Crónicas veraniegas (o de un bibliófilo suelto en Punta del Este)

Por Gonzalo Pereda.

I. El Espejo del Mar

Debo confesar, para no faltar ab initio al octavo mandamiento, que no era mi intención escribir durante este verano de 2016 una pieza tan personal. Más bien tenía en mente, allá por los primeros días de enero y recién arribado a Punta del Este, escribir una breve —y no por ello menos graciosa— historia sobre un restaurante cuyo nombre suscitó en mí una gran risa y extrañeza al escucharlo por primera vez: Cactus y Pescados. (Semejante efecto causó en mí la palabra cacofonía cuando la escuché por primera vez en el Taller de Escritura de boca de Mariano; esta vez, el crédito va para mi novia, Josefina). Durante varios días medité sobre la trama de la historia, pero los dioses del ocio y del descanso me negaban el soplo de la inspiración.

Influenciado por cierto libro de historia que me encontraba leyendo, estaba convencido de que el propietario del restaurante sería un adinerado estanciero o un sujeto muy por el estilo, some well established business man. En fin, not to get carried away, Cactus y Pescados aún no goza de su merecida versión literaria culpa de las presentes líneas.

Pero a no sentirse culpable, que Dios dispuso que todas las cosas lleguen a su debido momento. Y lo que llegó en su debido momento fue la grata sorpresa que experimenté en la mañana del 9 de enero de 2016, en plena península esteña.

Decidido a concretar la reglamentaria compra de libros que todo lector que se precie realiza cuando visita un país extranjero (y que venía posponiendo desde hacía varios días), puse rumbo a eso de las once de la mañana a la Librería El Virrey, ubicada sobre la calle 30 y Gorlero. El día elegido no podría haber sido más propicio: la temperatura era media, el sol brillaba sobre turistas y locales por igual, y la gran masa de argentinos ociosos enfilaba a toda prisa hacia la playa, dejando el campo libre para mis aventuras literarias. Nótese antes de continuar con el relato que la ubicación de esta librería, desde ya privilegiada para la industria literaria, puede resultar un trastorno para los lectores que no consumimos best-sellers y que nos animamos a adentrarnos en las profundas oscuridades de las librerías, allí donde no tourist has gone before. (¿Acaso no es increíble cómo durante el verano y las fiestas navideñas las masas iliteratas acuden a los primeros aparadores de las librerías como las abejas a las flores primaverales y compran cuanto libro encuentran, sin juicio previo? Se me ocurre que la analogía de osos antojados de miel también es suficientemente ilustrativa).

Fiel a mi predicción, el local se encontraba casi vacío y pude revisar —o peritar— con total tranquilidad los diversos estantes. Allí descubrí varias joyas ya olvidadas en las librerías argentinas: Cuentos Imprescindibles, de Chekov; El Tulipán Negro, de Dumas; Cuentos Completos, de Stevenson; y Vida y Destino, de Vassily Grossman, todos de la editorial española De Bolsillo. Los mejores hallazgos, las joyas de la corona, fueron El Espejo del Mar, de Joseph Conrad, y un ejemplar minúsculo, de colección, de Una Avanzada de Progreso, también del mismo novelista.

Aunque animado por un frenesí y una adrenalina por “hacerme con todos ellos”, sabía que mis recursos monetarios eran escasos, por lo que en un acto heroico de templanza elegí solamente dos libros y me encaminé hacía la caja registradora (donde por cierto, a modo de última tentación, Dios había dispuesto una gran cantidad de esos pequeños libros de colección de los que ya hablé y entre cuyos autores figuraban Kipling y Lewis Carroll). Satisfecho con mí compra me dirigí de regreso al apartamento, pero lo encontré cerrado y vacío: me había quedado en la calle.

Sin disminuir mi entusiasmo, me encaminé hacia la cercana playa El Emir, a tan solo dos cuadras de distancia, seguro de que allí tendría mayores oportunidades de encontrar a alguien de mi familia. La búsqueda pronto se vio frustrada por la inmensa marea de argentinos que se encontraban tostando sus cuerpos porteños y disfrutando del mar. Con poco entusiasmo por jugar a una versión real de Dónde está Wally, me adentré sobre las rocas al margen de la playa y detrás de la gruta de la Virgen de la Candelaria dispuesto a sentarme en algún pedrusco alejado del bullicio de la gente y acompañado por las gaviotas y el ruido del mar. Como comenzando un ritual religioso —un ritual conradiano—, a medida que caminaba sobre las rocas podía sentir como el espíritu del mar y de las aventuras de aquellos libros de marinos iban impregnando el aire como incienso. Se me ocurrió que las rocas bañadas de sal bien podrían ser los bancos de mi templo y el cielo color azul marino la cúpula de mi catedral. Y cuando finalmente me senté y abrí el libro El Espejo del Mar, el aroma de sus páginas y de la tinta fresca se mezcló con el olor del océano en una fusión perfecta para los sentidos que transmitía de la manera más auténtica el espíritu que su autor quiso encerrar en él. Cuando comenzaba a sumergirme en sus páginas alcé la vista al horizonte y el mar era otro: las olas que bañaban mis pies ya no eran las mismas que bañaban a los turistas, sino que eran aquellas en las que habían navegado los barcos de Conrad; eran también las de los relatos de Kipling y Stevenson, las de aventuras de barcos piratas y de islas con tesoros; y el cielo era ahora un cielo propio de tierras y continentes exóticos, orientales, que conocieron aventuras colonizadoras y buques piratas tripulados por valientes y desesperados marinos como Sandokán. Y el viento ya no traía a mis oídos el ruido del bullicio turístico, sino el cántico del Capitán Flint y el resoplar de Moby Dick.
Y nada turbó más mi espíritu, ni infundió en mí un sentimiento de honda nostalgia por viajes, aventuras y vidas ya vividas, que la dedicatoria que Conrad hace de su libro: “A Mrs. Katherine Sanderson, que hizo extensivas su cálida bienvenida y su graciosa hospitalidad al amigo de su hijo, animando así los primeros y oscuros días tras mi despedida del mar”. Y por un rato me sentí transportado a aquellos tiempos lejanos de los que solo conocemos por libros. Aquellos tiempos poblados de hombres que —dice un versículo bíblico— cursan la mar en barcos (1).

II. Un hallazgo inesperado

Así como en la Península esteña hay mañanas de gratas sorpresas, también las hay de mucho calor. La mañana del 12 de enero se caracterizó por reunir ambas cualidades. Todo comenzó con nuestra tradicional visita a Maldonado. A bordo del colectivo de línea 17, pronto descubrimos —mi hermana, mi madre y quien escribe— que el paseo matutino no estaría exento de calor y rayos ultravioletas. Para colmo de males, una desinteligencia nos impidió localizar nuestra parada por lo que descendimos del ómnibus a seis cuadras de distancia de la Plaza Central. Vaya caminata.

Ya en el centro de Maldonado recorrimos una pléyade de tiendas y locales de lo más eclécticos con éxito parcial (adquirimos varios enseres de los cuales el lector no tiene incumbencia). El punto culmine, sin embargo, sí interesa y constituye el meollo de esta disertación. A mitad de mañana, cuando el contenido de nuestras billeteras se había trocado por bolsas que comenzaban a subyugar nuestros brazos otrora desocupados, ingresé solo (pues mi madre y mi hermana miraban otro local) en la Revistería Salón Florida. Su fachada no es gran cosa ni su desgastada marquesina invita a ingresar en búsqueda del último libro de Harry Potter o los Juegos del Hambre (por los cuales predico un amor excesivo en el primer caso y un aborrecimiento sin paragón, en el segundo). Pero por supuesto que para cualquier bibliófilo y aficionado a las revistas (desconozco si existe un término equivalente para este género de extraños personajes) la tienda bien podría constituir un lugar de culto y de visita obligada todos los eneros. El Salón Florida reúne en su interior una gran cantidad de revistas de todo tipo: moda, salud, política, comics, modelismo a escala, etc. En cuanto a los libros, se distingue por su selección de infantiles (por supuesto, infantiles de los de antes) y por varios aparadores giratorios con ofertas.

¡A no descuidarse del fondo! Allí se podrá encontrar, sobre el estante de la derecha, una gran cantidad de clásicos de la Editorial Libertador; y sobre la izquierda, más revistas y algunas cajas en el suelo abarrotadas de libros de todos los géneros, tamaños y grados de pulcritud. Fue allí, en ese reducto de la Creación y de la inventiva humana, donde fue a caer, merced de la Providencia y del librero (que no es más que un agente de la Providencia), un ejemplar de El Niño de la Bola, de Don Pedro de Alarcón. Cualquier veterano del Taller de Escritura habría dado un grito de júbilo al encontrar semejante ejemplar en tan ocioso período de la vida y en tan inesperado lugar.

Así como Rodrigo de Triana fue el primero en divisar las costas de América pero el crédito del descubrimiento se lo atribuimos a Cristóbal Colón, así también sucede en este caso que el crédito del descubrimiento es derramado sobre el escritor pero quien verdaderamente divisó el ejemplar en el medio del polvo y encorvada sobre el suelo… fue mi hermana.

El lector no avezado en literatura española ni veterano del Taller de Escritura —y suponiendo que todavía sigue leyendo y no perdió el interés— debe tener en cuenta que El Niño de la Bola se encuentra, hasta donde la brigada de literatos del Taller conoce, totalmente agotado, por lo que su hallazgo fue one in a million. En palabras de la ignota descubridora: era el destino encontrar este libro, en ese momento y en ese preciso lugar.

Florida

III. Colofón

Si Paris es la ciudad de las luces, Maldonado es la ciudad de los libros. El último día de vacaciones, por la tarde, visitábamos en familia el Punta Shopping (¡que frivolidad!) y me detuve ante una pequeña librería llamada “Libros y Libros”. A pesar de que tenía un aspecto demasiado comercial para mi gusto, era lo suficientemente tentadora como para matar el tiempo mientras mi familia realizaba compras de último momento. Para sorpresa mía, comencé a encontrar libros totalmente inexistentes and unheard of en nuestro país, por ejemplo, Crazy Horse and Custer, de Stephen Ambrose. Y si algo le faltaba a mis vacaciones era la frutilla del postre: sobre una pila de libros de una editorial extranjera encontré Notas de vida y letras de nada menos que Joseph Conrad. Si mi emoción fue grande, más grande lo fue cuando noté que su precio era de tan solo 195 pesos uruguayos. ¡Imagínense el momento! ¡Encontrar un libro totalmente desconocido de uno de sus autores favoritos y a menos de 100 pesos argentinos!

Fue un gran cierre para mis literatas aventuras. ¡Hasta el próximo año, Uruguay!

Enero, 2016

Gonzalo Pereda (24)
Turista
peredagonzalo@hotmail.com

 

(1) J. Conrad, Lord Jim, Universidad Veracruzana, México, 2007, pág. 16.