Rusia


Por Agustín Eugenio Acuña.

Tengo un primo que está consciente de su edad y de cómo cambió el mundo durante todo este tiempo, que ejemplifica su situación con una elocuencia y honestidad brutal: “Escucháme, a mí me ponen un planisferio y quedo en pelotas. No tengo idea, no reconozco países ni nada. En mi época, pasaba al frente y mientras decía ‘Acá está la Unión Soviética’ podía señalar un manchón en gran parte verde, gigante, que ocupaba gran parte del mapa. Hoy eso ya no existe y hay quichicientos países además de Rusia, que no tengo idea de cuáles son”.

Sí, por supuesto, en el medio pasaron muchas cosas, como la caída del muro de Berlín, el reemplazo de la vieja Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas por la malograda Comunidad de Estados Independientes, perestroika y glasnost mediante y la Guerra de las Galaxias iniciada por la administración Reagan. O algo así aprendí yo en el colegio. 

Siempre tuve una cierta fascinación por Rusia. O siempre me atrajo Rusia. No sé por qué. Tal vez porque nací cuando se terminaba esa guerra que de fría no tuvo nada entre las dos superpotencias de la época o porque estudié mucho esa parte de la historia. Honestamente, no lo sé. Y no, mi fascinación no venía porque cantara loas al comunismo, Stalin o Lenin. Lejos estaba y estoy, de hacerlo. ¿Entonces? No sé, la historia rusa siempre me llamó la atención. Mi cerebro retuvo cosas inútiles como por ejemplo que zar deriva de cesar, que significa rey (ponéle, simplificando). Quizás inconscientemente relacionaba el Imperio Romano con la Rusia zarista y de ahí era obvio llegar a la URSS. ¿O no?

Hago memoria y el mundo ruso siempre estuvo presente en mi vida, de una u otra forma. En mi norteña provincia, sin ir más lejos (no me pregunten por qué), cuando se le dice a alguien “no seas ruso” se le quiere decir que no sea amarrete. Desde chico crecí escuchando esa expresión, que la saqué por el contexto, pero me costó años entender que, más allá del tufillo discriminatorio y cargado de estereotipos que traía, se relacionaba con las adversas condiciones de vida que tuvo el pueblo ruso a lo largo de su historia. Sobre todo, en aquellas regiones que, lejos de ser llanuras verdes, son hielo, nieve y bajas temperaturas. 

Mi mamá, por ejemplo, desde chico, inadvertidamente sembró en mí la curiosidad sobre lo ruso cuando me dijo que unos primos que tenía fueron bautizados todos con nombres de los zares, zarinas y la nobleza rusa. Así, mis primos Alejandro, Nicolás, Pedro y Tatiana fueron vinculados inmediatamente a mi estrecho conocimiento con el mundo de la gran Rusia. Con el tiempo sabría que Alejandro I fue el vencedor de Napoleón Bonaparte, que Nicolás II fue el último de los zares, que Pedro I alias “el grande” fue grande en serio y que Tatiana fue una de las hijas de Nicolás II; pero no la más famosa, pues Anastasia se llevó ese premio, con la película homónima de Disney (1997).

Siempre me maravilló el cambio copernicano que fue pasar de la Rusia zarista a la Rusia comunista. La revolución de octubre, que en realidad fue en noviembre, pues la vieja nación usaba un calendario distinto al resto del mundo, me atraía cada vez más. Debo confesar que todavía no leí Diez días que estremecieron al mundo (1919) de John Reed que cuenta todos los acontecimientos de semejante cataclismo político.

Debo advertir, por supuesto, que mis aproximaciones a la cultura e historia rusas muchas veces fueron decepcionantes. Sin ir más lejos, a pesar de ser abogado (¿experto en culpas?) no tengo un buen recuerdo de Crimen y castigo (1866) de Fiódor Dostoyevski. O sea, me gustó, pero no oprimió al estilo de 1984 (1948) de George Orwell. Puede parecer forzada la comparación, es verdad, pero sí, me pareció deprimente y opresor. Eso sí, el que no pude dejar de leer hoja tras hoja fue El jugador (1866). ¿Tal vez porque mi esperanza de que el protagonista encontrase redención de su adicción era una y otra vez aplastada por el desarrollo del relato? No lo sé. 

Otra veta por la que me atrajo Rusia fue el ajedrez. Aprendí a jugarlo siguiendo las instrucciones de la caja en la que me lo regalaron para un cumpleaños, cuando era chico. En algún momento de la vida me enteré que los rusos eran los capos en el juego. Sin embargo, lo hice a través de una película norteamericana (obvio) en donde se ensalzaba al que por entonces era al niño mimado de Estados Unidos, antes que cayera en desgracia: Bobby Fischer, a través de la historia de Joshua Waitzkin, un niño prodigio en el juego. Así, Searching for Bobby Fischer (1993) me abrió una nueva puerta hacia Rusia.

Si quieren ver la batalla sin cuartel que Bobby Fischer encarnó contra Boris Spassky, el campeón soviético, es recomendable la película donde Tobey Maguire da vida a quien dijo que “El ajedrez es la vida”, que ya tiene más de diez años, Pawn Sacrifice (2014).

Con el tiempo, los norteamericanos solo podrían vencer a los rusos con la ayuda de la tecnología. Así fue como el gran campeón Garry Kasparov, cayó rendido ante Deep Blue, la computadora creada por IBM. Todavía recuerdo haber leído en su momento la noticia en el diario. Fue shockeante. Es más, Kasparov con el tiempo lo dejaría de lado como actividad y abrazaría la política, con un libro que todavía tengo en mi biblioteca: Cómo la vida imita al ajedrez (2007).

El alma rusa es nostálgica y romántica, según se cuenta. Algo de eso me llevó a ver Doctor Zhivago (1965), otra producción occidental que mezcla la historia rusa con una historia de amor. Gran decepción me llevé. Más allá de ver el desarrollo de los cambios históricos entre la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa de 1917 con toda la transformación, como historia de amor no me gustó para nada.

Advierto al lector que no soy un enamorado de la Rusia. Stalin fue un dictador que masacró a millones de personas y la URSS fue un régimen que definitivamente, no quisiera que se erigiese de nuevo en ninguna parte de la geografía mundial. Y el zarismo fue una autocracia espantosa, con zares como Iván el Terrible, que tenía bien ganado su apodo. Sí, esto parece muy retro, quizás anacrónico, pero había que decirlo.

Si hay algo que tienen los rusos es que son unos maestros en el arte del engaño. Lo son, al punto tal de que Winston Churchill, definió a Rusia con una frase inolvidable: “Es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”.

Muchos de esos enigmas o misterios han dado un campo fértil en elucubraciones. Sin ir más lejos, la edulcorada versión de Disney sobre Anastasia Romanov, se basó en las historias que contaban que esta había sobrevivido a la masacre de Ekaterimburgo (sí, acabo de escribir ese lugar donde mataron a toda la familia imperial rusa de corrido, sin leer y sin copiar, ni yo lo creo, debería ocupar mi cerebro en datos más útiles). Muchas mujeres a lo largo de los años decían ser Anastasia. Algunas estaban locas, otras querían fama y todas, dinero.

¿Cómo no habría misterios si tenemos un personaje como el monje Rasputín en ese período histórico? Hasta hoy se habla de “monje negro” para denominar a quienes, desde atrás, manejan los hilos del poder. El asesinato a manos de la nobleza rusa, harta de su perniciosa influencia sobre la zarina y el zar, es digno de ser leído: el hombre se rehusaba a morir y no bastó el veneno ni los disparos, pues parece ser que solo el ahogamiento en la fría agua del río pudo con él. 

La historia de la posible supervivencia de algún sobreviviente del zar Nicolás II encontró en la novela La profecía Romanov (2004) de Steve Berry, su máxima expresión, pues el autor imagina y explica la posibilidad real de que alguien hubiese escapado a la masacre bolchevique. Sin embargo, la novela quedó desfasada de la realidad, pues tiempo después, análisis de ADN hechos con el Duque de Edimburgo probarían que no hubo sobrevivientes. La serie The Crown de Netflix, cuenta detalladamente este suceso en uno de sus episodios.

¿No sería genial pensar que el zar que venció a Napoleón no murió, sino que abdicó en secreto para vivir su vida como un ermitaño? Ese es otro misterio que se cierne sobre la historia rusa, pues se le atribuye a Alejandro I esa decisión. También se pierde en la bruma entre la historia y la fantasía.

No vi tanta producción de contenidos (antes se llamaba cine o series, hoy todo es contenido y nosotros somos envases llenados una y otra vez) genuinamente rusos, pero comparto también lo poco que me llegó pasado por el prisma hollywoodense.

  1. Mejores que nosotros (2019)

Esta es la única serie de origen puramente ruso, aunque irónicamente llegó a mi conocimiento gracias al gigante de Netflix. Globalización y capitalismo puros, gracias. Es una serie de ciencia ficción rusa en la que los protagonistas son los robots. Más particularmente, Arisa, una robot diseñada para ser esposa de un hombre y madre de sus hijos adoptivos. El pequeño detalle es que no fue programada con las tres leyes de la robótica, creadas por el viejo Isaac Asimov (1) y por accidente, termina al servicio de Georgy N. Safronov, un médico forense que no se encuentra en el mejor momento de su vida. Por supuesto, todo el lío viene mezclado con conspiraciones, afán de dinero, muertes y obvio, complicaciones familiares. Me gustó mucho pero, lamentablemente, solo tiene una temporada.

  1. Anna Karenina (2012)

No, no leí el libro de León Tolstói. Me fui a esta película británica con una dupla bien conocida: Keira Knightley y Jude Law (aunque este no sea el protagonista, propiamente dicho). La película es un viaje a la Rusia zarista de 1874 y aunque para algunos sea una historia de amor imposible que termina en tragedia, yo la vi como una descripción dura sobre la sociedad de la época. Eso sí, los temas son los mismos de siempre: el amor, las relaciones, las conveniencias, la hipocresía, el “qué dirán” y la caída en desgracia. Parece un poco trillado y si no le gusta verla por eso, por lo menos maravíllese con la reconstrucción de época. 

  1. Miracle (2004) y Of Miracles and Men (2015)

¿Qué sabe sobre hockey sobre hielo? Seguro que casi tanto como yo, o sea casi nada. Un montón de muchachos grandotes pegándose violentamente por un disco que va tan rápido que no puede ni seguírselo con la mirada. Sin embargo, le juro que, si le dedica tiempo a esta dupla de película y de documental, se le abrirá un mundo nuevo.

Una de las más grandes epopeyas en el mundo deportivo fue la que se conoce como Miracle on Ice que ocurrió en 1980 en los Juegos Olímpicos de invierno en Lake Placid (sí, hay juegos olímpicos de invierno, pero como somos un país cálido, no le damos pelota). De un lado, la poderosa URSS, que venía ganando todo ininterrumpidamente con un nivel aplastante y superlativo. Imagine, las olimpíadas de 1964, 1968, 1972 y 1976 las habían ganado “los rojos”.  Del otro, el orgulloso, pero sabedor de su notoria inferioridad, el local, los Estados Unidos de América cuya última presea dorada había sido lograda hace veinte años, en 1960.

Ambos equipos habían jugado poco antes de los juegos olímpicos ese mismo año y los soviéticos habían arrasado a los norteamericanos. Por eso fue un milagro lo que pasó en esa semifinal que ganaron los defensores del American way of life.

Si bien hay un documental contemporáneo al suceso histórico, titulado Miracle on Ice (1981), no lo vi. Esta historia, digna de un cuento de hadas o del estilo David vs. Goliat, me llegó vía la película de Disney, Miracle (2004) con Kurt Russell como el director técnico norteamericano que lidera el equipo hacia el milagro, Herb Brooks. Simplemente maravillosa. Además de estar basada en hechos reales, tiene todos los condimentos para emocionarse, a pesar de que no se sepa un pomo sobre el deporte. Y tiene lecciones de liderazgo a montones con escenas que no voy a describir para no llenarlo de spoilers.

Muchos años después, me topé con el documental Of Miracles and Men (2015) en la plataforma Star+. Obvio, lo vi sin dudarlo y me sorprendió porque era la misma historia solo que esta vez estaba contada por los protagonistas y con la perspectiva soviética/rusa. De no creer. Es un viaje que nos sumerge en la historia del hockey sobre hielo en el país que hace del enigma una forma de ser. Así como nosotros tenemos nuestro pueblo dividido entre menottistas y bilardistas, los soviéticos tuvieron dos escuelas diametralmente opuestas: una liderada por Anatoli Tarasov y la otra por Viktor Tikhonov. Es apasionante cómo se cuenta la evolución del juego ruso.

¿Pero cuándo Star+ se volvió rojo? Es una pregunta que podría válidamente hacerse, pero no, no lo hizo. Recordemos que este documental al fin y al cabo es producido por Disney. Por eso, luego del milagro, se dedica a contarnos cómo Viacheslav Alexandrovich «Slava» Fetisov lucha por emigrar de una decadente URSS para jugar en la National Hockey League (NHL) de Estados Unidos de América. Sí, un relato hollywoodense de primera hora. Dele la posibilidad y véalo.

  1. Los últimos zares (2019)

Siempre me apasionó cómo Rusia se cayó dos veces como un castillo de naipes, en lo que hace al régimen. La primera en la Revolución Bolchevique de 1917 y la segunda con la caída del muro de Berlín en 1989 que sería el puntapié para la desintegración de la URSS (sí, simplifiquemos). Esta serie de Netflix hace foco en los eventos de principios del siglo XX y, si se dedica a la política o tiene posiciones de liderazgo, da numerosas lecciones que deberíamos aprovechar (al fin y al cabo, la historia nos las da todo el tiempo, pero no le hacemos caso). ¿Cómo llegó Rasputín al círculo íntimo zarista? ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Por qué era “sangriento Nicky” el zar Nicolás II? ¿Cómo influyeron las guerras perdidas por la Rusia zarista? ¿Cuánto de crédito debe dársele a Lenin en el proceso? ¿Quién tomó la decisión de masacrar en Ekaterimburgo a la familia zarista? ¿Cuán cerca estuvieron los contrarrevolucionarios de cambiar el rumbo de los acontecimientos? ¿Qué papel tuvo el rey británico con su inacción? Esas y un montón de preguntas similares pueden responderse con esta hermosa serie documental.

  1. Enemy at the gates (2001)

¿Cómo pueden ser los rusos los héroes en una película norteamericana? Aunque no lo crean, pueden serlo porque los villanos son los nazis. En efecto, en esta película la industria hollywoodense pone a nuestro alcance la batalla entre dos hombres que representan lo mejor de cada bando de la guerra. El duelo entre el soviético Vasili Záitsev (Jude Law) y el alemán Erwin König (Ed Harris) es como un choque de planetas absolutamente opuestos. En el medio el honor, el amor, la obediencia ciega, la fabricación de héroes y de fondo, por si fuera poco, la histórica Batalla de Stalingrado. No llega a ser como el duelo entre Aquiles y Héctor, pero sin duda alguna, es un viaje en el tiempo que conviene hacer. Cada vez que la engancho, me quedo viéndola, me pasa lo mismo que con Men of Honor (2000) o The Devil Wears Prada (2006): me quedo atornillado a la silla por más que las haya visto un millón de veces. Nunca me decepcionan.


(1) ¿No sabe de lo que hablo? Acá le dejo el link:  https://es.wikipedia.org/wiki/Tres_leyes_de_la_rob%C3%B3tica