Muerte de un intelectual

Por Nazareno Naso.

Ricardo nunca pensó en mudarse, “la costumbre”, decía. Ahí creció, vio morir a su abuela, a sus tías y a su madre, y ahí indefectiblemente moriría él. Realmente el barrio no tenía nada en particular, había quedado como un barrio periférico, por fuera del límite de la Ciudad de Buenos Aires. Un barrio que no llegó a ser esplendoroso, pero supo tener fábricas emblemáticas. Nunca olvidaría la fábrica de galletitas que impregnaba de olor a vainilla el barrio. Tampoco olvidaría la fábrica de zapatos en la que trabajó por primera vez, y que años después de su renuncia se prendería fuego.

Ricardo jamás pensó en mudarse, por más de que tuviera posibilidades; ya creía que ese tiempo se había pasado. Soltero, sin hijos, solamente tenía algunos amigos que le habían quedado del profesorado de inglés. Vivía de su jubilación de tantos años como profesor universitario y de alquileres de algunos locales que había heredado de sus tías. Sin permitirse grandes gastos le bastaba para vivir bien. Comprar todas las semanas un suplemento de cultura, la comida de su gato llamado Brahms y el alpiste de su canario llamado Rafael. 

Con qué sentido haría una inversión a esta altura de su vida para irse a vivir a un departamento de la gran ciudad. Por esa casa chorizo de los años treinta, en un barrio ya sin brillo, cerca de una villa miseria, nadie le daría un peso. Alquilar y tener que sacrificar sus pequeños gustos tampoco estaba en sus planes. 

Se quedaría ahí, los hechos de delincuencia no lo asustaban. Se asustaba el barrio, pero no él. Creía que de cualquier manera su vida ya estaba hecha, y cuando muriera lo más probable era que el municipio heredara todo, y bien estaría, mientras hicieran una biblioteca con sus miles de libros y le pusieran su nombre, estaría conforme ya desde el otro lado. 

Fue una noche de junio donde el fatal acontecimiento ocurrió.

Ricardo había cerrado con llave la puerta que daba a la calle, al igual que la reja que dividía el diminuto patio delantero. Ese día solo había salido a comprar pan y una botella de vermut en el chino de la vuelta. Como de costumbre a las 23 horas, luego de cenar un pan con un huevo pasado por agua, se tomó una copita de vermut y leyó en el living de su casa, con Brahms recostado a sus pies, y Rafael ya tapado para no sufrir frío. Esa noche se dispuso a leer una biografía de Franz Liszt comprada en la mesa de ofertas de una librería de Avenida Corrientes, luego de salir del cardiólogo al cual debía concurrir cada dos semanas.

El libro lo estaba atrapando, siempre pensaba, “Liszt debe ser de todos los grandes compositores, el pianista más virtuoso», y mientras leía cómo transcurría la adolescencia de este músico cada vez sonaba con más fuerza sus obras en la cabeza. Ricardo cada vez se salía más de su mundo real para compenetrarse con el libro y la música que escuchaba algún jueves en el Teatro Colón. 

Lamentablemente, por su concentración, no se percató de que el gato comenzaba a inquietarse y salirse de su lado, tampoco oyó que en el patio trasero estaban forzando la reja para entrar a la casa.

“Dale, te digo que el viejo de mierda este esta semana cobró la jubilación, lo vi saliendo del banco”. 

Eran dos los que se metieron primero en la casa del vecino, deshabitada y en venta hacía unos veinte años, y que luego saltaron al patio trasero de Ricardo. 

“Te digo que esta puerta no se va a abrir sin que rompamos todo, se va a dar cuenta y va a llamar a la policía”.

Ricardo había hecho un parate de lectura, no así musical. ¿Liszt se había casado con la hija de Wagner o Wagner con la hija de Liszt? Se la había hecho una auténtica mezcolanza en la cabeza, lo cual ahora devino en la música del compositor alemán.

“Ahí está, había que levantarla, destrabó la hija de puta, el viejo debe estar empastillado si todavía no llamó a nadie”.

“O calzado”.

Realmente el éxtasis que le producía en su cabeza la Cabalgata de las valquirias lo había ensordecido de todo lo que pasaba a su alrededor. Brahms ya maullaba al ritmo de los golpes que propinaban a la puerta para poder entrar.

Estaba prendida la luz del velador, y la estufa al lado de Ricardo, cuando los dos malhechores se acercaron como se acerca un cazador hasta su presa para acertar el tiro correcto.

“Viejo hijo de puta, quedate quieto, quedate quieto”. Seguido de un fuerte culatazo en la frente de Ricardo que abstraído le sonó a un timbal retumbando en el techo del teatro. 

“Quedate quietito o te quemamos, dónde tenés la guita, la puta que te parió”. Ricardo permaneció inmóvil como las estatuas del jardín de Versalles la noche del 5 de octubre.

“Este viejo está pelotudo, ayudame a atarlo”. Entre los dos sacaron a Ricardo del sillón en el que estaba y lo ataron a una silla con precintos. Este movimiento abstrajo por un momento a Ricardo y se sintió como el San Pedro de Caravaggio, pero sin embargo Ricardo como si estuviera extasiado como una escultura de Bernini no se encontraba viviendo la situación.

“Pegale otro culatazo hasta que hable”. Esta vez no fue un timbal lo que le sonó, sino que fue un acorde propio de Arnold Schoenberg. 

En segundos recordó su adolescencia, cuando con el esfuerzo de sus tías y su madre pudo ir a estudiar composición a la Universidad de música y arte dramático de Viena, donde su sueño de ser alumno de Hanns Eisler y vivir la Segunda Escuela de Viena se vio frustrado por el padecimiento de una tuberculosis que lo obligó a regresar al país y a permanecer un año postrado, hasta que haría el profesorado de inglés. 

“Viejo sorete, parece que está perdido, revisá todo”.

“Mirá esto, mirá los lomos de todos esos libros… ¿no será oro todo eso dorado que brilla? Las letritas mirá, mirá”.

Tuberculosis, claro, como lo que mató a Chopin. Chopin y ese Scherzo favorito en Si bemol menor, que hacía juego con cada golpe con la culata que entre los dos tipos le propinaban a Ricardo en busca de una respuesta del dinero que buscaban, aunque no se resignaban a irse con las manos vacías. Se conformarían con hacer varios viajes en la moto de doscientas cilindradas que habían robado unas horas antes, en la cual se llevarían esos libros con letras doradas que tanto llamaban su atención. 

“Ya está, agarrá un par de esos y vámonos, no va a hablar el hijo de puta”.

“Pará, es temprano, poné una olla a hervir, le vamos a remojar un poco las patas, este habla o habla”.

Mientras tanto por la frente de Ricardo corría tanta sangre que su vista se teñía de rojo, recordaba el día que se inauguró una obra moderna de Rothko en el Museo de Bellas Artes. 

Y antes que se encaminara por la cocina aquel que iba a poner la olla, suena el teléfono de línea, ese sonido… 

“Desconectá el teléfono, ya está, saben que estamos acá…”

Ricardo pensaba, que el día que muriera, en su trance haría un recorrido similar al de Dante junto a Virgilio. Ver su propio paso por la tierra como alguien que tuvo una vida siguiendo de cerca los puntos que marcaba San Agustín en la Ciudad de Dios. 

“Hacele el favor de reventarlo y rajemos ya de acá”.

Ricardo reconoció que Brahms le acariciaba la pierna, no podía verlo por la catarata de sangre que recorría toda su cara como si fuera una fuente romana, pero rápidamente recordó el día que lo recogió en la calle, el mismo día que había salido del teatro después de escuchar la sinfonía número tres de Johannes, y el éxtasis que le provocaba ese movimiento. Éxtasis que lo llevó a todos esos momentos de su vida que se estaba apagando y que se llevaba con él todo su conocimiento y todos sus recorridos. 

“Quemalo ya, quemalo que nos van a venir a agarrar”.

Si Ricardo hubiera visto la escena del crimen reiría, siempre le causaron gracia las escenas sangrientas. Recordaría con mucha alegría la vez que rió frente al Saturno de Goya en el Prado. Para Ricardo, Goya hizo una caricatura de la obra de Rubens. 

Mientras tanto, Brahms aprovechó que su dueño estaba atado e inmóvil y fue tras la jaula de Rafael, aquel canario nunca le había caído bien, enjaulado sería una presa fácil. Además, Rafael era nombre de tortuga, y no de canario.