Por Facundo Menem.
En los pliegues más recónditos de los Andes, donde el aire era un aliento helado y los picos rasgaban el vientre violáceo del cielo, habitaba la Anka, una arpía de plumaje oscuro como la noche sin luna. Sus garras, antes de obsidiana, se habían suavizado con el tiempo hasta volverse una pátina de nácar iridiscente, pero su canto seguía siendo un lamento que helaba la sangre, una promesa de devoración para quien osara cruzar su camino. La Anka, que había sido reina del aire y terror de los rebaños, había visto marchitarse sus dominios con la llegada de extrañas luces que parpadeaban en la lejanía, como luciérnagas enfermas que anunciaban un presagio.
El hambre, esa bestia familiar, se había vuelto un compañero constante, un nudo retorcido en su vientre que la llevaba a arrastrarse por las faldas de las montañas, en lugar de surcarlas majestuosamente. Sus ojos, antes de halcón, ahora se posaban en los pequeños y furtivos movimientos de la tierra: un escarabajo que se arrastraba, un ratón que zigzagueaba entre las rocas. El festín de antaño, la carne palpitante de un cóndor joven, la ha abandonado por una sombra inquietante.
Un día, mientras el sol de los Andes caía como una yema rota sobre el horizonte, la Anka tropezó con una planta de hojas suculentas y flores de un púrpura tan intenso que parecía haber absorbido la última luz del día. No era de este mundo, pensó, o al menos no de su mundo conocido. Un impulso, más antiguo que su memoria de arpía, la llevó a probar una de sus hojas. El sabor era amargo y dulce a la vez, como un recuerdo olvidado, y al instante sintió una punzada en su interior, no de dolor, sino de una extraña familiaridad.
A medida que los días se sucedían, el cuerpo de la Anka comenzó a cambiar. Sus plumas se volvieron quebradizas, se desprendían como escamas de un pez moribundo, revelando una piel pálida y translúcida. Las garras se acortaron, se redondearon, y sus alas, que alguna vez desafiaron al viento, se encogieron hasta convertirse en meros vestigios, como pequeños abanicos inútiles pegados a su espalda. Pero lo más sorprendente fue el deseo que crecía en su interior, un anhelo incontenible de permanecer cerca de la planta púrpura. Se sentía atraída por ella, como la polilla por la llama, y se aferraba a sus tallos con una devoción inquebrantable.
No tardó en darse cuenta de que ya no devoraba, sino que absorbía. La savia de la planta, rica y tibia, fluía por sus venas, reemplazando la sangre de arpía. Su boca se había transformado en una probóscide delicada y flexible, que se hundía en el tallo de la planta, extrayendo la esencia vital. La energía de la montaña, que antes cazaba en vuelo, ahora le llegaba filtrada a través de las raíces de la planta, una simbiosis extraña y perversa.
La Anka, la arpía temida, se había convertido en un parásito, un apéndice vivo de la planta púrpura. Su mente, antes llena de estrategias de caza y planes de vuelo, ahora solo contenía el ritmo de la absorción, la lenta y constante fusión con su huésped. Había perdido su forma, su furia, su misma identidad, pero en su quietud, en su silenciosa dependencia, encontraba una especie de paz. Era un espectro de lo que fue, un eco de un grito lejano, pero ahora, unida a la planta, se había vuelto una parte integral del misterio andino, una criatura más en la extraña y efímera danza de la existencia. Y así, en el corazón de las montañas, donde el viento cantaba viejas historias, la antigua arpía flotaba, apenas visible, una sombra pálida en el abrazo de la planta púrpura, esperando, quizás, una nueva metamorfosis en la vastedad del tiempo.
Facundo Menem
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