Por Sofía M. Velasco Devoto.
¿A dónde van a parar las cartas perdidas? No pueden evaporarse en el aire, así sin más. ¿Se caerán en el traspaso de una caja a otra, de una bolsa a otra y resbalarán hasta terminar bajo algún mueble que no hace honor a su nombre y que permanece desde tiempo inmemorial como clavado al suelo en el mismo lugar? No creo que una carta internacional caiga por alguna escotilla mal cerrada de la bodega de un avión y se pierda entre las olas de un mar tempestuoso, aunque sería poético.
Pienso también en otras posibilidades menos felices. Si una carta es un poco larga, ocupa varias hojas y eso abulta. ¿A quién no se le habrá ocurrido que un sobre «mullido» lleva en su interior algo valioso y no se habrá sentido tentado de echar un vistazo para hacerse de algún tesorito? Imagino el desencanto del curioso atrevido al encontrar «nada más» que palabras y más palabras contando las aventuras de la hija que está del otro lado del océano y un par de postales de El Escorial. Ante eso, pensará, ¿qué importa que se pierda? ¿Caerán entonces en un cajón de «cartas perdidas» en el que las abandonará el hombre de correos chusma que resultó desilusionado? Con el correr del tiempo, ¿no existirá ya una habitación entera de «cartas perdidas»?
¿Cómo es posible que una carta se pierda hoy por hoy? En mi humilde experiencia, las cartas certificadas, las que uno puede ir «siguiendo» por internet, llegan a destino. Las simples (u ordinarias), no. ¿Será que esas se descuidan más y, como los niños, si uno no les tiene el ojo encima aprovechan y se escapan, esconden, escabullen? Bueno, también generalizo, porque en realidad no sucede lo mismo de un lado que para el otro, cierto es que los correos funcionan distinto en cada país, región, provincia… ¿Dónde están, cartas extraviadas?
Un último interrogante al respecto: ¿qué se pierde cuando se pierde una carta? El papel, la tinta, el precio del envío, algunas postales, unas fotos… Pero eso es lo de menos. Se pierde el contenido, el tiempo dedicado al otro, un trozo de uno que nunca llega, un cariño del que los destinatarios nunca se enterarán, los relatos, los chistes, las anécdotas, los comentarios, las noticias (tristes o alegres), tantas y tantas cosas que en realidad eran solo valiosas para quien las escribió y para quien debía recibirlas. Palabras en el aire, en un trozo de papel que debían leer dos pares de ojos y que vieron uno solo…
En fin, que es un poco una tragedia, una historia con desenlace fatal. Hay peripecia, hybris, hammartía, anagnórisis… Un paso de la dicha a la desdicha en el momento en que la carta no llega; desmesura por parte de quien la husmea o la descuida; el error fatal: cuando se coloca en el punto exacto que produce la pérdida, ese apoyarla mal que hace que se caiga, ese colocarla en la pila de las que van para otro país, ese abrirla sin permiso…, y finalmente, el reconocimiento: la carta se perdió, el final trágico se precipita, el destinatario no la recibirá jamás, la epístola murió.
Todo esto para lamentarme, simplemente, de tres cartas que nunca llegaron, tres cartas que a saber dónde se perdieron entre España y Argentina, tres cartas que imagino flotando sobre el Atlántico o en un cajón de la oficina de la Aduana o bajo un mueble entre las pelusas de años o en el fondo de una bolsa de cartero o en la calle, mecida por el viento o, ¿por qué no?, en una habitación gigante llena y llena de cartas perdidas…
Madrid, 5 de junio de 2023
Sofía M. Velasco Devoto
sofiamvelasco@gmail.com
