Con el primero de sus 12 libros publicados hasta la fecha,“Mujeres de la conquista”, la historiadora y escritora Lucía Gálvez se ganó la temprana fama de “defensora de las mujeres”, aunque sus trabajos posteriores demostrarían su amplia versatilidad. Siempre comprometida con la verdad y el progreso, hace un análisis crítico del país y de su oficio.
Empezó gracias el “empujón” de Félix Luna. “Con los abuelos que tuviste, tenés que escribir bien”, le dijo. Se refería al escritores Manuel Gálvez y a su esposa Delfina Bunge. Aunque Lucía Gálvez se recibió de Licenciada en Historia recién a los 58 años, en 1990 (eso sí, con Diploma de Honor), tenía escritos ya varios ensayos, que le mostró con timidez al célebre Luna. Muchos de los temas que ella trataba no se habían investigado en profundidad hasta el momento: “Era como si nosotros hubiésemos empezado recién el 25 de mayo; a lo sumo, en las invasiones inglesas. Y en el medio hubo 200 años en los que pasaron muchísimas cosas”, cuenta Lucía mientras toma té verde con scons caseros. La pared más extensa de su acogedor living está empapelada con fotos de sus viajes, principalmente por la Argentina, aunque cada tanto se vislumbra una pirámide egipcia, una ruina peruana.
Usted ha estudiado mucho el papel de las mujeres en la historia argentina. ¿Puede decirse que fueron tan importantes como los hombres en la construcción del país?
No exactamente, porque por algo se habla de “los padres de la patria” y no de las “madres”. Pero en los momentos de crisis la mujer tiene más libertad porque la sociedad la necesita; puede salir a hacer cosas que, si no, no la dejarían. Y momentos de crisis fueron para nosotros la conquista, la población, las guerras de la independencia. En esos tiempos, las mujeres hacían de todo: izaban las velas, remaban, cocinaban, construían…
Sin embargo, es como si los historiadores mantuvieran ocultas a estas mujeres…
¡Y otros directamente las niegan! Ponen en duda la ayuda de las mujeres en las tareas varoniles; hasta apelan a la burla sexual para descalificarlas. Y contra eso es a lo cual yo he reaccionado en mis libros sobre mujeres. Muchas veces el motor para escribir es la indignación. Pero tampoco soy feminista; ir contra los hombres me parece una estupidez.
Usted también ha hablado mucho sobre las mujeres nativas…
Efectivamente, porque la conquista de América empieza con la conquista de sus mujeres: las nativas se casaron con los españoles y fue muchas veces por verdadero amor, aunque se suela decir todo lo contrario. Ellas tuvieron sus hijos, les mostraron los caminos, les advirtieron de los peligros… Los españoles no tenían ese problema de los ingleses de mezclarse con las indias. Además, por lo general ellas eran regaladas por su propia tribu a estos hombres, ¿por qué debían serle fieles a aquellos que las habían vendido?
¿Con qué actitud debe afrontar su trabajo el historiador?
Es fundamental una actitud libre de prejuicios. Hay que leer todos los documentos y no juzgarlos desde el siglo XX sino con la mentalidad de ese momento. ¿Cómo? Leyendo principalmente a la gente que escribía en esos días. Por eso, para hacer historia también hay que saber de filosofía, conocer de arte, ver cómo era la cultura. Y leer todo, para tratar de meterse en esa época y entenderla lo más posible.
O sea que la comprensión histórica debe incluir el mundo de vida.
Absolutamente. Hasta hace poco, la historia se consideraba historia política. Pero, por suerte, se le empezó a dar importancia a la vida cotidiana, a lo que la gente pensaba, a cómo se vestía y qué comía… No sólo al hecho político, que es la historia del poder y que es aburrida, aunque hay que saberla para tener el esqueleto del edificio. Saber qué lugar ocupaban las instituciones, aunque siempre éstas son el deber ser: una cosa es lo que está escrito en las leyes y otra es lo que se lleva a la práctica. Por eso, a veces se hace difícil llegar a la verdad.
¿Qué estrategias puede utilizar el historiador para rellenar los espacios en blanco?
Hay que tener imaginación histórica: uno no puede quedarse solamente con lo que dice el documento, sin tratar de preguntarse más. El historiador, a través de la lectura, va imaginando; incluso puede hacer conjeturas, pero siempre reflejando lo que pasó, de acuerdo con el espíritu de los documentos. Uno sigue trabajando sobre esas conjeturas y tal vez va fortaleciendo su hipótesis con nuevas investigaciones. A mí me ha ocurrido mucho eso de tener intuiciones históricas que después se confirman.
¿Qué opinión le merece el relato como estrategia explicativa de la historia?
La narración es válida siempre y cuando uno no engañe. Por eso no me gusta cuando algunos escritores se meten con los grandes hombres y los meten en las alcobas porque, ¿qué saben? Otra cosa son las novelas de ambiente histórico que describen tan bien el espíritu de la época que uno aprende. Pero allí se usan personajes ficticios y, si aparecen personas que sí existieron, siempre hacen o dicen cosas que realmente fueron así.
¿Pero no es positivo que a los próceres se los haga más humanos, abandonando la imagen intachable y en algún sentido chata que durante mucho tiempo prevaleció?
Claro que sí: no está el hombre completo si no está también su dimensión afectiva y sexual. Los próceres son de carne y hueso, eso nadie lo duda; pero, justamente por eso, son más grandes que nosotros: porque hicieron más, siendo iguales que nosotros.
¿Cree que los argentinos somos conscientes de nuestra historia?
Mariquita Sánchez de Thompson escribió sobre la Revolución de Mayo: “Es el día que me hace estremecer mi corazón”. ¿Hoy podríamos decir eso? No se trata nada más de ponernos la escarapela: ¡hay que recordar! De todos modos, estamos en una época de revisionismo, en la que nos estamos preguntando qué pasó, porque involucionamos. Los errores de juventud se pagan muchos años: nosotros elegimos mal y estamos pagando.
¿Cuáles fueron esos errores de juventud? ¿En qué nos equivocamos?
Es quizás “la” pregunta y no creo que haya una sola respuesta, como pasa siempre con las grandes preguntas. Creo yo que fundamentalmente hubo tres tipos de errores: sociales, económicos y diplomáticos. ¿Por qué no le declaramos la guerra a Hitler? Perdimos nuestro lugar en la mesa de reparto, las grandes potencias nos ignoraron. Los problemas sociales vienen de un país dividido. Tal vez la ley de voto obligatorio se anticipó un poco: no es que la clase media no estuviera lista para votar, la que no estaba preparada era la clase alta para aceptar que había otros dueños. Nuestra clase alta fue tilinga y soberbia: no se dio cuenta de que iba a perder todo por no ceder. Y así llegó Perón, que trajo el odio con la leyenda, profundamente nociva, sobre todo en la clase media, de que “si el país es rico y yo soy pobre, entonces alguien tiene mi plata”. Nos convertimos en una sociedad individualista. Hay muchos argentinos que se destacan aquí y en el exterior, pero no sabemos trabajar en equipo. En cambio, en 1852 había mucho odio que se dejó de lado para poder construir el país. La discordia disuelve y no amalgama: hubo que cerrar las heridas para lograr ese futuro próspero en el que todos creían, pese a las diferencias.
¿El historiador podría ayudar al presente mostrando estos ejemplos del pasado?
Seguro. La misión del historiador es, justamente, contar las cosas lo más objetivamente posible, pero sin alimentar los odios y los rencores. Hay que tener esperanza; yo, al menos, la tengo. Finalmente, vamos a tener que unirnos, pero sin ceder en las cuestiones morales.
Delfina Krüsemann
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21 años
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Estudiante de Comunicación Social |
d.krusemann@sedcontra.com.ar |