Sobre la escasez

Por Santiago Maqueda.

Leo a Borges en El otro, el mismo (1969):
AL HIJO
No soy yo quien te engendra. Son los muertos.
Son mi padre, su padre y sus mayores;
son los que un largo dédalo de amores
trazaron desde Adán y los desiertos
de Caín y de Abel, en una aurora
tan antigua que ya es mitología,
y llegan, sangre y médula, a este día
del porvenir, en que te engendro ahora.
Siento su multitud. Somos nosotros
y, entre nosotros, tú y los venideros
hijos que has de engendrar. Los postrimeros
y los del rojo Adán. Soy esos otros,
también. La eternidad está en las cosas
del tiempo, que son formas presurosas.

El tema es tópico: la paternidad, el paso del tiempo; la forma es la del soneto. Los 14 endecasílabos (versos de 11 sílabas con determinada acentuación) están agrupados en una única estrofa, y en muchos casos  se encabalgan entre sí: se corta la estructura normal de una frase con un fin de verso que continúa en el siguiente. Por ejemplo: «y los desiertos / de Caín y de Abel», «a este día / del porvenir», «tú y los venideros / hijos», «cosas / del tiempo». Esto baja el volumen a las rimas consonantes (ABBACDDCEFFEGG) y a las distintas rimas internas, que de otro modo sonarían más fuerte. 

Inicia bruscamente con un golpeteo de cinco monosílabos, para sostener una declaración negativa hacia el hijo («No soy yo quien te engendra. Son los muertos»). Como quien quiere quitarse responsabilidad de encima, la triple o: no soy yo, yo no fui. Negativa explicada por una idea inesperada: «Son los muertos» los que te engendran. Dice el soneto que la muerte pare la vida en una larga cadena de paternidades y filiaciones: «Mi padre, su padre y sus mayores», remontándose a los orígenes míticos de la humanidad: «Siento su multitud». Lo conecto también con un poema de Wallace Stevens («My father’s father, his father’s father, his– / Shadows like winds // Go back to a parent before thought, before speech, / At the head of the past»). Pero en este soneto no sólo es el pasado lo que te engendra, sino también el futuro: «Somos nosotros / y, entre nosotros, tú y los venideros / hijos que has de engendrar». El pasado y el futuro se engendran en el presente. Una confusión de temporalidades y de personas en la que la paternidad individual y el plano temporal se difumina: «Soy esos otros / también». Detrás de esa enumeración algo hiperbólica, la multiplicación de la vida se presenta como algo irresistible, irreversible, totalizante; un algo superior a la acción y voluntad singular de los padres.

Un amigo experto en Borges me comentó una vez que este poema no le gustaba: le parecía demasiado rebuscado, frío, cerebral; una poco verosímil declaración de un padre a un hijo hipotético. Tiendo a coincidir. Pero creo también que hay algo verdadero en ese carácter fatal que presenta la idea de que los muertos y los aún no concebidos son los que engendran a los ahora concebidos. La vida es un proceso misterioso, que se vale de medios no muy obvios, y que no parece ser soluble o reducible a los distintos seres vivos. «La vida se abre camino», dice Ian Malcolm en Jurassic Park para explicar por qué no sería absurdo pensar que dinosaurios hembras pudieran encontrar en su genoma procesos asexuados de reproducción. Eso es ciencia ficción, pero parafraseando a Arthur Clarke (ya que estamos en esta rama de la literatura) la multiplicación celular es bastante indistinguible de la magia.

Si el poema terminara allí, estaría perfecto, y sería un poema típicamente borgeano sobre los laberintos, los infinitos y las causalidades. Pero no termina ahí, sino que se despacha con un dístico final que, en mi opinión, subvierte el sentido: «La eternidad está en las cosas / del tiempo, que son formas presurosas». El encabalgamiento en estos dos últimos versos, esa vacilación que implica cortar el verso en «cosas [espacio para tomar aire] del tiempo», es como un intento por poner palabras a algo: calificar la palabra más genérica de todas («cosas») con una abstracción igual de genérica («del tiempo»), es como que representa un intento infructuoso de articular la «eternidad» (rimando con «engendrar» y «Adán») que en este caso está calificando al hijo concebido: el hijo concebido es la eternidad. Este cierre tiene una sonoridad muy distinta al comienzo: al quíntuple monosílabo negativo y duro («No soy yo quien te») se opone un cierre yámbico con dos palabras aliteradas en que abundan sonidos blandos de eses, eres, emes, y que riman entre sí: «son formas presurosas». Hasta podrían leerse connotaciones de cariño («preciosas», «preciosuras», por ejemplo). Esto subvierte lo anterior no sólo sonoramente, sino también en el sentido porque, al menos en mi lectura, bajo estas abstracciones tópicas (eternidad, tiempo, devenir, prisa) y palabras genéricas (cosas, formas), se esconde una ambigua y realista expresión del asombro, cariño y orgullo (y también, por qué no, de la melancolía, angustia y resignación) de que es en lo mundano, en las cosas del tiempo que se van rápidamente, que se encuentra ese no-tiempo que está en ese hijo que se engendra hoy. En estos versos finales, la fuerza hambreada de la materia y la causalidad del engendro reproductivo, como proceso colectivo e impersonal, se detiene ante un embrión individual que late y se expande pulsionalmente en millones de células. La eternidad como algo que está más en lo individual y concreto que en lo colectivo y abstracto.

Hace poco noté que mi hijo menor ya pronuncia bien la ele en «pulpo». Pone instintivamente la punta de la lengua en el paladar cerca de los dientes, y con su glotis manda el aire para que pase por ahí y así imitarnos el sonido de la ele: palabra a palabra, el balbuceo y la media lengua van dando lugar a otra cosa. La otra noche, el mayor me pidió el peluche para dormir; irreflexivamente pensé si no está ya grande para un oso panda: acaso por envidia o por precaución, de algún modo los adultos nos apuramos en finiquitar la infancia de los más chicos. Palabras mal pronunciadas, objetos de apego: realidades analogadas de una eternidad presurosa. A los pocos días soñó que el peluche se le desarmaba. La teoría económica no falla: como en el mercado, el valor de las cosas del tiempo se lo da su escasez relativa.

Santiago Maqueda (38)