El año 2024 en novelas

Por Santiago Legarre.

Empecé el año con el Proust, volumen 4 de En busca del tiempo perdido, titulado Sodoma y Gomorra. Este fue, hasta ahora, mi tomo favorito. Los asuntos son de lo más escabrosos, como surge del título. Pero Marcel los trata con la delicadeza de siempre. 

En Estados Unidos, me embarqué en la tercera parte de la trilogía de Alejandro Dumas, conocida como la “trilogía D’Artagnan”: El vizconde de Bragelonne. Es, otra vez, un conjunto de aventuras deliciosas e inverosímiles, que nos muestran a los tres mosqueteros con su joven amigo, treinta años después de la novela original. Fue un gran descanso leer este libro a pesar de su gruesa extensión. 

El gran libro del año —Masters 2000— fue Buddenbrooks, la primera obra de Thomas Mann, escrita a sus diecinueve años. Podría derramar hojas sobre las bondades infinitas de un volumen larguísimo que se lee con la facilidad con la que se come dulce de leche. Trata acerca de todo y de nada. Casi no tiene trama. Proust revisited. La amo. 

En Oxford —más precisamente en la cafetería de la librería Blackwell’s, una vez más—, degusté la segunda mitad de Anne of Ingleside, el sexto episodio de la saga de Anne of Green Gables (más conocida para algunos como Anne with an E). Me quedan solo dos, pero ya empiezo a extrañar a la dulce pelirroja. 

Leí, además, otro Thomas Hardy: The Return of the Native. Todos los libros de este autor son parecidos. Esta es la marca de un verdadero autor. Además, en el caso de Hardy, todos sus libros son adictivos. Este es tal vez el más adictivo de todos, por contar con tres personajes femeninos muy absorbentes. Con esta novela ya he leído media docena del genial escritor del sur inglés.

En Kenia, me hice cargo de otro corto libro de Ernest Hemingway: Green Hills of Africa. Relata sus cacerías en África nororiental, con pelos y señales muy descriptivos y sangrientos de todas las andanzas matadoras por la sabana con sus amigos. No apto para tiernos ni vegetarianos. También leí en Kenia, además, un nuevo Wilkie Collins, The Law and the Lady; fascinante, como todos los anteriores.

En mi viaje de noviembre a Estados Unidos, compré la anteúltima novela de Cormac McCarthy, The Passenger, publicada apenas antes de su muerte, al igual que su secuela, Stella Maris (que leí antes). Mientras avanzaba, murió el autor. Lo extrañaré. La pareja final creativa con la que concluyó su producción literaria (este par de libros) constituye, a mi juicio, su pico de calidad. ¡Qué mejor manera de concluir una carrera! (Unos meses antes había leído su novella Child of God, que me regaló Sydney. Más difícil.)

Mi amiga Margaret, que me ha recomendado muchos de los autores contemporáneos que he leído (pocos) y me han gustado (pocos), añadió una recomendación exitosa: “Lee algún libro de Wallace Stegner”. Fui a The Strand, mi librería favorita de New York, cerca de Union Square y busqué lo que hubiera de Stegner. Solo encontré The Spectator Bird, una de sus últimas novelas. Me encantó. Ya me compré un par más para leer en el futuro.

Para terminar el año, un Galdós: Doña Perfecta, quizás la novela más ácida que haya leído de don Benito. Es una crítica despiadada de lo que podríamos llamar la falsa religión o la religiosidad falsa. De a ratos parece imposible entender la crítica (y el problema que la origina) fuera del contexto español. En cualquier caso, trabajar a Galdós siempre me resulta un aprendizaje estilístico (y de a ratos también moral).