán es tropical. Si le pregunta a cualquiera que haya pasado por ahí, le contará del calor y las altas temperaturas.
El casamiento fue fastuoso e incluyó toda una novedad para nosotros, pobres infelices, que desconocíamos la posibilidad de incluir fuegos artificiales. Y cuando digo fuegos artificiales, lo digo en serio: un espectáculo de treinta minutos a todo lo que da, iluminando el cielo.
La noche era perfecta, el servicio de diez y la comida deliciosa. Pero (siempre hay un pero), Dios, el destino o vaya a saber qué fenómeno meteorológico decidió que esa noche iba a ser la noche más fría en toda la historia de Orán. Así, lo que iba a ser una amable velada con agradable temperatura gracias a los aires acondicionados portátiles preparados (sí, toda una paquetería) se volvió un sufrimiento (sobre todo para la gente mayor). La rápida logística de cañones calefaccionadores (no sé si se dice así, la verdad) no empañó nuestros recuerdos, pues hasta el día de hoy con mis hermanos recordamos el casamiento de mi primo como “ah, sí, el del día más frío de Orán”.
Nunca le hagas caso al GPS
Un gran amigo que tengo desde la infancia me honró invitándome a su casamiento. Me sentía orgulloso porque era el único invitado de sus excompañeros del colegio al que asistió desde jardín hasta entrada la secundaria cuando se cambió.
Como nunca, con mi esposa hicimos todo con tiempo y nos ayudó la logística. Así, dejamos a los chicos cuidados y partimos juntos. Nos dimos el lujo de asistir a la iglesia y luego, sí, empezamos el viaje hasta el salón, que quedaba bastante lejos.
Íbamos relajados, cuando puse el GPS y vi que había dos rutas posibles. Le di a elegir a mi esposa, porque sé que no le gustaba pasar por un determinado lugar que pasaba una de ellas. Y allá fuimos. No nos preocupamos cuando la autopista dio lugar al camino alternativo, pero todavía pavimentado y, con el correr de los minutos, al camino enripiado, pero en buen estado. Nuestras sirenas empezaron a sonar cuando los pozos del camino, a esa altura rodeado de limoneros, ponían en serias dudas la supervivencia de mi automóvil.
Finalmente terminamos “llegando a destino” pero no era tal. Terminamos a un costado de una finca llena de limones, en un camino claramente alternativo, pero desde el cual podíamos ver que la fiesta era en la finca de al lado. Cuestión que tuvimos que dar la vuelta y regresar por donde habíamos venido para retomar por el otro camino de la última bifurcación que tomamos. De esa forma, llegamos a nuestro feliz destino (tarde, obviamente). La lección que aprendimos (además de no hacerle caso al GPS) fue que lo bueno de haber acomodado todo para hacer todo con tiempo, es que, de esa manera, uno puede perderlo con la tranquilidad de haber sido prolijo.
Pañales
Los casamientos a veces son las excusas perfectas para los viajes, pues muchas veces siguen la regla no escrita de hacerse en el lugar de donde es oriunda la novia. Cuando eso no coincide con el lugar de origen del novio, da lugar a todo un traslado de familiares y amigos que buscan aprovechar la volada y hacer turismo.
Por supuesto, así como los casamientos que implican ese tipo de viajes no son lo mismo que los que no lo implican, tampoco son lo mismo casamientos con hijos pequeños o sin ellos. Cuando uno no los tiene en el casamiento, quizás probablemente los extrañe, pero puede durante la fiesta intentar recuperar la actitud, la jovialidad y el ritmo de unos años que ya no volverán.
Ahora bien, cuando uno va con sus hijos pequeños a un casamiento, admite estar condicionado por las necesidades lógicas de la edad de los críos. Con mi esposa, al poco tiempo de nacido nuestro primer hijo, lo dejamos en manos de mi madre y fuimos a compartir un hermoso casamiento.
Pero los años pasan, implacables. Nació mi segunda hija y mi mamá ya no estaba. Otro gran amigo se casaba con todo el show en Puerto Madero, Buenos Aires. Y hacia allá fuimos con mi esposa, ilusionados de que los chicos “se iban a cansar y a dormir en el medio de la fiesta”. ¡Qué ingenuos que fuimos! El primogénito, bailando al frente de los novios en la pista de baile, cuando no había empezado el baile. Y la segunda, con los ojos abiertos usando a toda máquina todos los pañales que habíamos traído hasta agotarlos. Abandonamos la fiesta por falta de stock de pañales. Insólito. Tan insólito como que todavía la gente se case.
Una entrada distinta
Termino esto con nuestro casamiento. Cuando con mi novia estábamos organizando nuestro casamiento, ya no sé cómo surgió el tema, me planteó la cuestión de la entrada. Le parecía medio retrógrado que su padre “la entregase” cual si fuera un paquete en el altar. “Además, somos nosotros los que nos elegimos el uno al otro, esa es la realidad”. No pude menos que coincidir, pues era, evidentemente, una costumbre añeja, de otra época que fue pasando de generación en generación. Es más, mi novia ni siquiera vivía en la misma casa con su papá. O sea, como que no cerraba por ningún lado.
¿Entonces? Pues decidimos hacer una entrada distinta y sorpresiva. Poca gente lo sabía. Cuando ella llegó en el auto y estacionó afuera de la capilla, yo caminé a través de la nave central y la fui a buscar. Entramos juntos (para sorpresa de varios), salimos juntos (como todos) y seguimos juntos más de diez años después (para sorpresa de todos).
Agustín Eugenio Acuña (36)
Amante de los casamientos
agustin.eugenio.acuna@gmail.com
