¿Campo o ciudad?

Por Juan Francisco Ruggieri.

Recientemente tuve la oportunidad de leer la novela La aldea perdida, de Armando Palacio Valdés. Es por medio de esta obra que el autor describe su percepción sobre la vida en el campo, que si bien admite tintes de conflictos, ignorancia e imperfección, quedan cubiertos por la sensación de comunidad, sencillez y belleza que le son transmitidos al lector a lo largo de sus veintidós capítulos.

Asimismo, la visión de la vida rural acercada por el autor nos evidencia un claro contraste con el proceso de urbanización que amenaza contra el orden y la armonía preestablecida. La llegada de la actividad minera a la aldea representa el inevitable avance de la globalización de las ciudades. Haciendo peligrar la cultura y costumbres arraigadas durante generaciones por los campesinos. 

La obra podría simplemente ser interpretada como una crítica a la evolución que sufrieron los espacios rurales europeos frente a la marcada tendencia a ser urbanizados, a finales del S. XIX. Sin embargo, mi análisis no se limitará meramente a aquella transición histórica, sino que buscará adentrarse en las virtudes y vicios que se personifican en ambas realidades opuestas… no tan opuestas.

A lo largo de la lectura, fui reflexionando sobre la distinción entre la vida en el campo y en la ciudad, que, aunque el autor las enfrenta, yo considero que ambas son imprescindibles. Hoy en día es imposible pensar en un mundo que no cuente con suficiente campo o suficiente ciudad. Por más distintas que estas realidades puedan parecer se complementan entre sí para subsistir, generando así un equilibrio.

La afirmación anterior se manifiesta en la demanda periódica que realiza la ciudad al campo, solicitando una serie de insumos para poder abastecerse de bienes que luego son preparados para su venta como productos, generalmente consumibles, y resultan en la satisfacción de las necesidades de los ciudadanos. De esta forma, al ser los recursos escasos y las necesidades infinitas, no parecería haber una culminación próxima a estos encargos.

Paralelamente, el campo también resulta beneficiado al ser proveedor de la ciudad, puesto que la contraprestación dineraria que recibe hace posible su capacidad productiva y la torna cada vez más efectiva.

Esta relación simbiótica entre ambos sectores consolida un ciclo virtuoso que logra potenciarlos y consolidar un orden que con el tiempo provoca cierta sensación de dependencia entre uno y otro.

Un argumento válido para refutar mi razonamiento anterior con facilidad podría limitarse a la pregunta: ¿por qué el rol de la ciudad se impone de forma tan contundente sobre el campo, si este último es preexistente al surgimiento de las ciudades? Sin embargo, considero que esta pregunta es tan convincente como incoherente. Si bien es innegable que la vida rural es anterior a la urbana, podría contraargumentarse que las ciudades nacen por consecuencia directa del fracaso del campo. Tomando esta cosmovisión como referencia, es posible ver reflejados en la historia, distintos momentos en los que la humanidad, de forma activa emigra a las grandes ciudades, en busca de mejores condiciones de vida. Un ejemplo claro que lo evidencia es la caída del feudalismo en Europa occidental, poniendo fin a la Edad Media. El fracaso de la simpleza y dogmatismo absorbió a la humanidad en la inserción al mundo moderno, aspirando al progreso y a la razón.

A pesar de lo expuesto, muchas veces la vida en la ciudad es idealizada; pero de hecho, está muy lejos de ser perfecta. El día a día resulta hostil, lo improbable se vuelve parte de lo cotidiano y el individualismo tiende a globalizarse. Pero, si algo es cierto, es que las oportunidades son infinitas. Todos los días, al salir a la calle, estamos rodeados de un sinfín de aventuras abiertas a ser exploradas. Muchas veces emprenderlas dependerá de la voluntad de cada uno otras veces no tanto. El libre albedrío que sobreabunda en las ciudades puede ser tan constructivo como dañino para sus habitantes. No tener la certeza de que al salir de tu hogar volverás a él con una vida remotamente igual o absurdamente diferente, emociona y asusta en casi igual medida. Estas antítesis describen a la perfección la pasión que experimentan los amantes de la ciudad a diario. 

Por su parte, el campo refleja la tendencia hacia la monotonía y a la permanencia en la zona de confort. La decisión de elegir vivir sin cambios bruscos es igual de válida y respetable, pero en lo personal refleja quién soy. 

El dualismo del hombre de campo con su par de ciudad, es también un llamado de atención frente a la postura que tiende progresivamente a industrializar el campo (en la novela reflejada por la actividad minera) puesto que, además del vínculo de dependencia económica que existe entre ambos sectores, muchas personas eligen establecerse en uno u otro para definir el rumbo de sus vidas.

Otro aspecto relevante a considerar en la novela es la resistencia al cambio que evidencian los campesinos, manifestada en sus prejuicios, llenos de temor y odio hacia los mineros. A lo largo de la novela, los protagonistas se enfrentan contra la Sociedad Unión Carbonera, dispuestos incluso a dejar su vida en el campo de batalla, en pos de defender sus ideales rústicos y tradicionales. Esta determinación refleja un gran sentido de amor y pertenencia hacia sus raíces.

Contextualizados por lo recién expuesto, podría afirmarse que el sentido de pertenencia que tienen los habitantes del campo sobre su entorno rural es más intenso que el que sienten los ciudadanos por su ciudad. Pero… ¿por qué? Puede que se deba a la carencia de cambios así de drásticos en el campo, lo que provoca que los campesinos busquen la continuidad y se resistan a salir de su zona de confort, hasta el punto de sacrificar sus vidas por la causa. 

Tal como argumentaba el personaje de Don Félix en alguna discusión con su sobrino, la industrialización del campo provocaría la pérdida de aquello que tanto les costó conseguir: estabilidad. Según él, la minería provocaría condiciones indignas de trabajo, problemas de salud, la ausencia del hombre en su núcleo familiar y una mayor carga de trabajo doméstico para las mujeres. ¿A cambio de qué?; ¿una mejor remuneración? No lo consideraba suficiente. A pesar de ello, la batalla final entre los trabajadores de la mina y los campesinos demuestra la inevitable victoria de las ciudades sobre el campo. Y, si bien el cierre de la novela es trágico y deja un sabor agridulce, transmite al lector la importancia del campo y el valor de defender sus principios.

Es por todo lo expuesto, que aunque el campo y la ciudad se presentan como opuestos, considero que su dependencia es innegable, ya que crean un equilibrio perfecto entre la costumbre y el progreso.