La risa que proviene de Tracia

Por Walter Pico.

Pasaba largas noches en vela, amontonado sobre sus libros, en el mejor intencionado deseo de enamorarse. Era éste un filósofo de renombre, envidiado por muchos y hasta admirado por algunos (aunque él nunca lo hubiera admitido). Recuerdo haberle oído decir que la vida sólo cobraba sentido para aquél que la destinaba a una noble causa. Así pues, el sabio se pasaba los días en búsqueda de la verdad, descifrando cada enigma que se le presentaba, avanzando por el camino del saber.

Por aquel entonces, la filosofía ya había renunciado al intento de resolver lo irresoluble, a la pretenciosa misión de racionalizar el infinito y de agotar lo inagotable. Pero el reflexivo maestro no estaba dispuesto a desoír la insatisfacción existencial que lo amedrentaba. Prefería morir en el intento de descubrir la verdadera simpleza de lo complejo a vivir una vida que le fuera ajena. Siempre pensó que incluso el fracaso le sería dulce, al menos sería su fracaso.

La profundidad de sus reflexiones lo llevó varias veces hasta las más altas cumbres de la sabiduría humana. Buscaba ansiosamente aquel objeto que lograra mover su corazón. Para ello, transitó asiduamente aquellos nevados picos en los que los grandes filósofos se deleitaron una y otra vez. Él no cometería el error de algunos insensatos que, olvidando su natural imperfección, pretendieron erigirse como reyes de su propia miseria, renunciando al valor más grande del filósofo: su insatisfacción.

Sin embargo, creyó poder escapar al destino trágico que a todo pensador sincero le depara el laberinto de Borges. Pero, ¿ acaso puede existir la filosofía sin el filósofo, criatura admirable que se propone el imposible?

Le gustaba soñar las más variadas cuestiones, naturalmente, porque el asombro crece frente a lo desconocido. Una y otra vez, el amanecer lo vio caer extenuado en el lecho amargo de la soledad, deseando disolverse en sueños donde el límite se volvía difuso.

Tuvo una vez un sueño que lo perturbó extraordinariamente. Soñó que, ocupado en su estudio, alguien llamaba a su puerta. Entonces, cuando se disponía a abrirla, el tenue murmullo que lo había despertado de su ensueño, se disipó. Luego de aquella desafortunada interrupción, volvía a sumirse en la más elevada reflexión, redoblando los esfuerzos por vencer la falta de luz. Pero pronto era víctima de una nueva y similar molestia. Reconoció que las voces pertenecían a unos niños que retornaban, cada vez con mayor ímpetu, a reclamar aquello que necesitaban y que, pese a la insistencia, el maestro no podía comprender con precisión.

Varias veces abrió la puerta para encontrarse totalmente solo, en medio del silencio de una noche sin luna, hasta que finalmente las voces callaron. Aliviado, decidió salir a ver la salida del sol.  Encontró entonces un niño que yacía sobre el suelo: había muerto de frío.

Despertó horrorizado por aquello que había soñado, y quiso llorar. Una vez incorporado, recapacitó y se echó a reír nerviosamente. Todo había sido un sueño como cualquier otro, uno malo, pero nada más. Sin embargo, a partir de aquel día y hasta el día de su muerte, el sentimiento de vulnerabilidad nunca más lo abandonaría.

Eximio conocedor de Freud, volvió sobre sí en un intento de descifrar el inconsciente: no temía adentrarse en el universo de la psicología humana. Era simplemente una cuestión de tiempo; resolvería el entuerto. Mientras tanto, en el mundo los hombres malgastarían su tiempo en encuentros inútiles donde el diálogo impide el fructífero razonar.

Su vida continuó y su fama creció rápidamente. No obstante, el filósofo nunca pudo descifrar qué era el amor, qué hacía que la vida fuese vida. Nunca pudo enamorarse más que de sus propias ideas; nunca pudo aprehender lo que a su alrededor sucedía. No pudo darse nunca a sí mismo la respuesta a esa pregunta que lo constituía y que, sin embargo, él no se había formulado.

A los ochenta y cuatro años murió, tal como había vivido, movido por el ansia. Una mujer proveniente de Tracia lloró desconsoladamente su muerte frente al desconcierto de muchos que la habían oído mofarse de aquel intelectual que vivía ensimismado, preso de su ambicioso cometido. Todavía en el pueblo resuena el lamento de aquella mujer que había amado al filósofo en silencio.

Walter Pico
Estudiante de Derecho