Por Agustín Eugenio Acuña.
Grecia, para el desprevenido de hoy, es un país pobre de Europa (definición hecha por un griego que conocí en Perú), que hace unos años tuvo una crisis de deuda. En eso se asemeja a nuestra querida Argentina, que tiene recurrentes crisis de este tipo.
Pienso que para los amantes del fútbol, es el país al cual Diego Maradona le hizo el último de sus goles en el Mundial de Estados Unidos 1994 o, en todo caso, es aquel cuadro que le aguó la fiesta a Portugal en la Eurocopa de 2004, donde le ganó al anfitrión tanto en la inauguración como en la final. “Nikopolidis y diez más, al estilo rústico italiano de catenaccio”, como creo que lo definió un hermano mío. Un juego espantoso, pero efectivo.
Sin embargo, los que en algún momento pasamos por las aulas y nos enseñaron algo de esa “hermosa inutilidad” que es la filosofía, como dijo alguna vez una profesora, sabemos que Grecia es mucho más que eso. Y ni hablar si prestamos algo de atención a nuestras clases de historia: la civilización griega es, junto con el Imperio Romano, el molde en el que se forjó Occidente hasta el día de hoy. O al menos eso me hicieron creer en mis clases.
Mi papá, que siempre me aguijoneaba con preguntas insólitas, alguna vez me dijo que no podía comprender cómo Grecia tuvo tantos filósofos en ese país escarpado, lleno de pastores, y nosotros, que teníamos un montón en los cerros tucumanos, no sacábamos ni uno. Por supuesto, no supe qué responderle.
Alguna vez, en primer año de la facultad, un gran profesor que tuve, que siempre hizo hincapié en el contexto histórico de lo que estudiábamos, nos reventó los esquemas con una pregunta tan sencilla y curiosa como esta: ¿Qué come un griego? Y ese fue el puntapié para llevarnos a un viaje maravilloso hacia el siglo v a. C., el siglo de oro del gran Pericles.
Por supuesto, a lo largo del tiempo comprendí que Grecia no era una cosa compacta (y no sé si existe algo así en algún lado), sino que tenía, al menos, dos grandes modelos de vida antagónicos que terminarían chocando inexorablemente: Atenas y Esparta. Eso sí, ambos disfrutaban de las mieles de la esclavitud a su favor. No me da vergüenza admitir que cuando leía el riguroso sistema de vida espartano, mis preferencias por la culta Atenas crecían. ¡Y pensar que es la misma que condenaría a Sócrates a beber la cicuta! Igualmente, Esparta, con su cruda educación desde la niñez, con su organización militar extrema, con su esclavitud extendida y su eugenesia funcional al sistema, definitivamente no era mi favorita, a pesar de que disfruté ese dúo de películas magníficas que son 300 (2007) y 300: Rise of an Empire (2014).
Cuando me tocó estudiar la Guerra del Peloponeso, ese gran choque entre ambas ciudades antagónicas, cada una liderando un bando, me llevé un gran alivio al saber que el cerebro (Atenas) había ganado al músculo (Esparta), en una enorme simplificación de estudiante. Sin embargo, me reí solo cuando leí que de nada le sirvió esa victoria, pues luego vino Tebas y subyugó a ambos enemigos (o así me lo contaron).
Con el tiempo me fui dando cuenta de la maravillosa profundidad y trascendencia que tuvo la civilización griega con su mitología, alegorías y demás al penetrar en los más diversos ámbitos de la cultura que nos rodea. No siempre estaba consciente de ello, sino que muchas veces me daba cuenta solo al mirar atrás y conectar los puntos, como decía Steve Jobs (1). Así, mi interés por la mitología griega se sembró cuando era niño por mi fanatismo por Los Caballeros del Zodíaco, animé japonés que en ese entonces explotó de popularidad en Argentina (luego vino Dragon Ball). En retrospectiva, es curioso que a la mitología griega haya llegado por un producto nipón.
Si hay algo que detesto (en un principio) es volver, una y otra vez, sobre los mismos temas. Sobre todo cuando de aprendizaje se trata. Por eso me cansaba ver tópicos filosóficos que, pretenciosamente, daba por re contra sabidos. ¿Por qué veíamos al mismo pensador en dos materias distintas? ¿Por qué estudiábamos lo mismo? ¿Por qué se seguían reiterando los mismos temas? Solo con el tiempo me di cuenta de que el conocimiento es inabarcable y que un mismo tema tiene millones de aspectos sobre los que puede profundizarse.
Un gran ejemplo de lo que vengo diciendo fueron los mitos o las alegorías que muchísimas veces usaban los filósofos. Admiraba el hecho de que cuestiones profundas pudiesen ser explicadas de manera tan sencilla, a punto tal de que, con el correr de los años, me quedasen grabadas o se exportasen a otras disciplinas para explicar otros conceptos. Y esa es la excusa para repasar, rápido, algunas de ellas.
- El mito del carro alado
Este mito, también llamado alegoría, lo usa Platón para explicar su concepto de alma. Es maravilloso y lo aprendí entre el secundario y la universidad. El alma es el carro, el caballo negro representa las pasiones bajas del cuerpo, el caballo blanco las pasiones altas del espíritu y el auriga moderador vendría a ser la razón. O algo así me quedó. Insólitamente, terminé explicando esto, a pedido del profesor, en una materia de un posgrado sobre administración de empresas. Con dibujo y todo. De no creer.
- El mito de la caverna
Este mito es híper conocido y también lo aprendí entre el secundario y los primeros años de mi carrera. Para Platón, somos como hombres encerrados en una caverna, donde solo vemos sombras de las cosas. Tan solo al romper las cadenas que nos atan y salir al exterior podremos acceder a la verdadera realidad. Así, el filósofo descarta lo sensible y abraza lo inteligible. No me pregunten por qué, pero me quedó grabado que de esta forma representa bien la corriente del idealismo, a la que años después Aristóteles opondría su realismo.
- El río de Heráclito
No todo fue “Sócrates, Platón y Aristóteles”. Siempre me quedó una maravillosa frase de Heráclito de Éfeso, para quien todo lo que hay es un constante cambio, un perpetuo devenir. “No puedes bañarte dos veces en el mismo río”, nos tiró en clase el profesor. Y realmente nos voló la cabeza. ¿Acaso podemos decir que somos los mismos cuando nos metemos en el río? ¿Acaso el río es el mismo? ¿Somos los mismos ahora que hace cinco o diez años? ¿Se puso a pensar si es el mismo que hace un año? Con la mano en el corazón, ¿es que no cambió en nada a lo largo de este tiempo?
- La zorra y las uvas
No me pregunte por qué, pero en mi tesis de maestría terminé usando las falencias en la teoría de la elección racional. En síntesis, puede decirse que no somos todo lo racional que creemos que somos. Tenemos fallas. Así, usé mi escaso conocimiento (adquirido en la universidad) del filósofo y cientista social Jon Elster, para desarrollar el concepto. Sin embargo, me quedó grabada la forma en que este explica la situación en la cual el ser humano acomoda sus expectativas para autoengañarse cuando no puede cumplirlas. ¿Cómo? Pues somos como la zorra que quiere alcanzar unas uvas. Lo intenta varias veces, sin darse cuenta de que están fuera de su alcance. Hasta que se da por vencida y se dice a sí misma que, al fin y al cabo, estaban verdes. ¿No le suena familiar la situación? ¿Nunca hizo lo mismo? Con el tiempo me enteré de que ese ejemplo no era ni más ni menos que una fábula del gran Esopo, cuyo libro de fábulas recomiendo ardorosamente.
- Ulises y las sirenas
Nuevamente, la racionalidad y sus fallas, pero ahora aplicadas a la política o al constitucionalismo me fueron grabadas con otro gran ejemplo de Jon Elster. En efecto, a través de una gran historia como lo es La odisea, que narra las desventuras de Ulises para regresar a su tierra, Ítaca, donde era rey, uno entiende lo que son los límites en una democracia constitucional.
Ulises debía pasar por la isla de las sirenas. El peligro era que con su canto fuese atraído hacia las rocas y así, muera con todos sus hombres. Sin embargo, el pillo de Ulises quería escuchar el canto (además de no morir, por supuesto). ¿Entonces? Ideó una solución drástica: se ató al mástil y le puso cera en los oídos a todos sus hombres. Así logró su cometido. ¿Es que no son ataduras los límites constitucionales para la democracia que impiden que sigamos el canto de sirenas modernas? Aunque no lo crea, este mito lo usé hace poco para explicar una posible medida gubernamental a uno de mis hermanos, quien lo vio como una revelación.
- El lecho de Procusto
¿Cuántas veces queremos forzar las cosas? Este mito griego es tremendamente aleccionador y representa la locura de normas arbitrarias o sin sentido que son aplicadas con fuerza bruta y sin razón.
En síntesis, Procusto era un posadero que secuestraba a los viajeros y tenía dos camas. Una corta y una larga, que alternaba según el caso, para estirar o cortar los miembros de sus “huéspedes”. Sí, un espanto, pero no menos que lo que hacen jueces, funcionarios o empleados públicos todos los días. O incluso nosotros mismos. ¿O es que nunca queremos forzar la realidad para que aplique nuestra hipótesis?
Sí, querido lector, seguro que quiere saber cómo terminó Procusto. Según se cuenta, Teseo lo enfrentó y le dio de probar su propia medicina, pues terminó acostado en una de sus camas, donde fue ajusticiado hasta morir. ¿Un antecedente al cristiano “con la misma vara que mides serás medido”?
- La caja de Pandora
¿Cuántas veces hemos escuchado la historia de la caja de Pandora? ¿No la conoce? En cierto sentido simplista, le echa la culpa de las desgracias humanas a la mujer. Dice que Zeus, el todopoderoso dios griego, le entregó una caja a Pandora, la primera mujer creada por el dios Hefesto. ¿Qué contenía la caja? Pues todos los males de la humanidad. Por supuesto, la instrucción era clara: no debía abrirla bajo ningún concepto. Sin embargo, al mismo tiempo, los dioses (unos sádicos) dotaron a Pandora de una gran curiosidad (sí, en serio, unos sádicos). El desenlace estaba cantado: la curiosidad de Pandora pudo más, la abrió y zas… acá estamos, lidiando todavía con las consecuencias de tamaña irresponsabilidad. La versión oficial dice que lo que quedó en la caja fue la esperanza y de allí surgió la frase “la esperanza es lo último que se pierde”.
Años me torturó esta historia. ¿Cómo puede haber estado mezclada la esperanza con todos los males? ¿Acaso el dios quería compensar tanta maldad y la incluyó ahí? Muchísimo tiempo después, cuando tenía a cargo la defensa de muchos desesperanzados, como lo son los condenados, encontré una respuesta (no digo que sea la correcta, ojo), según la cual, para los griegos, la esperanza era un mal, otra desgracia. ¿Cómo? No lo podía creer, pero aparentemente, al que espera, le falta algo, carece de algo, desea lo que no tiene, está insatisfecho. Esperamos lo que no tenemos y eso nos hace ver nuestra carencia. Con la esperanza, según esta explicación, somos seres incompletos. La esperanza nos abre los ojos y nos vuelve seres insatisfechos, que ven todo lo que les falta. Sí, un espanto.
Agustín Eugenio Acuña (37)
Admirador de la Grecia antigua
agustin.eugenio.acuna@gmail.com
(1) Si no vio el discurso de Steve Jobs en el cual explica eso de “conectar los puntos”, se lo recomiendo, está acá: https://www.youtube.com/watch?v=HHkJEz_HdTg.
