Por Nicolás Sánchez Frascini.
Sin pan y sin trabajo, de De la Cárcova, es el cuadro favorito de Padre; y ahora que lo pienso, creo que yo también lo prefiero, ya que intenté una aceptable versión cubista en los talleres de la clínica. Padre dice que yo hubiera tenido futuro como artista. Madre no dice nada, como si el silencio fuera capaz de ocultar que durante todo el viaje solo miró mis manos de reojo.
Cuando me ven pasar, los caballos de los Caprile se amontonan contra el alambrado que da a la avenida, como si todavía reconocieran al chico que los corría para pegarles con una varilla. El campito de los Caprile esconde, entre sus pastizales, los restos de una fábrica que nunca llegué a conocer. Recuerdo que había un pozo de brea y que Padre iba poniendo cruces alrededor cada vez que se moría alguna de nuestras mascotas.
El barrio cambió bastante desde la última vez que me trajeron, hace cuatro años, para pasar la Navidad. En el terreno donde jugábamos al fútbol ya están terminando el barrio Federal, y los galpones del corralón mutaron hacia un polideportivo lleno de bicicletas apoyadas en las paredes. Atrás de la casa, cuando no pasan autos por la circunvalación, la oscuridad sigue siendo total.
Mientras Padre abre la puerta, me interno en la oscuridad del campito de los Caprile, me pierdo por esos senderos que antes sabía de memoria. Llego –como quien se detiene ante lo impostergable de una revelación– hasta la pila de cascotes que tapan el pozo. Busco las cruces entre los cardos y el pastizal, pero solo veo los troncos donde Madre nos hacía sentar para decir las oraciones. Sobre la pila de cascotes distingo una imagen de la Virgen de Luján y no puedo evitar pensar en Madre, no puedo evitar pensar en Madre y en todas sus frustraciones.
Cuando Padre y Madre me encontraron, aquella noche, también estaba en este lugar, con los pies colgados en el pozo, sobre la brea. Padre preguntó por mis manos ensangrentadas; se las mostré orgulloso por haber clavado tantas cruces en un terreno como aquel, lleno de escombros. Madre dio media vuelta, recogió las jaulas vacías y caminó en silencio hasta la casa.
Siento una mano en mi hombro, es la mano de Madre, que disipa la última duda que tengo respecto de este pozo; su linterna va descubriendo, de a poco, los palos desparramados en la tierra. Son trece, catorce, más de veinte. Damos media vuelta, en silencio, y caminamos hacia la casa, caminamos como quienes sobreviven a una revolución traicionada. Al llegar, Madre alumbra las jaulas que están tiradas en el fondo e intenta decir algo, tal vez las preguntas que me hubiera gustado escuchar aquella noche. Le digo que no tiene sentido, que el pozo ya está tapado, y que la brea, espesa, oscura, insaciable, ya ha dejado de brotar.
Nicolás Sánchez Frascini (31)
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