Los pintores de mamá

Por Agustín Eugenio Acuña.

Mamá era arquitecta y no, este no es el listado de quienes trabajaron para ella en las obras que hizo a lo largo de su carrera. ¿Entonces? Pues, es un poco más complejo. Cada vez que le preguntaba si la arquitectura era un arte o una ciencia, ella me respondía que tenía un poco de ambas, aunque, yo creo que en su corazoncito ella pensaba que estaba más cerca del arte. Me crié en su estudio lleno de tableros de dibujo, libros de arte, arquitectura, reglas, escuadras, lápices y, obvio, cuadros relacionados con su disciplina. Ahora que lo pienso, a la distancia, supongo que mis padres (mi papá era ingeniero) deben haberse entusiasmado cuando ya de chico me encantaba dibujar, muchísimo, en cualquier papel que encontraba tirado por ahí. Alguna vez pensé en ser arquitecto o ingeniero. Lamentablemente para ellos, me crucé con Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina (1852) de Juan Bautista Alberdi y con The Devil’s Advocate (1997) que me llevaron a ser abogado.

En mis épocas todavía existía el Polimodal, donde uno debía elegir en plena secundaria qué iba a hacer los últimos tres años: si se orientaba más para un lado del conocimiento o para el otro, según lo que podía llegar a estudiar en la universidad. Hoy lo pienso y me parece una locura, sin embargo, hice lo que me parecía más lógico: elegí la orientación Ciencias Naturales, porque pensaba que si quería seguir abogacía luego no me iba a costar tanto, mientras que, si me llegaba a inclinar por Humanidades y Ciencias Sociales, estudiar ingeniería o arquitectura me iba “a sacar canas verdes” como diría mamá.

Por esa elección, no tuve una materia que mi esposa sí cursó en el Polimodal, que era algo así como “Estética y Cultura Contemporánea” que, desde mi punto de vista, era una cuasi historia del arte. En 9º grado (o segundo año del secundario), hice mi último año de dibujo, donde aprendí perspectiva, punto de fuga y, también, algunos básicos conocimientos sobre historia del arte, con algún trabajo sobre el gran arquitecto tucumano César Pelli, a quien tuve el gusto de conocer por ser amigo de mi abuelo.

Años más tarde, cuando mi hermano más pequeño estudiaba arquitectura, no podía entender por qué les costaba tanto a los estudiantes de la carrera la materia “Historia de la Arquitectura”. No me pregunten por qué, pero siempre me fascinó la historia. Y, como hijo y nieto de arquitectos e ingenieros, todo lo relacionado con la construcción, el diseño, el pensar la función, los detalles y demás lo había visto “en la cocina” por así decir.

Sin duda que la arquitectura tiene mucho de arte. ¿Y qué sabemos nosotros de arte? En general, yo sé muy poco, pero, gran parte de lo que sé se lo debo a unos libros de mi mamá. Tengo el leve recuerdo de que cuando íbamos a un supermercado que obviamente ya no existe (“Limpito”), había una promoción de libros grandes, con hermosas fotos, que estaban dedicados cada uno a un artista distinto. Así, cada visita al supermercado volvíamos, además de con las bolsas llenas de productos, con algún libro de esa colección. Quizás mi recuerdo esté errado, pero para mí siempre fueron los libros de “Limpito”.

¿Qué encontré en esos libros? Pues, ¿qué no encontré? Allí descubrí a Salvador Dalí, Henri de Toulouse-Lautrec, Henri Matisse, Vincent Van Gogh, Auguste Renoir, Pablo Picasso y Wassily Kandinsky. No tenía idea, pero esa colección básicamente reunía a un dream team de pintores. Además, mis padres (depende a quién de ellos le pregunten, cada uno diría que era mérito propio) habían elegido para adornar la casa donde viví de chico copias de cuadros de Picasso, de Toulouse-Lautrec y de uno que no tenía libro en la colección, pero sí estaba muy presente con sus obras en casa y en el estudio de mamá, el español Joan Miró (que mucha parte de mi vida creí francés con ese nombre).

Obviamente, cuando esos libros llegaron a mi vida, era de los “chiquitos”. Así nos llamaron a mi hermano y a mí, que fuimos la segunda tanda de un total de seis hermanos varones, con una diferencia de ocho años con la primera, compuesta de cuatro hermanos.

¿Qué hacía un mequetrefe como yo con esos libros? Primero, pasar las páginas y observar “los dibujitos” que no eran ni más ni menos fotografías de gran nivel sobre obras consagradas a nivel mundial. Imaginen que un libro con imágenes enormes y poco texto era como un juguete para un niño como yo. Era, por así decir, como un libro de cuentos extraño.

En algún momento llegué a tener más conciencia y, si bien no leí el análisis de cada obra y cada etapa de cada pintor, sí me sentí atraído por la biografía/cronología que al final de cada libro se hacía puntillosamente. Era como “un resumen” que consumí gustoso.

Yo ya no sé cómo, pero en algún momento de mi existencia charlé con mi mamá sobre la vida y obra de estos artistas maravillosos, sin tener cabal noción de lo que estaba haciendo. Así, recuerdo temas de conversación y me sonrío solo, de pensar qué se le debe haber pasado a mi madre por la cabeza cuando venía y le preguntaba… ¿Por qué Van Gogh se cortó una oreja? ¿Estaba loco? ¿Por qué Toulouse-Lautrec era tan chiquito? ¿Por qué Dalí tenía esos bigotes tan raros? ¿Por qué Picasso pintaba como si todo fueran cubos? Y, si bien no formaba parte de la colección de libros, mi mamá me hizo conocer al colombiano Fernando Botero. Mi primera pregunta, obvia en un niño, fue: ¿por qué pinta todo gordo?

Con el tiempo, siempre volvía a esos libros. En parte porque estaban en la mesa del living, en parte porque me fascinaban ver esas imágenes extrañas, en parte porque me daba curiosidad la vida de quiénes las hacían. Eso sí, ni Renoir ni Matisse me llamaban mucho la atención. ¿Kandinsky? Su apellido y la parte bien abstracta de su obra, además de su origen ruso era como un pack demasiado extraño para mí.

Cuando pude leer (y entender), pude contestarme solo las preguntas que antes le hacía a mi mamá: Toulouse-Lautrec era petiso (medía 1,52 m) porque se había quebrado las dos piernas, con diferencia de unos años y tenía una enfermedad terrible en los huesos. Sí, más tarde me enteré de su afición por la noche, lo que llevaba a que pintase tantas prostitutas y el jolgorio nocturno de los salones parisinos.

Solo con el tiempo comprendí que la salud mental de Van Gogh no era buena, que vivió siempre gracias a su hermano Theo y que en el medio de intervalos lúcidos de su locura pintaba como un poseso. Durante toda su vida, me dijo mi mamá, no vendió ni un solo cuadro. Me grabé la frase y la pobreza unida a los artistas se quedó pegada en mi cabeza.

Cuando era chico Picasso era el exponente del cubismo, su creador y demás. Solo al crecer me di cuenta que había actuado con un reduccionismo espantoso con, quizás, el más genial artista del siglo XX. El español era mucho, muchísimo más que eso, con muchos períodos, una vida longeva y una producción que iba mucho más allá de la pintura. Picasso fue pintor, sí, pero también escultor, ceramista, grabador y lo que quiera agregarle. Fue todo. También mujeriego (mi mamá esto me lo hacía notar). A diferencia de Van Gogh, él sí fue famoso en vida, vivió con abundancia y murió a la extraordinaria edad de 91 años.

Eso sí, mi favorito, sin duda alguna, era el genio de Salvador Dalí. Otra vez, en mi limitada comprensión lo reduje a “el surrealista de Dalí”. Craso error, a pesar que el ególatra, dijo alguna vez que “¡El surrealismo soy yo!”, como si fuese el Luis XIV de la corriente artística. La locura de sus obras me atraía y siempre me quedó el recuerdo de Retrato de Mrs. Isabel Styler-Tas (1945) un óleo en donde Dalí hace el retrato de una señora muy paqueta, pero fiel a su estilo, la pone en frente de una montaña con árboles, rocas y un camino que viene a ser su copia ¿exacta?, como si fuese un extraño espejo (1). Quizás porque de pequeño era muy fantasioso o también porque contábamos con copias de obras de Dalí en casa, como La persistencia de la memoria (1931), con esos relojes alargados y enflaquecidos tan característicos (2), el genial pintor fue ganando espacio en mi consideración. Además, no me pregunten por qué cuando estaba en octavo grado, mi profesor de Lengua (sí, el de Lengua y no el de Educación Plástica) nos llevó a una exposición de Salvador Dalí que estaba a la vuelta de mi casa, en lo que hoy es el Ente Cultural de Tucumán. No me pregunten cómo una exposición así llegó a este recóndito lugar del planeta, pero llegó y la disfruté muchísimo.

Como sea, el año pasado sentí, de repente, la necesidad de reencontrarme con todos estos libros. Quizás por el afán de recordar viejas épocas o de acordarme de mi mamá. El arte, tal vez, era una excusa. O realmente era una decisión consciente para formarme en una disciplina que me era ajena. No sé, pero cuestión que fui en búsqueda de los libros que estaba desperdigados por ahí. El de Kandinsky lo recuperé de la casa de uno de mis hermanos.

¿Cuántos años habían pasado desde que los había visto por primera vez? ¿Y por última? Difícil decirlo. Sin embargo, me puse de tarea disfrutarlos y apreciarlos, uno por uno. Así, tomé real dimensión de la estatura artística del genial Picasso, comprendí la atormentada vida de Van Gogh, admiré la genialidad artística de Dalí (y sonreí con las anécdotas relacionadas con su ego), me di cuenta de lo rupturista que fueron para la época Renoir y los impresionistas, tomé nota de la fama como letrista/cartelista de Toulouse-Lautrec, aprecié la trayectoria y el éxito en vida de Matisse, para finalizar sorprendiéndome con el descubrimiento que el ruso Kandinsky era abogado antes de ser pintor. Como dice un amigo, el arte no es necesario, es imprescindible.

¿Cómo? ¿Que si disfruté y aprecié el redescubrimiento lector? Por supuesto. Gracias, mamá.

Agustín Eugenio Acuña (35)
Ignorante del arte
agustin.eugenio.acuna@gmail.com


(1) No se deje apabullar por mi limitada capacidad de descripción y vea con sus propios ojos la obra, acá: https://www.salvador-dali.org/es/obra/catalogo-razonado-pinturas/obra/611/retrato-de-la-senora-isabel-styler-tas.

(2) Seguro que conoce la obra, está acá: https://historia-arte.com/obras/la-persistencia-de-la-memoria.