Por Enrique Cadenas.
Quizá la insignificante corporeidad del diminuto ser lo excusa de estar en la lista de “Criaturas a las cuales temer”. Muchos le restan importancia, pensando que de este modo reivindican su mandato bíblico de ser “Amos de la creación”. La cuestión es que estos seres están tan evolucionados (tal vez más que muchos hombres) que saben exactamente cuál es el momento en el que la humanidad es mas vulnerable. Y ahí es cuando despliegan la totalidad de sus fuerzas zumbadoras en busca de alguna blanda y tibia fuente de alimento, a la cual mastican con especial malicia, transformándola en una señal que grita irritada y latente: “¡Me han Violado!”.
En las noches húmedas de verano en las que el aire se adhería cálidamente a las superficies y oficiaba de autopista, sufríamos esperando la llegada de aquellos a los que, por todos los medios, intentábamos evitar.
Los remedios ancestrales de la tía eran una comedia para ellos. Ni los collares de ajo, ni los ungüentos a base de aceite y alcanfor, ni siquiera el olor a kerosén con el que llegamos a bañarnos parecía amedrentarlos. Nos masacraban; irrumpían sigilosamente en nuestros hogares y, a ciegas, en medio de la oscuridad, se las ingeniaban para localizar nuestros cuerpos desnudos, aguardando ocultos, merodeando entre nuestro mundo y el celeste, en aquel limbo en el que ellos reinaban.
La ropa de cama era la única esperanza. A ella le confiábamos el deber sagrado de proteger nuestra dermis. Pero la blanca sábana era traicionada por nuestros movimientos somnolientos, inconscientes y suicidas. Y, cuando esto sucedía, entre sueños se podía oír el zumbido admonitorio cuyo volumen nos proporcionaba sus coordenadas exactas…
BBBBBBZZZZZZZZZZZZ!!!!!!!!! Nuestros oídos se estremecían y nuestras extremidades intentaban torpemente liquidar a los invasores, sin éxito. ¡La luz! Con ella no tendríamos la desventaja operativa de la ceguera. Pero del mundo de los sueños al de la vigilia había gran trecho, y de la cama al interruptor había miles de kilómetros y la voluntad no tenía posibilidad alguna de romper las barreras de lo onírico.
Nuestras manos surcaban el aire en busca de las bestias zumbantes pero se escabullían con inusitada destreza, y, al fin, uno sentía la terrible estocada que anunciaba la perpetración y la victoria de los diminutos bichos sobre la omnipotencia de los hombres, una penetración que dejaba una marca como un cartel luminoso en la soberbia y en el orgullo de nuestra “naturaleza superior”…
Enrique Cadenas
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19 años
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Estudiante de Derecho |
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