Voluntarios, dar y recibir es lo mismo

Por Marcos Elia.

(Lo que sigue es un adelanto del libro Ciudades y Dioses que sale en breve.)

“De la serie de hechos inexplicables que son el universo o el tiempo, la dedicatoria de un libro no es, por cierto, el menos arcano. Se la define como un don, un regalo. Salvo en el caso de la indiferente moneda que la caridad cristiana deja caer en la palma del pobre, todo regalo verdadero es recíproco. El que da no se priva de lo que da. Dar y recibir son lo mismo. 
Como todos los actos del universo, la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre. Yo pronuncio ahora su nombre, María Kodama. Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines del Oriente y del Occidente, cuánto Virgilio.
J.L.B.
Buenos Aires, 17 de mayo de 1981”

La dedicatoria que encabeza este texto es del libro La Cifra de Borges. La descubrí hace unos años y quedé fascinado. Como todo enamorado, hablé de ella y la quise compartir. (Anécdota al margen y fuera de tema: en esos días me estaba viendo con una chica y la cosa parecía no avanzar. Un día se la mostré —estilo “mirá la genialidad que encontré”— y su reacción fue estéril, carente de entusiasmo y como si le hubiese mostrado los ingredientes para hacer chicle. “Claro, esto no va a funcionar”, pensé.) Más allá de la genialidad, lo envolvente del texto y la maravillosa forma que llega a pronunciar un nombre, me atrajo mucho el corazón de la reflexión: “Todo regalo verdadero es recíproco. El que da no se priva de lo que da. Dar y recibir son lo mismo”. En esos días estaba acercándome a textos budistas que hablaban de eso, quizás por eso resonó con tanta fuerza. 

Comienzo por aquí porque tuve esas frases en mente cuando decidí ir a Calcuta. Noté en Buenos Aires que algunas personas la encontraban a esa parte de mi viaje, un aire de acto despojado y generoso, otros casi como un sacrificio. De cualquier forma, un reflejo de mi bondad. Nunca me sentí identificado con eso y me generaba cierta incomodidad; siempre tuve en mente y claro que estaba yendo también a recibir algo especial. 

Como otras de las cosas que hice en mi vida, me cuesta explicar cómo llegué a la decisión de ir; encuentro argumentos, pero siento que solo arañan la superficie. Es posible racionalizar una pulsión, aunque la clave es que me sentí atraído. No era una cuenta pendiente que tenía de antaño; de hecho, cuando un amigo hace años me dijo que iría a Calcuta me pareció algo exagerado y le contesté con el clásico: “habiendo tanta gente pobre en Argentina, ¿por qué te vas tan lejos a ayudar?”. Ese día no lo veía, pero hoy sé que mi amigo y yo fuimos a dar y recibir algo que necesitábamos. Un verdadero regalo.  

El voluntariado con las Hermanas de la Caridad fue de esas experiencias que te conectan con partes tuyas que ignorabas (luces y sombras por igual) y empujan la frontera de tu alma. Ese camino tenía flores y precipicios. Había una alquimia en nuestro ser que se cocinaba entre lo mundano de las tareas que se hacía. Noté que dar y recibir son lo mismo, equivalentes, pero no idénticos: cada parte lo viviría de diferente manera, tocaría distintas partes de su ser. Dar nuevos regalos (a los demás y a nosotros) nos llevan a sentir algo novedoso también en nuestro interior; por eso estoy tan contento de haber hecho lo que dije que no haría. Lo que pensé que no podía. 

Retomo la historia. Para ir a nuestro primer día quedamos con Alejandro en encontrarnos a las 6.30 hs en la cocina del hostel e ir caminando a Mother House; a Mario y Antonio los veríamos allá. Como estábamos muy lejos teníamos 30/40 minutos de caminata. 

La noche previa me alertó un poco un comentario suyo: 

—Si no me despierto, llámame por favor. 

Siento que son cosas que se dicen cuando se sabe que uno se va a quedar dormido. 

A las 6.30 hs estuve en la cocina pero sin noticia de Alejandro. Como no sabía en qué cuarto se quedaba, a las 6.40 hs lo llamé y me atendió una voz estilo Tutankamón desde la ultratumba: 

—Marcos, me quedé dormido (vaya novedad), dame un rato que me preparo. 

Como había entendido mal, pensaba que la gente salía de Mother House a las siete y no quería llegar tarde, le dije: 

—Voy saliendo, te veo ahí. 

Por la ansiedad y falta de conocimiento de la ciudad, caminé unas seis cuadras en la dirección equivocada. Enderecé el camino y noté que a pocos metros teníamos un mercado gigantesco que a esa hora ya tenía muchísima gente y era difícil andar. Me parece que la distancia con Mother House era de 30 cuadras o algo así, que las hice a paso vivo y sostenido. Odio llegar tarde en general y ese día más, sentía que era sumamente estúpido perderlo así. 

Las muchas cuadras, aluvión de gente y caos hicieron más evidente aún que no podía quedarme en ese hostel y hacer eso todas las mañanas. Cuando llegué eran las 7.10 hs y entré, algo agitado, sin mucha orientación; una monja me marcó dónde era que se tomaba el desayuno y se juntaban los voluntarios. Para ayudar a la imaginación: al ingresar a la casa uno se topaba con un patio central donde desembocan diferentes puntos de la casa. Del lado derecho, había una capilla donde estaba la tumba de la Madre Teresa; pegado había una escalera que llevaba a otra capilla en el primer piso y a algunos cuartos. En diagonal a la capilla de la planta baja, había unas escaleras que llevaban al cuarto de la Madre Teresa, que estaba preservado tal cual: sumamente sencillo. 

Atravesando el patio y una escalera descendente estaba el espacio donde se daba el desayuno. Todas las mañanas había té chai (excelente), bananas y pan lactal (a veces mermelada). Esa mañana conocí a Titi, una argentina que estuvo unos días en Calcuta. Fue fácil identificarla como paisana mía: tenía una remera con fotos de la selección argentina de fútbol festejando el mundial 2022. Fue la encargada de contarme cómo funcionaba la dinámica. A las 7.45 hs llegó Alejandro; Mario y Antonio se habían quedado dormidos. 

Un rato antes de las 8 hs, la hermana Mercy María se acercó a la puerta, tocó una pequeña campana para captar la atención, rezamos dos oraciones (una que no conocía y un Ave María en inglés) y luego preguntó: 

—¿Hoy es el último día de alguien? 

Tres chicas pasaron al frente.

Conocí así la dinámica de despedidas del lugar. Una canción muy sencilla pero emotiva acompañada de aplausos, cantada por todos los voluntarios y las dos monjas que los acompañaban:

“We thank you, thank you, thank you
We thank you, thank you thank you, 
We thank you, thank you, thank you from our heart” (repite)
“We love you, love you, love you
We love you, love you, love you, 
We love you, love you, love you from our heart” (repite)
“We’ll miss you, miss you, miss you
We’ll miss you, miss you, miss you, 
We’ll miss you, miss you, miss you from our heart” (repite)

Las palmas rompían en aplausos cuando se terminaba y a veces algunos lloraban y se abrazaban. La intensidad de la reacción solía ser proporcional a la duración de la estadía. Las hermanas les daban un rosario y otros regalos religiosos.

Leída la letra así nomás parece bastante insípida, pero tenía una linda cadencia y era realmente emocionante. Cuanto más gente había, más potente era el regalo, el abrazo era más grande y gordo. La mayoría de las personas que conocí se quedaron más de una semana, así que en ese momento se fusionaba la alegría de lo vivido con la tristeza del final y la despedida de amigos que se hacían en esos días. Un paquete de segundos inolvidables. Pese a que la primera vez que la escuché era un extraño a todos los que estaban ahí, sentí la energía de un rito muy especial. 

Las casas disponibles para voluntarios eran cuatro: Prem Dan, un lugar para adultos con patio amplio y personas en diferente estado (algunos regular y otros mal); Daya Dan, un hogar para chicos huérfanos pequeños con alguna discapacidad hasta 18 años; Kalighat, un hogar donde iban los enfermos terminales o en peor estado; y Shanti Dan, el hogar de la chicas huérfanas con alguna discapacidad hasta 18 años. 

Por sugerencia de un amigo decidí comenzar en Prem Dan. La hermana Mercy María me había dicho que en Daya Dan necesitaban personas, pero no estaba listo aún para ir ahí. A decir verdad, me había propuesto no ir a ese lugar, me parecía muy duro y difícil de sobrellevar. Como pasó varias veces en este viaje, revisé algunas decisiones tajantes que tenía. 

Titi fue la encargada de guiarnos a Prem Dan, a Alejandro y a mí. A esa casa la mayor parte de las personas iba caminando y las calles de Calcuta, como en varias partes en este lado del mundo, eran escurridizas: aparecían y se iban, se engrosaban y afinaban con edificios que parecían apretarlas, doblaban en ángulos raros, terminaban sin explicación, generaban encrucijadas extrañas y estaba repleto de calles que Google Maps no conocía. Nada que no estuviese acostumbrado a esta altura. 

Lo realmente nuevo y llamativo fue que para llegar al puente que nos dejaría en el hogar, caminamos varios metros por las vías del tren. Alejandro sacó una foto que sintetizó bien el momento. No era algo que hicimos por ser extranjeros inadaptados, era algo habitual ahí; había hasta gente vendiendo en las vías o algunos justo sobre las escaleras para salir de ellas. Todo espacio valía para el comercio, todo spot transitado cotizaba. 

No recuerdo bien porqué pero sé que con Titi y Alejandro llegamos tarde a la casa de Prem Dan, así que apenas entramos nos mandamos como los bomberos. La casa tenía un lado para hombres y otro para mujeres. 

—Las monjas les van a decir qué hacer —nos comentó Titi. 

Cuando entramos al patio de los hombres, muchos de ellos ya estaban afuera. A esa hora de la mañana ya habían desayunado y estaban (en su mayoría) sentados al sol, charlando o en silencio. Varios tipos chiflados, muchos que se notaba que habían vivido años en la calle, algunos con discapacidades complicadísimas. En general eran hombres mayores y los más jóvenes solían tener una discapacidad psíquica. El común denominador era que eran personas solas, abandonadas, que no tenían a nadie y las monjas las habían recibido en un estado calamitoso y ahora eran seres humanos cuidados. 

A la distancia y en la otra punta, al lado de una escalera, un señor nos hizo señas para que fuéramos para allá. En vez de ingresar, saludar y prestar atención a las personas a las que íbamos a acompañar, cruzamos como un temporal: cuando el deber te tapa el corazón. Quizás hubo algo de culpa por llegar tarde, algo de incomodidad por ser el primer día o también distracción y poca conciencia de lo que estábamos haciendo ahí.

La primera tarea fue colgar sábanas. Una terraza en forma de L cruzada por varios alambres aguardaba todos los días que alguien descuelgue las sábanas, ropa y trapos del día anterior y pusiera los recién lavados. Haciendo eso conocimos a Daniel, un mexicano que estuvo ahí con su novia por una semana. 

Cuando terminamos de colgar, bajamos a darles té y galletitas a los hombres que estaban en el patio. De a poco fui viendo la camaradería que tenían entre ellos: sea lo que sea que estuviéramos haciendo (afeitarlos, darles comida o té, hacer las camas, ponerles crema, etc.) siempre nos indicaban a quién le falta, quién no podía solo, quién necesitaba más. La mayor parte de las personas podían comer solos, solo algunos necesitaban ayuda. 

A media mañana los voluntarios teníamos nuestro recreo: un poco de té chai (al que me volví adicto y ayudó a paliar mi abstinencia de mate) y galletitas. 

A las 11 hs se preparaba todo para el almuerzo. El primer día me tocó darle de comer a un hombre al que le faltaban todos los dientes. Estaba sentado en una silla, apenas podía mover su brazo izquierdo y para cualquier desplazamiento necesitaba que lo cargaran. Estaba muy flaco y parecía muy mayor; como tenía signos de una vida áspera, probablemente parecía más viejo de lo que era. Tenía unos enormes y redondos ojos negros, miraba con mucha calma y sonreía.

Darle de comer fue complicado: la comida era un arroz empastado con cosas. Como no apretaba la cuchara con la lengua al paladar, la comida no caía en su boca. Empecé a pegar ligeramente la cuchara a las encías y traerla hacía mí, lo que evidentemente le causaba dolor porque notaba que levantaba la cabeza y abría bien los ojos. Probé distintas cosas con poco éxito. Ponía poco arroz e intentaba girar la cuchara dentro de su boca, agitarla a los costados, pero sin mucho resultado. Cuando alguien me avivó, quizás Daniel, intercalé las cucharadas con un poco de agua. Tampoco fue fácil, la mitad se le caía de la boca y manchaba su suéter. Estuve como 45 minutos con ese hombre. 

En esa casa había ayudantes indios contratados por las monjas, que avanzaban con velocidad y precisión para cada una de las cosas que había que hacer. El primer día en las diferentes casas me sentí medio inútil y, a veces, un estorbo. Había una dinámica viva que avanzaba constantemente y solo parecía interrumpirse por el aprendizaje de los voluntarios. Este sentimiento se me acentuó cuando estuve en Daya Dan, la casa de los niños. Sensación molesta para los autoexigentes que nos gusta hacer las cosas “bien”. Más cuando se supone son cosas sencillas de hacer.  

Al mediodía se terminaba el voluntariado y solíamos volver juntos. Tomamos un tuk tuk a pocas cuadras de la casa en una intersección de avenidas caótica. Ese día, un par de francesas se encargaron de gestionar todos los tuk tuks necesarios y el precio: 12 rupias. Los locales solían pagar 10; 12 era el precio (no oficial) para extranjeros. (Aunque no contentos los choferes con eso, siempre intentaban cobrar más. Siempre).

—Díganles que van a Nonapukur, está a dos cuadras de Mother House. Si quieren ir a Mother House les van a cobrar mucho más caro —nos dijo una de las francesas. 

Cuando llegamos a destino descubrimos que casi todos los voluntarios se quedaban en un hostel llamado BMS (Baptist Missionary Society), que tenía un jardín muy grande, cuartos compartidos, individuales y cocina. Creo que era la mejor alternativa si se iba a hacer un voluntariado ahí. Con los amigos que me hice ahí lo usamos como lugar de encuentro y comidas (incluso cuando ninguno de los que estábamos se quedaba ahí). Me comentaron que un mes antes de que yo llegara —noviembre de 2023—, habían tenido un problemón con la cantidad de ratas; por suerte para diciembre (casi) no quedaban. (Ese era un problema bastante estándar en Calcuta, así que quien quiera ir debería hacerse la idea que va a ver muchas en la calle y alguna en hotel/hostel donde se quede. En un par de días te acostumbras y vas lo más bien).

Daniel nos comentó que varios voluntarios irían a almorzar a lo de Paloma, una mujer mexicana de 75 años que iba hacía 20 a Calcuta. Nos extendieron la invitación y volví a sentir el placer de la comida casera. Paloma se quedaba en una pensión justo al lado de Mother House, tenía un pequeño cuarto y al final un patio con una cocina pequeña donde hacía magia. En mínimos metros cuadrados cocinaba manjares para multitudes. Una anfitriona que amaba recibir, alimentar y te cortaba el brazo antes de que lavaras un plato. Picada, entrada, plato principal, postre y bebidas (con y sin alcohol). Fue la sensación más próxima a un hogar que tuve.

Por la tarde fuimos a pasear con Titi y Alejandro. Ella me sugirió reservar en su hostel, que estaba a cinco cuadras de Mother House, cosa que hice. Monovilla Inn Hostel era un lugar razonable. El agua caliente no era su fuerte, así que todos mis baños los aseguré previamente calentando un balde de agua caliente. Como en varias partes de la India, las camas tenían solamente una sábana contra el colchón y una frazada (jamás lavada y con más puestas que el sol); a los días les pedí una segunda sábana. La limpieza era correcta al ingresar, pero una vez adentro tuve que rogarles para que volvieran a limpiar (ahí me quedé 20 días, era razonable el pedido) y el flaco que mandaron, limpió con el desgano con el que un adolescente ordena su cuarto. 

Esa noche volvimos caminando con Alejandro a nuestro hostel, después de despedir a Titi que se iba al aeropuerto. El mercado que quedaba cerca del hostel estaba todavía más explotado. En el tire y afloje que implicaba cada paso, nos dimos cuenta que ahí mismo había un velorio al lado de la comida y las flores. Fue surreal. El cadáver en el piso, los (asumo) parientes y amigos alrededor y el océano de gente que caminaba con fuerza y a los empujones queriendo volver a casa. Del tipo de cosas a las que querés sacar una foto pero no te sentís cómodo haciéndolo.

El segundo día fue bastante similar. Alejandro se volvió a quedar dormido, volví a ir caminando y los españoles sí llegaron a despertarse. De hecho, su idea original era irse la noche anterior pero se habían quedado con la espina del voluntariado, así que estiraron su estadía un día más. 

Los cuatro fuimos juntos a Prem Dan. Alejandro nos alcanzó en el camino (bella magia la de poder mandar tu ubicación en tiempo real a alguien y que te sorprenda en la calle). Como ahora era el encargado de guiarlos y no había prestado atención al camino que nos había mostrado Titi, seguimos los consejos de Google Maps que fueron bastante calamitosos. Calcuta puede cambiar muy rápido en pocas cuadras y rara vez es para sorprender con belleza. Antonio y Mario cada tanto preguntaban con preocupación: 

—¿Estáis seguros de que es por aquí? 

No, no estaba seguro, pero Google parecía que sí. Me relajé cuando vimos las vías del tren.

La dinámica fue similar e hicimos otras cosas. Ese día me impactó mucho más la experiencia: miré realmente a las personas que estaban ahí; siento que antes había estado más concentrado en lo que tenía que hacer y ellos eran parte del repertorio. Quizás porque el lugar no me era del todo ajeno, sabía cómo avanzaría la jornada, tuve espacio para verlos en su lugar, encontrarme con su rutina, estado y día a día. Me chocó mucho. 

También pude ver la mística del cuidado, limpieza y orden que mantenían las monjas. Mientras hacíamos las camas nos retaron porque las hacíamos mal: no estaban lo suficientemente tirantes. Nos mostraron su técnica. Vi cómo limpiaban las aspas de ventiladores de techo que se usaban poco y juntaban polvo, mientras otros limpiaban las vigas de un tinglado grande y largo que tenían afuera, y como todos los días barrían y trapeaba el piso. Todo estaba impecable, todo estaba cuidado. Vivían en la sencillez más prolija que vi en mi vida.  

A media mañana nos mandaron a afeitar a algunos de los muchachos. Dudaba un poco de mi pericia porque hacía muchos años que no me afeitaba con una prestobarba; amén que la que nos dieron estaba totalmente gastada. Comencé con uno que me llamó entusiasmadamente con la mano apenas me vio con la brocha, la crema y la hoja. Avancé de manera suave, temeroso de cortarlo y sin notar grandes avances. Fue todo bastante al pedo. Apenas “terminé”, el tipo la agarró y se la pasó con fuerza por la cara sin agua y sin crema, con un ademán que percibí como “nene, se hace así”. 

A partir de ahí empecé a pasarles la hoja presionando bastante más; a uno, pobre, en la vorágine de mi ímpetu de barbero novato, le metí un cortecito nada desdeñable. El tipo inmutable, ni reaccionó, hizo como si nada y me agradeció al final el trabajo. Un caballero. 

Antonio y Mario, que caminaban su debut y despedida ahí, estaban algo golpeados con la experiencia. Con un poco de malicia, a la hora de almorzar mandé a Antonio a darle de comer a uno que era imposible. El karma me lo devolvió y me tocó nuevamente el señor sin dientes que no apretaba la cuchara. Mientras hacíamos esto, noté que Mario estaba sentado en la escalera agarrándose la cabeza; fue la persona más afectada que conocí en esa experiencia. 

Esa misma tarde, era la última de Antonio y Mario. Con Antonio nos fuimos a caminar al Victoria Mausoleum y Mario se fue a hacer el turno tarde en Kalighat (la casa de los enfermos terminales). Pese a que no parecía haber disfrutado el turno mañana, fantaseaba con la idea de volver a Calcuta en algún momento de los nueve meses que duraba su viaje. 

Antes que ambos se fueran a la estación de tren, nos encontramos en un café:

—¿Cómo la pasaste, Mario? —le preguntamos cuando lo vimos llegar

—Lo he pasado fatal. Prepárate, no sé cómo vas a hacer durante el próximo mes. Luego me cuentas —contestó. 

Se explayó en lo espantoso que le pareció todo y lo difícil que le fue transitar las dos horas de trabajo. Se reía de la experiencia en retrospectiva, como nos reímos de aquellas cosas que fueron una desgracia y por suerte ya quedaron atrás. No sé porqué, pero tenía convicción que mi experiencia sería diferente.

Luego de esa charla, nos despedimos. Una de las cosas que odié en Calcuta fue la cantidad de despedidas que tuve; algo que detesto desde siempre. Claro está que eran la contracara de algo lindo, de un buen encuentro y de haber conectado. Volví al hostel del horror para mi última noche ahí y empezó un nuevo capítulo de mi estadía en Calcuta. 

II

Hay un cuento viejo del Bambino Veira, de los tantos que tiene, que me venía a la cabeza cuando pensaba en escribir lo que sigue. Parece que en algún momento de los años 70´ le gustaba salir de joda con Ringo Bonavena (boxeador argentino de peso pesado de la época). En una de esas, una noche se subieron a un pequeño avión a hélice de un amigo de Ringo y salieron a Mar del Plata.

Entrados ya en el vuelo, el piloto lo miró a Ringo que fumaba un habano:

—Ringo, hay una tormenta eléctrica adelante, ¿qué hacemos?

—Metete en el medio —contestó sin dejar de fumar ni inmutarse. 

El Bambino cuenta que fue uno de sus peores viajes y estaba totalmente desquiciado del susto. 

Algo de ese “metete en el medio” sentí los días que siguieron. Comienzo desde un poco más atrás. 

Cada tanto (no pregunté la periodicidad) las monjas armaban baldes de comida que les daban a los pobres y a las monjas que estaban en otras casas de Calcuta. Algunos días de mi primera semana, nos pidieron a varios voluntarios una mano en el armado. La casa a la que íbamos se llamaba Shishu Baba y estaba a una o dos cuadras de Mother House. Durante esas mañanas preparamos cientos de baldes con lentejas, arroz, garbanzos, leche en polvo, jabón y más cosas. La comida era exactamente la misma, solo difería la cantidad de tachos que daban a cada casa de las monjas o familia. En momentos como ese se podía ver la profunda coherencia de las monjas: comían lo mismo que daban como asistencia. 

Este tipo de actividades eran bastante físicas y más para los hombres, que cargábamos bolsas de arpillera enormes repletas de lentejas, garbanzos y arroz. Como todo con las monjas, fue una invitación y no una imposición; como era mucha la ayuda que necesitaban, terminé yendo tres o cuatro días por la mañana a hacer eso. No era algo particularmente divertido, pero era lo que nos pedían y había ido a colaborar, no a entretenerme. 

Ahí pude conversar más con Diego, un portugués amante de la Argentina. Había hecho un intercambio en el ITBA y quedó fascinado; tanto que hablaba español con tonada y lunfardo porteño (desde lo estándar, onda “finde”, hasta algunas inefables como “cacona”). 

—El mejor país del mundo —me decía. 

Lo conquistamos. También conocí a Miguel, un chileno que se estaba tomando varios meses sin itinerario fijo para recorrer los países que le alcanzara la plata. Ellos fueron los que me insistieron a que me sumara a Daya Dan, el hogar de niños discapacitados. 

—Quizás en unos días —contestaba— antes quiero ir a Kalighat.

Como comenté antes, mi idea original no era ir al hogar de niños, le tenía un poco de temor al impacto. Casi sin notarlo y con la insistencia de mis nuevos amigos, empecé a hacerme la idea y meditar si no estaba dispuesto al menos a probar. 

Estando ahí me parecía un picardía refúgiame en un temor estilo “no sé cómo será” y perderme la oportunidad de testear los límites de mi zona de confort.  

Es muy curioso cómo a cada uno le impactan diferente las casas. La idea de asistir enfermos terminales, que para algunos era un espantoso, no me generaba particular estrés; no le tengo miedo a la muerte porque creo, como le escuché decir a una mexicano, “detrás de la vida, solo hay vida”. Me da más miedo y ansiedad el dolor en el presente y proyectado a futuro, el no poder hacer nada frente a situaciones terribles, el sentirme parado frente a una desgracia y no saber qué hacer. O no poder hacer nada. Niños huérfanos y discapacitados en India lo imaginaba como una aplanadora. Para algunos era exactamente al revés: los enfermos terminales eran la cara visible del miedo atávico y más compartido entre los seres humanos. 

Para seguir con mi plan, le pedí a una amiga española, llamada Salud, ir con ella una tarde a Kalighat. 

La historia del lugar era interesante: ese era el primer amor de la Madre Teresa. Las personas con quien ella comenzó su misión. Alguien que sabía de las tareas que Teresa venía haciendo, le dio un espacio que tenía vacante al lado del templo de la diosa Kali (que me sorprendió lo mal mantenido que estaba). En realidad era un pedazo del templo, una partecita para que pudiera asistir a las personas ahí. Esto generó inflamable revuelo entre los hindúes. Día a día se acercaban a increpar y exigirle que se fuera. Teresa apretaba los dientes y se quedaba. Tal fue el ruido, que terminó yendo el intendente o gobernador a ver qué ocurría. Entró, vio las personas que estaban ahí, el cuidado que les daban y cuando salió declaró: 

—Esta mujer se va a quedar aquí hasta que sus hijas y mujeres hagan el trabajo que ella hace. 

Fin del conflicto. 

La mejor síntesis que escuché se la atribuyen a uno de los hombres que murió ahí: “Viví en la calle como un perro y vine aquí a morir como un ángel”. 

Kalighat es más pequeño que Prat Dan y no hay tanta ventilación, por lo que dicen que la concentración del olor era más intensa. Personalmente vivo con la nariz tapada así que no puedo opinar. Había un lado de hombres y otro de mujeres; cada uno tenía un cuarto alargado repleto de camas y un comedor. Dicen que las tareas por la tarde eran más sencillas o más tranquilas que por la mañana; de cualquier manera, las disfruté mucho. Todo con una enorme simpleza, nada especial: distribuí remedios, alcancé platos de comida, ayudé a comer, corté uñas, lavé y sequé platos, limpié baños. 

Anécdota divertida. Apenas llegué conocí un francés de unos cincuenta y algo que iba todos los años varios meses a Calcuta (uno de los tantos enamorados de la obra). Una de las primeras cosas que me dieron para hacer fue darle una pastilla tamaño casa a uno de los enfermos que estaba acostado en su cama. La posición complicaba un poco ponerle la pastilla, el agua y que trague. Le pedí al francés que me dijera a quién se la tenía que dar y me dijo:

—Cuidado con esas pastillas. El año pasado una persona murió ahogada con una de esas. 

—Ah —miré espantado—, ¿no se la podés dar vos? 

—No, desde lo del año pasado que no doy más pastillas. Suerte con eso. 

Gracias, camarada, de mucha ayuda tus palabras. Partí la pastilla en dos o tres, lo invité al caballero a que intentara inclinarse hacia adelante y mientras le ponía las pastillas y el agua pensaba: “no te mueras, no te muertas, no te mueras”. Un par de segundos de estrés y siguió respirando lo más bien. 

(“Enamorados” llamo a las personas que regresan a Calcuta varias veces; conocí una mujer que iba hace 41 años, algunos hombres hace 20 años y así. Hay miles de historias que harían interminable este texto. Eso también generaba dos grupos de voluntarios: los que se sumaban a las dinámicas de los voluntarios nuevos que iban a Mother House por la mañana y los antiguos, que ya hacían todo por su cuenta.)

A la vuelta nos tomamos un colectivo y descubrí que nuestra parada en Mother House se llamaba Ripol Street, a la que llamé (por el tapón en mi oreja) hasta dos días antes de irme “people street”.

Terminé el día muy contento, había disfrutado mucho y sentía que ya podía probar algo más. 

La mañana siguiente volvimos a armar baldes de comida. Terminamos muy temprano porque por un error entre las monjas, había un conjunto de baldes que no haríamos y quedaron para el otro día. Miguel me encaró:

—¿Te vienes a Daya Dan conmigo?

Así fue como me encontré en el colectivo 242 camino a Maniktala, la parada donde nos tomaríamos el tuk tuk a Daya Dan (que, nuevamente, por mis deficiencias auditivas llamé “Maninkala” hasta dos días antes de irme). Desde ahí fue mi rutina de casi todos los días. 

Daya Dan tenía dos pisos, en la planta baja estaban los menores entre 12 y 18 y arriba los más chicos. Como Miguel iba arriba, lo acompañé; Diego y Marosh (un eslavo de cuarenta y pico que repitió Calcuta varias veces; otro enamorado) se quedaban abajo. 

Antes de ingresar nos sacamos los zapatos. Mientras me desataba los cordones, noté la envidiable facilidad que Miguel tenía con los niños; se le daba totalmente natural. Se sabía los nombres de varios y parecía sentirse en su casa. Lo mío fue mucho más progresivo. Entré con cierta incomodidad, como si fuese el amigo de un invitado a un cumpleaños de un extraño.

Miguel me mostró los cuartos, la distribución del hogar y el lugar donde encontraríamos los delantales que teníamos que usar (onda maestra jardinera). Después volvimos a los cuartos y nos encontramos con un niño de unos diez o doce años con una mirada muy peculiar. 

—Este es el malo, siempre está en penitencia porque le pega a los demás —comenzó Miguel—. Sabés qué curioso, si le das amor se emociona extremadamente, sonríe y a veces tiembla. Una vez lo abracé y de alegría se hizo pis encima. 

Los malos son los que más amor necesitan.

La característica común de los chicos, otra vez, era el abandono. Habían llegado de las formas más diversas: las monjas eran contactadas por funcionarios del gobierno, la policía, las propias familias y hasta algunos los habían dejado en la puerta en un moisés una mañana. Lo que más me sorprendió fue que en muchos de ellos el abandono no se había dado al nacer, sino varios años después. Nissan, un niño con algo que parecía autismo tenía entre siete u ocho años, había llegado al hogar hacía un mes y era el más revoltoso. La monja a cargo del lugar decía con paciencia: 

—Ya se va a adaptar, hay que darle tiempo.

Deb era un chico con síndrome de Down muy gracioso, divertido, amante de los abrazos y medio plaga por lo quilombero, había llegado a los seis años. 

Pensé en la cantidad de capas de experiencias, dolor y vueltas que sus vidas de forma tan temprana ya tenían. 

Otro rasgo común era algún grado de discapacidad. La paleta de complejidad era amplia. Uno tenía los pies mirando para afuera y el ano contranatural, pero fuera de eso estaba bien. Otro tenía 10 años y una hidrocefalia brutal en la cabeza, un cuerpo mínimo, no hablaba ni podía moverse y debía estar todo el día acostado. Otro, como la mayoría de ellos, estaba en silla de ruedas y tenía nueve años, pero la capacidad cognitiva de un chico de seis meses. Tardé en darme cuenta que la escena me producía algo de asfixia. 

Dos chicos sobresalían porque gritaban mucho.

—Ese es Rishi —me dijo Miguel señalando a uno— es ciego y tiene otros problemas, pero tiene que estar atado y sentado porque sino se golpea la cabeza contra el piso. En mi primera semana acá se desató y era tan fuerte el ruido que pensé que se estaban martillando. Fíjate que se pega muy seguido con las manos. 

Señalándole al otro chico que caminaba y gritaba le pregunté quién era.

—Ese es Nissan (el mismo que mencioné antes), llegó hace poco creo. Hasta que no lo agarra alguien, grita. Ojo que muerde si está enojado. 

En el hogar había unas mujeres contratadas que le decían “masis”. Eran las que ayudaban a las hermanas con todos los niños. El diálogo con ellas se basaba en señas, nos llaman diciendo brother y con algún gesto nos daban la indicación. Ese primer día, para alegría de mi psique, al ratito nos mandaron a colgar ropa, que encajaba a la perfección con mi método habitual de protección y huida de lo que me pasa: hacer algo.  

Como habíamos llegado a media mañana, no tardó en llegar el almuerzo de los niños y nos llamaron para que les diéramos de comer. La cocina era un lugar amplio, pero se me vino encima muy rápido: ubicados de forma circular estaban casi todos los chicos sentados en sus sillas de ruedas, algunos gritaban, otros se resistían a comer, mientras los adultos les daban cuchara a cuchara. 

Me enchufaron un bowl y me asignaron uno. 

—Uh, te tocó uno complicado —soltó riéndose Miguel.

De hecho lo era. Y no ayudaba mi manera amateur, dubitativa y casi pidiendo perdón por alimentar a alguien que se resistía con la que empecé. Me sentí lento, torpe y perdido. Empaticé con los padres primerizos que dicen “el nene no me come”. Después vi cómo las masis les daban de comer: algunas aplicaban rigor, eran bravas; otras conseguían una amorosa firmeza. “Es por ahí”, pensé y tardé en conseguirlo. Mientras retomaba mis intentos, Nissan gritaba y me reclamaba atención. Como no podía dársela primero me pellizcó y luego me mordió. Me sentí algo aturdido con tanta intensidad. Solo se calmó cuando alguien lo agarró, se sentó y lo abrazó; no había manos suficientes.

Después de comer los chicos tenían una siesta y nuestra jornada se terminaba. Había que llevarlos a su cama (algunas tenían fotos para identificarlas); parecían cunas grandes, con barandas de hierro altas que bajábamos para meterlos y luego volvíamos a subir. 

De ahí nos fuimos a almorzar medio como si nada y la tarde continuó con algo que no recuerdo. Me llamó un poco la atención la abstracción o disociación que tenía. Más allá que ese día también me había refugiado en el hacer, me quedé con la sensación que muchas veces, mientras estamos sumergidos en experiencias tan particulares, no tomamos consciencia, no dimensionamos el efecto que tiene en nosotros y tendemos a normalizarlas. 

El primer día me había ido de Daya Dan sin sentimientos pesados encima; me sentía bien con mi “resistencia”. Como en Prem Dan, el segundo día fue diferente. Desde que llegué los pude ver mejor a ellos, su rutina y las limitaciones que tenían. Sentí piñas por todos lados.

Entré al cuarto y ví a los dos chicos con hidrocefalia acostados y gimiendo suavemente; un niño muy flaco en una posición sumamente rígida y terriblemente incómoda (mientras que otro voluntario, caricias de por medio en la espalda, intentaba relajar); Rishi atado y sentado para evitar que se lastime. De fondo escuchaba gritos por otro lado. Me abrumaba una sensación de ahogo y necesidad de irme. Con los días nos dimos cuenta con Miguel que cada tanto sentíamos un maremoto de emociones, de angustia al ver todo esto y nuestra reacción era fugarnos a otra parte del hogar o ponernos a hacer cosas lejos, como colgar sábanas. Solía ocurrir cuando teníamos tiempo muerto.

—Cuando no hacemos nada me mata porque me pongo a pensar en todo esto —me dijo Miguel un día. 

Lo que nos mata es sentir —le contesté. 

Usualmente lo primero que hacíamos eran las camas. Todos los días se cambiaban las sábanas porque varios se hacían pis encima; muchos usan pañales de género, pero no contenía lo suficiente. El olor a meo en las sábanas era durísimo, noqueaba.  

Ese día conocí a Joaquín. Un americano de origen filipino de 73 años que parecía de 60. Su historia era muy linda: trabajó intensamente durante muchos años, no se casó ni tuvo hijos, se jubiló a los 55 años y hacía diez años que iba todos los años a Calcuta. Se quedaba unos seis u ocho meses, lo que la visa le dejara. Hubiese ido más tiempo si el gobierno se lo permitiese. El tipo era una máquina de trabajo, nunca frenaba y ya era parte de la dinámica. 

—Nunca fui más feliz —me dijo cuando lo interrogué sobre su decisión de vida. 

Muchas veces era él el que nos marcaba el pulso y el tiempo de las cosas. A veces, luego de hacer las camas nos poníamos a doblar ropa, pañales y sábanas; había muchísima, siempre llegaba más y nos costaba estar al día. Esos momentos eran divertidos, conversábamos mucho entre los que estábamos y mayormente con Miguel. 

El segundo día comencé a ver mejor la rutina, la dinámica del lugar. Mientras doblábamos ropa nos solían acompañar el chico malo y Deb. El malo se sentaba en la cama donde poníamos las cosas que íbamos a doblar y nos miraba con intensidad. Los ojos mutaban de ser suaves y limpios a medio turbios, especialmente cuando le pegaba a los otros chicos o le dabas de comer. Cada tanto se levantaba, te abrazaba y miraba para arriba sonriente. Solía tener mucha baba en la boca y las manos. Las primeras veces que se mandó a abrazarme me sentía un monstruo porque pensaba: “qué garrón, me va a quedar baba en la remera”. Después algo me acostumbré. Algo. 

Deb quería colaborar, tenía demasiada energía y no la podía gastar, entonces se ponía a doblar y ordenar. A veces todo lo hacía había que rehacerlo. Si te veía el teléfono se obsesionaba y te lo quería sacar, lo mismo con el reloj. Era un amor y mañero como el carajo cuando lo mandabas a hacer algo que no quería hacer; se escondía, corría o forcejeaba. Cuando el malo se le acercaba, indudablemente para sacarle algo, le tiraba unas patadas de película. 

Cuando se ponía muy complicado Miguel lo ponía patas para arriba en el aire. Extremadamente eficiente para que bajara cinco cambios. Alguna vez le hice cosquillas asesinas y, después, también se calmaba; quedaba catatónico de risas. 

A media mañana teníamos nuestro recreo y las masis también frenaban (Joaquín siempre nos avisaba del recreo pero él no frenaba: “Hey, guys, it’s your break, go to the kitchen”). Nos daban una pava enorme de té chai que consumíamos entera y galletitas. De a poco fuimos ganando confianza y le entrábamos a los paquetes sin vergüenza. Todo eso fue colaborando a desarrollar un nuevo kilaje. A veces con Miguel nos colgábamos conversando y alguna masi nos pegaba un grito para que volviéramos a trabajar: “brother!”. Nos levantábamos de un salto e íbamos. 

Cuando había gente y tiempo los chicos tenían actividades grupales y una de ellas era meditar. Eran 15 minutos y la mayoría estaba en otra galaxia, pero me gustó que lo hicieran y que fuese algo en grupo. A nosotros nos pedían que participáramos con ellos. 

En el almuerzo del segundo día me tocó uno que fue un lujo, comió bien, no vomitó ni se quejaba. Parecía educado por mi mamá. Miguel no tuvo suerte, fue el karma. Darle de comer al niño que le tocó era como desembarcar en Normandía. Noté que no todos comían lo mismo, a algunos les tenían que licuar la comida para que la pudieran pasar. 

El momento de la comida siempre era el más complicado, el que menos me gustaba y el que quería que pasara rápido. Con el tiempo aprendí a correrme de la línea de fuego de la boca para evitar que me escupieran en la cara o me manchara el vómito. Poco a poco fui aprendiendo un poco más de la amorosa firmeza que algunas masis tenían. 

Había un par de chicos a los que les huía por lo complicados. Uno en especial, era una anarquía: escupía literalmente todo, esquivaba la cuchara corriendo la cara de lado a lado, metía la cara en el boul si se lo ponías debajo de la boca (para evitar que toda la comida se cayese) y constantemente chillaba. Cuando me tocó la primera vez intenté todo con una esforzada paciencia y ternura, pero especialmente dominado por una sensación de principiante sin suerte. Fue una de las experiencias más frustrantes que tuve en Calcuta. 

Ante mi evidente falta de éxito, apareció una masi al rescate. Agarró la cuchara y entró a darle una tras otra, sin descanso para que no tuviera margen de esquivar. Seguía chillando y escupiendo algo, pero como quería respirar algo tenía que tragar. De todas formas, nunca me fue muy bien con ese. 

Con el correr de los días me adapté mejor a la dinámica, me fui sintiendo más cómodo con ellos, reconocía los tiempos, me adelantaba a lo que había que hacer y entraba entusiasmado. Eso no quita que algunos días tuve raptos donde me quería fugar; me acuerdo de una puntualmente, que a las 11 de la mañana quería irme corriendo. Un día fui mil veces al baño y demoraba mucho en llegar a donde tenía que ir. 

Dos corrientes fueron fluyendo dentro mío: una donde disfrutaba, me adaptaba y de la que era más consciente. Otra donde se acumulaba una angustia y un desborde que demoré muchos días en entender, ver y darle cause. De eso se trata el próximo capítulo. 

Marcos Elia (35)
Melómano, amante de los libros y las preguntas
marcoselia1@gmail.com