Por Luz Grané.
Nunca había estado en África. Tampoco pensé que me iba a dar cuenta en el aterrizaje de que esta era mi primera vez ahí. Desde el principio del intercambio en Francia venía manejando un ritmo felizmente acelerado: disfrutando de cada paseo, clase, café, conversación y escapada durante los fines de semana. Entre tantos programas durante el día y detalles para preparar el viaje a Marruecos, no me paré a pensar que en poco tiempo iba a conocer un continente nuevo.
Fue todo lo que me imaginaba, y al mismo tiempo nada que ver. Si hay una palabra que resume la semana en Marruecos es “mezcla”. La mezcla de olores, de idiomas, de gente en la calle, de colores en el mercado, de comidas y sabores, de conversaciones. Desde las pilas de alfombras en el mercado y las personas haciendo aceite de almendra en distintas esquinas, hasta el regateo con los vendedores (que hablaban no solo árabe y francés, sino también una variedad de idiomas entre inglés, español, italiano y portugués) y las charlas con los distintos personajes que nos fuimos cruzando. Desde los sabores nuevos y la comprensión de realidades distintas, hasta la entrada a mezquitas, los rezos en altoparlante a las cinco de la mañana y el desierto.
Aterrizamos el 26 de febrero de 2023. Empezamos el viaje siendo un equipo de cuatro: dos francesas, una venezolana y una argentina. Todas sin conocimiento físico de Marruecos, cayendo en este país nuevo y distinto culturalmente a lo que estábamos acostumbradas. Nos hicimos amigas cursando en la facultad y entre charlas con una mezcla de inglés, español y francés elegimos armar este viaje. En la primera parte fuimos solas a Essaouira, una ciudad en la costa del Atlántico con una medina chica, que se puede recorrer en dos horas. Para la segunda parte volvimos a Marrakech a encontrarnos con un grupo más grande de argentinos para recorrer un camino hasta el desierto.
El primer día en Essaouira conocimos a la administradora del Riad. Nacida en Casablanca, se mudó a Essaouira para poder manejar este hotel, que queda justo en el centro de la medina. Los dueños originales del Riad viven en Francia y le delegan a ella la administración. Hablando con Lucie, una de las cuatro, me contó que los franceses suelen viajar bastante a Marruecos por la cercanía, la semejanza de idioma y los precios. Era una señora de setenta y pico, dulce y amable. Solo podíamos comunicarnos en francés, por lo que hice un esfuerzo para entender un poco más este idioma que todavía era bastante nuevo. Nos adoptó por las dos noches que paramos en su hotel de pocos cuartos. En los próximos días, ella preparó el desayuno en la terraza, desde la que veíamos toda la medina y la playa. Nos recomendó un lugar para comer cerca del hotel. Quedaba cerca de la avenida principal y para llegar tuvimos que caminar por los pasillos de la ciudad, pasando por los frentes de las casas con ventanas azules.
Tanto Essaouira como Marrakech tienen un mercado. El de Marrakech es desproporcionadamente más grande que el de la ciudad costera, e incluso más caótico. No hay un mapa para este mercado gigante, solo muchas calles que se mezclan entre sí. En cada pasillo los vendedores ofrecen una variedad de cosas, pero a simple vista lo único que ves son colores. Carteras, alfombras, lámparas, pulseras, sandalias, especias, aceitunas, pantalones, libros, esculturas, camisas, sombreros, anteojos, anillos, vestidos. Y la característica común: el regateo. Parte de ir a Marruecos es negociar con los vendedores por cualquier cosa. No solo es común, si no que también lo esperan.
Sin embargo, hay en Marruecos, como en cualquier lugar del mundo, una dicotomía muy marcada. Está, por un lado, Marrakech; con toda su energía, el ruido, los olores y la gente. Pero, a varias horas de la capital se encuentra la quietud. Después de dos días de viaje, y casi en el límite con Argelia, llegamos a toda esta zona que en mapa se ve amarilla: el desierto. Antes de llegar hicimos varias paradas. En un lapso de dos días pasamos de la ciudad, a la montaña; de esta, a la nieve; y, finalmente, a este punto árido. Ya en esta parte del viaje nos habíamos juntado con los treinta argentinos con los que viajamos.
Llegamos al desierto alrededor de las seis de la tarde. Los bereberes, que son parte de las comunidades indígenas de África, nos esperaban para guiarnos por la arena. En mi grupo estábamos las cuatro originales, subidas cada una a un camello y charlando en francés con estas personas sobre su vida en los pueblos cercanos al desierto. Mientras avanzábamos se hacía de noche, y a donde miraras tenías la inmensidad del paisaje. Pudimos ver las estrellas claras, y cómo salió el sol al día siguiente sobre las dunas.
Hoy escribo una sola crónica sobre Marruecos. Pero si me siento a pensar un rato largo me acuerdo de más cosas para escribir. Hoy es una sola crónica, pero mañana podrían ser dos, o tres. O quizá surja una crónica de otro lugar distinto. O dos, o tres. Con esto quiero decir que en este país hay tanto para conocer y experimentar que estos párrafos no me alcanzan.
Luz Grané
