Por Agustín Eugenio Acuña.
—Pibe, te vas para Santiago del Estero. Dicen que hay una cueva donde la gente pacta con el diablo o algo así —me dijo mi jefe. Por supuesto, no alcanzó a oír mi respuesta, pues continuó caminando por la redacción. Antes de que cante el gallo, como se dice, ya estaba subido en un colectivo camino a la tierra del mistol. Mi esposa me reprochó mi inesperado viaje e hizo un planteo sobre por qué siempre me tocaba viajar a mí, si era un gran periodista. No pude enfrentarla y decirle que en realidad era el “che pibe” del diario. Solo esbocé que las grandes historias siempre implicaban un viaje y que era una buena señal que yo los hiciera todos. Obviamente, no quedó muy convencida.
No sé si conoce Santiago del Estero, pero más allá de todo el marketing que le meten, no es el paraíso que pintan. En efecto, a pesar del estadio de fútbol “Madre de Ciudades”, la ciudad de Termas de Río Hondo que pasó, como dijo un acertado observador tucumano, de ser “una ciudad donde los viejitos del PAMI iban a curarse del reuma en invierno a tener aeropuerto, casino, un autódromo con Moto GP” y demás, creo que algún ministro de economía noventoso todavía la caracterizaría como provincia inviable.
No, no es la envidia la que me lleva a describírsela así. Es la cruda realidad. La vecina provincia está lejos del paraíso y se parece más al infierno, con temperaturas tan elevadas durante todo el año que su población solo atina a mejorar su fama como amante de la siesta.
El muerto se ríe del degollado, me podrían decir, pero bueno, no voy a entrar en la decadencia tucumana. Esto se trata del encargo que se me hizo sobre “la cueva donde la gente pacta con el diablo o algo así”. Odiaba cuando me tiraban temas esotéricos, increíbles o insólitos. Soy de la vieja escuela de Santo Tomás (el mellizo): solo creo si veo y toco. Todo lo demás me parecen habladurías.
¿Qué era eso de la cueva? Aproveché el viaje para ponerme al día. Mi primera impresión era la incredulidad. No porque el diablo no habitase Santiago del Estero. Es más, eso me parecía bastante probable, dada la temperatura, lo inhóspito del paisaje y los habituales extraños sucesos que pasan en aquel lugar, que llegan, siempre, a las más amarillistas páginas de los diarios del país. ¿Entonces por qué no creía? Pues por una razón muy simple: la geografía santiagueña es tan plana que no hay lugar para una cueva como la que describen los cuentos y las habladurías.
Sigo leyendo sobre los antecedentes a pesar de mi escepticismo. Y me interesa. Parece que si zafás de muchas cosas (algo típico de todos los relatos fantásticos): encontrar la entrada, dar con la contraseña que la hace visible (he ahí la explicación de por qué está en Santiago, no se la ve hasta que se la hace aparecer). Luego, cual estilo Harry Potter, tenés que pasar tres grandes pruebas. Me mata de risa la primera: un chivo maloliente (¿qué puede hacer un animal así además de pegarte su olor y obligarte a bañarte?), un viborón (¿cuál sería la diferencia con las víboras que pululan por el campo?) y un basilisco criollo (no sería como el de la historia de J.K. Rowling, sería algo así como un gusano gigante al estilo cíclope, con un solo ojo paralizador). Me río. Esto definitivamente parece sacado de algún libro de mis hijos, no puede ser que sea mi tarea asignada.
Me entra un mensaje del jefe. Veo. Nada importante, pero sí esclarecedor: tengo que entrevistar a un tipo que supuestamente entró en la Salamanca (así se llama la cueva, parece). Bueno, zafé, me dije. Conociéndolo a mi jefe, tenía miedo de que pretendiese que diese con la entrada de la famosa cueva y pactase con Zupay, el diablo que supuestamente la habita. Pienso, reflexiono y recapacito. Eso, a pesar de que sería del estilo de mi jefe, no sería posible, porque el miedo a que por ventura consiguiese el acceso a los mágicos dones que el diablo criollo ofrece para pactar, pondría en peligro su posición de jefe. ¿No sería terrible e irónico que el pibe consiguiese destronarlo a raíz de un encargo suyo? Ah, el miedo a perder la zona de confort, los privilegios o el statu quo, eso y no el basilisco criollo, es lo que realmente paraliza a la gente. No tengo dudas.
Ahora, eso sí, las aspiraciones a descollar en cualquier actividad y llevarnos los flashes, los likes y toda la atención es otra gran fuerza arrolladora que tenemos dentro. No hay por qué negarlo. Solo así entiendo las muchas historias que se tejen alrededor de la Salamanca. Piense, querido lector, la cantidad de artistas con voces maravillosas y con destrezas sin igual que existen. Los estudiosos del tema afirman sin dudarlo que muchos de ellos le deben sus habilidades a Zupay. Y que algún día se las va a cobrar…
Esto me parece surrealista, por no decir absurdo. Las habilidades y destrezas de los seres humanos no son por pactos con diablillos criollos en cuevas que nadie ve. Es solo producto de talento formado con muchísima práctica. ¿O no? ¿O realmente creemos que hay algo del más allá, inexplicable, que, irónicamente, explica esos seres descollantes en lo suyo? Pienso que muchas veces tiramos la racionalidad al tacho de basura y abrazamos las explicaciones mágicas. Bueno, no somos muy diferentes en ese aspecto al país, que se enamora cada tanto de líderes mesiánicos que nos envuelven en soluciones mágicas. Luego, tarde nos damos cuenta de que compramos espejitos de colores.
Disculpe, me fui por las oscuras ramas de la política comarcana y el ómnibus está llegando a la terminal santiagueña. Repaso el mensaje del jefe. Hay una dirección y un nombre del supuesto contratante de Zupay. Consigo que un taxi me lleve a la cita. Me sorprendo por el frente de la enorme casa, fastuoso como pocos, con un estilo francés que contrasta con la pobreza santiagueña. Luego pienso que en realidad no debería sorprenderme. Si este tipo hizo un pacto con el diablo, posta que al menos económicamente le tiene que haber ido bien (o mejor que a mí, humilde cronista mal pagado). No sé de su bienestar espiritual, pero necesidades materiales seguro que no pasa. Toco el timbre. Una empleada me abre la puerta y luego de presentarme me hace pasar al living, mientras llama “al señor” (en el interior, el personal doméstico llama así al dueño de casa, costumbre heredada de la época de la esclavitud, por supuesto, al igual que su nivel salarial actual).
El señor, cuyo nombre es irrelevante a los fines de esta narración, es uno de esos langas que se las saben todas (no, no me equivoco, no es que cree que se las sabe a todas, efectivamente se las sabe). Pero me obnubila, me seduce (en el buen sentido, no sea mal pensado lector) y me envuelve con su conversación, educada, puntillosa, detallista y respetuosa. A tal punto lo hace, que pierdo la noción del tiempo mientras me cuenta su experiencia con la Salamanca. Grabo toda la conversación. Debo decir que hasta el día de hoy escucharla me eriza la piel y me conmueve. Me explica la ubicación de la cueva, cómo encontrarla, cuál es la palabra que la hace visible y me narra sus peleas a brazo partido con el chivo, el viborón y el basilisco. Lo escucho como un niño al que le cuentan por primera vez una historia de terror. Casi que no puedo meter pregunta alguna, la narración, la entrevista, se conduce sola, en piloto automático.
En eso, recuerdo el interés non sancto que tiene el público conservador por las supuestas orgías que lleva a cabo Zupay y puedo, en un intervalo lúcido, colar la pregunta. Mi interlocutor me decepciona, pues me dice que eso es cosa del pasado, pues el diablo criollo se cansó y ahora, más que un criollo en la flor de la edad que disfruta de los placeres de la carne, se aparece como un abuelito que tiene un cuerpo al que todos sus excesos le pasaron factura. Qué espanto, atino a pensar. Luego la conversación, ¿o entrevista?, se diluye. Es más, ni le pregunté ni me alcanzó a decir qué don le sacó a Zupay, aunque me animo a decir que fue la habilidad para tejer negocios, dado el fastuoso contexto en el que me encontraba.
No sé cuántos cafés debemos haber compartido ni, a ciencia cierta, cuánto duró la charla. El tiempo se dobló de tal forma que me pareció entrar en otra dimensión, en otro plano de la triste realidad que habitamos. Como todo tiene un final, este intercambio insólito también lo tuvo. Mi instinto periodístico había sido aniquilado por la seductora labia de mi interlocutor. Me sentía como un reportero novato ante un político añoso. Y sí, algo de vergüenza tenía.
Sin embargo, mientras me acompañaba hacia la salida, mis pensamientos se arremolinaban en mi cerebro. En ese instante, recordé haber leído que los pactantes con Zupay son fácilmente identificables, como los vampiros de los cuentos de terror. Así, como un boxeador que busca el golpe salvador, antes de llegar al final, identifiqué y me apoyé en un interruptor. Se iluminó el zaguán, antes de que mi animado conversador abriese la puerta.
—Amigo querido, al fin y al cabo, es un periodista hecho y derecho. Lo felicito, pues no dejó que mi labia lo envolviese y dudó de mi relato a punto tal de ponerlo a prueba. Ahora vaya y escriba esa nota que tanto le pide su jefe —me dijo sonriente e invitándome a salir, mientras yo, embobado, observaba cómo su cuerpo, a pesar de la luz prendida, no proyectaba sombra alguna.
Agustín Eugenio Acuña (36)
Escéptico de la Salamanca
agustin.eugenio.acuna@gmail.com
