Un verano de ficción

Por Agustín Eugenio Acuña.

Por esas cosas de la vida, recién a fin del año pasado con mis hermanos pudimos vender la casa materna. Mamá se fue en 2016 y su sucesión solo necesitó 8 años para concluir. Poco tiempo, teniendo en cuenta que hay sucesiones eternas, que duran más de lo que vivió en vida la persona que pasó a mejor vida.

Como sea, cuando uno vende una casa, debe entregarla vacía. O al menos eso se estila. Cuestión que nos reunimos para tan ardua tarea. Si me dejo llevar por mis prejuicios (que no estaban tan errados, debo decir, pues no hubo pelea ni conflicto alguno), fue un trámite. Cada hermano pudo rescatar (si es que puede hablarse propiamente de un rescate cuando de meros objetos se trata la cosa) alguna que otra cosa mueble para sí. 

Personalmente, siempre tuve una debilidad por los libros. Esta se fue perdiendo con el tiempo, gracias al Kindle, una maravilla que influyó en mi manera de leer (hoy debería decir, para estar a la moda, de “consumir contenido”). No solo porque mis padres me inculcaron la lectura o porque en mi casa teníamos una biblioteca que ocupaba todo el living, sino porque (no me expliquen por qué), siento que no puedo ver cómo se destruye un libro, cómo se pierde entre la basura o entre el desprecio de los demás. Tiendo a pensar, quizás ingenuamente, que ese objeto puede servirle a alguien más e, incluso, hacerle una diferencia en su vida.

Ante esa situación, fácil fue mi tarea: agarré todos los libros que andaban dando vueltas, constaté que a mis hermanos no les interesaban, los guardé en una caja que tenía a mano y, luego de varios viajes, tenía el baúl de mi auto cargado a reventar.

Por supuesto, muchos libros los había levantado solo movido por satisfacer su instinto de supervivencia: terminarían, merced a algún contacto, en la biblioteca de la cárcel del lugar donde trabajo. Aunque no se crea, solo lugares así están siempre dispuestos a recibir donaciones de libros. El resto de las instituciones, incluso las bibliotecas públicas, se han vuelto, sino anti, sí ignora libros.

Debo confesar que hice una primera selección: estos libros donaré y estos los leeré. Luego hice otra más: estos libros realmente no los leeré así que también los donaré. Hace unas semanas profundicé esto con una tercera selección: con la mano en el corazón, no leeré estos libros, así que se van para donación. Así, las tres pilas de libros que me reservé para mí, se hicieron una y media. Puedo decir que hice realmente una selección realista de lo que alguna vez leeré.

Intento ser metódico con mis lecturas, pero siempre me salgo del plan, pues descubro libros, temáticas y autores que me enganchan. Así, el plan se hace trizas, se rompe en mil pedazos y termino leyendo sobre cualquier cosa, menos sobre lo que, en mi imaginario y estructurado plan, debía leer.

Regreso al punto. La tarea de limpieza de la casa de mi mamá me llevó a retomar, más o menos, un objetivo personal que me había puesto en algún momento: leer más ficción y menos libros útiles. Así, este verano conté con tiempo y pude encarar más novelas, novelitas y demás.

Mi verano empezó con la lectura de La herida (2017) de Jorge Fernández Díaz. Creo que, por ignorancia, no me di cuenta que debería haber empezado a leer El puñal (2014) que es la primera novela en la que aparece ese personaje tan conflictuado que es Remil, ex veterano de la Guerra de Malvinas que está acostumbrado a actuar en las sombras. ¿Una opinión del pack? Apenas me sirvieron para pasar el tiempo. La prosa de Fernández Díaz, desde mi subjetivismo puro, nunca me enamoró. Por lo menos no la prosa de sus columnas y tampoco la de estas novelas. Sin embargo, su Las mujeres más solas del mundo (2012) me encantó, pues las crónicas tienen una credibilidad envidiable. Irónicamente, la prosa joven de Fernández Díaz me parece brillante. ¿Cuál sería esa prosa? Pues la de El hombre que se inventó a sí mismo (1991), que se reeditó en 2018 y que cuenta la apasionante vida de Bernardo Neustadt.

Luego de decepcionarme con Fernández Díaz, pasé a mi rubro, el jurídico, pero onda thriller con el best seller de John Grisham, La trampa (2009). Es Grisham en estado puro. Si te gusta, amarás el libro. Si no te gusta, lo odiarás. En el medio, personalmente, aprendí mucho de lo que significa todo ese mundo híper competitivo de los grandes estudios de abogados en Estados Unidos. Tenía una leve idea, pero realmente no tomé dimensión de la cantidad de horas, los dólares de salario, la lucha encarnizada y la locura de vida que se lleva, hasta que leí este libro. Por supuesto, en el medio hay conspiraciones, chantajes y oscuros personajes, bien a lo Grisham. ¿Un mensaje final? Quizás tener un estudio jurídico modesto en una pequeña ciudad sea, al final de todo, lo más saludable que uno puede hacer. Para convencerse de esa misma idea, puede leer, como lo hice yo, la novela juvenil Theodore Boone: El activista (2013), donde Grisham desarrolla el contexto idílico en el que un hijo de abogados es criado para luego, obvio, mezclarse en una conspiración en su pueblo que tiene algo de obra pública y, obvio, dinero detrás.

Si de best sellers se trata, me encantó zambullirme en Los mejores planes (1997) de Sidney Sheldon. La novela se lee rápido y me atrapó. Personalmente creí que el desenlace de esa locura de venganza que encarna la protagonista femenina iba a ir para un lado… pero terminó en otro. El mundo del periodismo, la política y el poder, magníficamente pincelados por Sheldon. Entretiene.

No sé cómo, pero estaba perdido por ahí entre los libros Los horrores de la Siberia (1900) de Emilio Salgari, pero lo terminé leyendo, en una vuelta a mi infancia donde la lectura de las novelas de aventuras era una maravillosa actividad. Además, me permitió darle una oportunidad a Salgari, un autor que siempre me llamó la atención, pero con el que estuve en deuda siempre: nunca podía darme el tiempo para leerlo. Cuando me enteré que había tenido una relación conflictiva con su editor, más me llamó la atención. Este libro es un clásico de aventuras históricas, en el que aprendí muchísimo sobre el Imperio Ruso, previo a que se transformase en la URSS. ¿Mi conclusión? La barbarie solo cambió de nombre.

Y si de novela de aventuras se trata, Las Minas del Rey Salomón (1885) de Henry R. Haggard, me entretuvo mucho más. No solo porque me permitió “viajar” por África, sino porque me puso en contacto con aquel magnífico personaje que es Allan Quatermain, el cazador inglés a quien África había prometido no dejar ir nunca (o algo así leí por ahí). Me puso en contacto con un heroísmo humano, nada de héroes perfectos, sino falibles. Y de paso aprendí historia.

¿Decepciones en este verano lector de ficciones? Sí, dos. El dock (1993) de Matilde Sánchez y A orillas del río Piedra me senté y lloré (1994), del best seller Paulo Coelho. La primera me pareció malísima, por lejos. Seguramente no supe comprenderla, porque fue, en su momento, calificada como uno de los mejores libros de su década. Todavía no entiendo a qué iba con esa relación extraña entre una amiga de la madre (que no era tan amiga en realidad) y el hijo pequeño (que encima es un pequeño extrañísimo). Y en el medio, su pareja, un médico asiático más raro todavía. Por otra parte, Coelho para muchos es sinónimo de literatura basura, además de que cuenta con varios escándalos por presuntos plagios, si mal no recuerdo. Personalmente, eso no me importó al leer, cuando era chico, El alquimista (1988), pues me divirtió. No puedo decir lo mismo de la obra que leí el pasado verano. No le vi ni pies ni cabeza. ¿Es una historia de amor? ¿Es una historia de autodescubrimiento? ¿Es una historia religiosa o espiritual? No lo sé, quizás es todo eso junto, pero no me gustó.

Debo confesar que tengo un tema con las novelas policiales: me harté de ellas. Bah, de todo lo policial, pues a mi esposa le encanta ver esas series. Así que ando siempre saturado de ellas. A pesar de ese contexto, leí tres novelas policiales el verano pasado: Una novela de barrio (2007) de Francisco González Ledesma, Tengo los cuatro ases (1977) y ¿Hay algo mejor que el dinero? (1960) de James Hadley Chase. El primero se lo había regalado a mi mamá en alguna fecha especial. Me impactó leer la dedicatoria cuando lo abrí. Es una novela policial negra, que no es de mi gusto, pero me entretuvo, a pesar de que el protagonista es de esos héroes que están en retirada, viejos, por jubilarse y que vienen a hacer una última misión. Ambientada en España, es prescindible. Las otras dos novelas me permitieron conocer a Chase, un maestro del suspenso según la publicidad de ambos libros. Me di cuenta de que el hombre, a pesar de no haber puesto nunca un pie en Estados Unidos, había desarrollado, desde su Francia natal, una gran capacidad para pintar la sociedad norteamericana. Las situaciones son recurrentes: un protagonista desesperado, siempre escasez de dinero, una oportunidad magnífica, un fiasco, mujeres de por medio, chantajes, muerte y desenlaces que, en parte, sorprenden. Autor prolífico, supe después. Sí, entretiene y permite viajar a un pasado siglo XX que me parece cada vez más simple, más lejano.

Cierro el recuerdo de mi verano de ficción con un libro que también le regalé a mi mamá, pero que nunca leí mientras ella vivía, El amante japonés (2015) de Isabel Allende. Se lo regalé quizás como agradecimiento por haberme hecho leer La casa de los espíritus (1982) de la chilena. En su momento me encantó, al igual que la película protagonizada con Jeremy Irons. Leí la novela, que me atrapó, pero me dejó sensaciones encontradas. ¿Por qué? Pues porque Allende, me da la sensación, pretende, con un pase mágico de último momento, desestructurarnos todo. Creo que lo logra, pero en realidad lo había hecho antes de ese final. ¿Por qué? Porque nos hace leer la historia de amor no correspondido de una anciana. ¿Cómo una anciana puede tener un amante? No me entraba en la cabeza, tal vez como al nieto del personaje en el libro. Sí, también hay un viaje por la historia de Estados Unidos, la Segunda Guerra Mundial, la discriminación a los japoneses y, obvio, una historia de amor más contemporánea. Me divirtió, pero luego, al bucear en Internet, me llevé el fiasco de descubrir que, según la crítica especializada, Isabel Allende no es una gran escritora, sino una mera “escribidora”. Definitivamente, de literatura de ficción cada vez entiendo menos. O, la verdad… ¿será que nunca entendí nada? No importa, pasé un verano hermoso. Gracias, mamá.