Puntos y puntadas

Por Sofía Velasco.

Hoy ocurrió algo que refleja por completo un costado de mi forma de ser. Si logro describirlo bien, se podrá uno hacer un cabal retrato de un aspecto de mi persona que dejo a juicio de los lectores. Yo ya he hecho dicho juicio y, una vez terminado el asunto, lo encuentro digno de risa, sobre todo porque se repite.

Antes de empezar, hay que aclarar que me gusta coser. No hago alta costura (o sí, si pensamos que confecciono ropa para mí que mido mi buen metro setenta y cinco), pero me defiendo. Los primeros puntos los aprendí de mamá: a pegar botones, a hacer dobladillos con punto atrás, un punto flojo para hilvanar… De más grande, ya en la facultad, en esos años mozos en la gran ciudad, gracias a una amiga empecé a ir a clases con una señora que me enseñó a hacer moldes, a cortar, a poner bieses y vistas, en fin, a hacerme ropa que puedo usar. Y esos conocimientos que adquirí hace once o doce años más alguna cosa más y mucha caradurez me permiten seguir con este más que hobby, pero menos que trabajo. Además, tengo una lindísima máquina, fiel, sencilla, de buena industria alemana, que uso con cuidado y cuido con esmero. Sigo todas las recomendaciones que me ha dado mi madre que aún conserva la suya de cuando era soltera (así que la señora sabe lo que dice): sacarle las pelusas, guardarla para que no se llene de polvo, poner un generito para que se clave la aguja cuando no estoy cosiendo y la voy a dejar guardada…

Como es dable suponer, con mi máquina me he hecho vestidos para casamientos, blusas, polleras, pantalones, manteles, cortinas, de todo. Sé poner cierres, hacer ojales, sufilar. Nunca intenté, pero me consta que con ella se puede bordar (yo prefiero hacerlo a mano)… En fin, que vamos, las cosas básicas las sé hacer bien. Y hasta he cambiado la aguja, cosa que considero más difícil que la costura en sí porque siempre temo tocar justo el tornillo que no correspondía y que toda la mecánica se altere haciendo que quede un cacharro inservible. Sí, soy un tanto exagerada, pero bueno… Total que, en resumen, se puede decir que, aunque no sea una costurera eximia, sí creo que esta máquina ya no tiene secretos para mí (fuera de los ya mencionados puntos de bordado).

Ah, pero hay días especiales. Días en los que uno no piensa derecho. Días de lluvia, como hoy. Y en días así, TODO tiene secretos…

Resulta que saqué la máquina porque quería sufilar y unir las piezas de un bombachudo para mi futura ahijada que nacerá en enero. Había despejado la mesa del comedor que es amplia y cómoda, apoyé allí la máquina con cuidado, saqué el pedal, enchufé todo, prendí la lamparita y cuando fui a levantar la aguja para enhebrarla… ¡Sorpresa! ¡Horror! ¡Pánico! ¡¡EL BRAZO NO SE MOVÍA!! ¡¡NO SUBÍA NI BAJABA!! ¿Conservé la calma? No. Porque hoy es uno de esos días de lluvia en los que no pienso derecho. Entonces hice lo que consideré que era lo más lógico: desarmar todo lo que mi cabeza podía concebir. Porque, además, necesitaba ver las partes, necesitaba encontrar el problema, pero no olvidemos que a la par me dominaba el respeto por el funcionamiento casi mágico de este magnífico aparato y el temor de sacar un tornillo de más, justo el tornillo que mantenía todo unido en su lugar, ese que en mi mente significaba hacer que la máquina quedara desarmada en miles de piezas que no podría volver a poner juntas jamás. Ya establecimos, sí, que soy exagerada.

En fin, que empezó la cirugía que, verán, es muy simple y superficial, pero que no impidió que yo me sintiera mecánica de autos. Con toda la delicadeza que no me caracteriza en estos casos, desatornillé la aguja y abrí el compartimiento de la bobina; saqué todas sus partes y mi conclusión, vaya uno a saber por qué, era que la aguja había pasado para abajo de un modo que no debía ser posible y que eso trababa todo el mecanismo. ¿Qué pruebas tenía de esto? Que veía la aguja ahí, pero, seamos honestos, ¡es donde debía estar! ¿Se me ocurrió eso? No, eso recién lo reconocí al final. Pues bien, estaba convencida de que la había guardado mal y de que la había estropeado. ¿Y qué se hace en esas situaciones? La gente normal, no sé. Yo recurrí a la vieja e infalible táctica de rabiar. ¿Contra qué? ¿Contra quién? Contra mí en el momento en que había guardado la máquina la vez anterior: «¿a quién se le ocurre? ¿Cuándo hice esto? ¿Cómo es posible? Pero, ¿qué es esta ridiculez?». Mientras decía todo esto (porque no, no me limité solo a pensarlo, también lo dije en voz alta), tiraba de la aguja que estaba suelta (pero trabada) para que, creía yo, una vez libre, el brazo se moviera. Pues adivinen qué. Sí, la aguja salió, pero el brazo seguía tan fijo como antes. No importaba cuántas vueltas le diera a la rueda del costado, no se levantó ni un milímetro. Conclusión precipitada número mil: «voy a tener que llevarla a algún lado, ¿a dónde, si no conozco a nadie? Me va a salir una fortuna, no voy a tener la ropita a tiempo y encima me pasa por sonsa».

Finalmente, un rayo de sensatez cayó sobre mi nublada mente y tipeé en el celular: «qué hacer si en la máquina de coser se pasa la aguja para abajo». Y nada útil salió de eso. Pero, acto seguido cambié: «porque no baja la aguja de mi maquina de coser», así, con errores y todo, tal era mi fastidio. Y don Google tenía la respuesta, una respuesta que me hizo poner bordó de vergüenza y estallar de risa. Era una respuesta que no solucionaba mi problema, pero que me hizo darme cuenta de dónde estaba mi falla. Sinceramente, no entendí del todo la explicación de no sé qué de desacoplar el bobinado, pero gracias a eso descubrí que el cosito (ni siquiera sé su nombre) en el cual se pone la bobina para cargarla y que deja el brazo fijo para que no suba ni baje la aguja mientras se llena de hilo la bobina estaba en la posición que corresponde a esa actividad y, por lo tanto, estaba cumpliendo perfectamente con su función. Moví con un dedo y sin el más mínimo esfuerzo (mi máquina, ya ven, anda muy bien) esa palanquita a la izquierda, un tac me indicó que todo estaba en posición y, para sorpresa de nadie, la aguja ya subía y bajaba.

Después de reírme porque era obvio que no podía ser nada más que una pavada por la cual me había imaginado la muerte de mi máquina de coser, me vine a escribir esta anécdota.