Por Santiago Maqueda.
Acaricio tu pelo hasta que mi mano se posa en tu nuca
y lentamente acerca tu rostro hacia el mío.
Cerca, y más cerca, tus verdes ojos que se funden y me miran.
Observo tu boca venirse a la mía
y mientras cierro mis ojos y te veo cerrar los tuyos
mi lengua humedece mis labios,
para que se encuentren con los tuyos
en un único beso
y poco a poco vayan cubriéndose de esa nueva esencia,
de esa savia joven
formada por la fusión de nuestras salivas.
El dulce líquido lubrica las nuestras bocas besadas,
y nuestros labios que pelean y luchan
y se resbalan como en el barro
y se deslizan como patinando sobre el hielo o el fuego
en un delicioso baile, en una danza divina
que anhela perpetuarse en la eternidad
y cubrirse de un bálsamo magnífico y de olor agradable.
Mis labios se enamoran de tu labio inferior.
Lo toman entre sí, lo presionan suavemente
y después un poco más fuerte, juegan un rato con él
y aprietan más fuerte, con un apenas dolor que disfruto infligir
y aprieto más fuerte, y más,
y escondo mis labios y a traición,
como una puñalada oscura en la noche trapera,
mis dientes muerden tu labio,
tu sabroso fruto prohibido.
Quieren hundirse en él, quieren probar
su néctar oculto, su miel antigua
añejada desde antaño sólo para mí,
sólo para este momento sublime, irrepetible,
semejante a un eclipse en su belleza y su misterio.
Muerdo entonces un poco más fuerte,
y un poco más, saboreando el néctar y el fruto,
hasta que tu forcejeo me avisa que ya es suficiente,
tu respiración agitada me dice que no debo probar más,
y acaricia pues mi lengua la mordedura,
sabiendo que su saliva cura esa herida hermosa,
y acaricia después la tuya lengua,
mientras me deleito con el perfume manso y sensual
que tu cuello desprende, y evoco con él viejas remembranzas
de tardes y de aromas a césped recién cortado y a limón.
Nuestros labios finalmente se separan
y se miran de lejos,
de más lejos.
Respirás por la boca sin cesar,
como cuando terminás de entrenar en las mañanas,
toda transpirada y cansada,
y puedo sentir el rapidísimo ritmo de los latidos de tu corazón
golpear tu pecho agitado como un tambor de guerra.
Abrís apenas tus ojos verdes
con una fugaz mirada de complicidad
y los volvés a cerrar,
rápido,
tus largas y negras pestañas que me los esconden de nuevo;
tomamos aire una vez más, tu mano en mi nuca acerca mi rostro al tuyo
y todo que vuelve a comenzar, de nuevo, para siempre.
Santiago Maqueda
20 años
Estudiante de Derecho
s.maqueda@sedcontra.com.ar