Por Carlos Santiago Maqueda.
Silencio. El público estaba expectante, lo sabía, aunque estaba detrás del telón. El auditorio se encontraba lleno. Repleto de gente. Le habían comentado que se habían agotado todas las entradas en tan sólo una semana. El impresionante juego de luces, seguro cual batallón de fusilamiento, apuntaba sin vacilar al escenario. El artista, refugiado aún, aguardaba para salir a dar su concierto, a batirse en duelo, a pelear su batalla. Su instrumento, como el puñal de Rosendo Juárez, estaba listo para la acción, firme y seguro. Después de par de reflexiones que por unos minutos ocuparon su mente (una vez más, se preguntó por qué hacía lo que hacía. ¿No tenía ya amasada una fortuna capaz de mantener plácidamente a tres generaciones de descendientes? ¿Para qué seguía entonces viajando, de gira en gira y de concierto en concierto? Los viajes eran –siempre lo habían sido– enormemente desgastadores. Por culpa de ellos, no había conocido a su primer hijo sino recién cumplido su primer año, y casi naufraga su matrimonio. Casi. Alguna vez, un amigo le había preguntado por qué no se dedicaba, a estas alturas de su vida, a tocar para sí mismo y a disfrutar de una vida tranquila y placentera. ¿Qué sentido tenía seguir tocando en público cuando a no había –ni iba a haber– urgencias o necesidades económicas? ¿O lo hacía acaso por la gloria y la fama? –le preguntaron alguna vez–. No; sabía que no. Siempre le habían parecido estúpidos y patéticos los artistas –pintores, escultores, escritores, músicos– que hacían lo que hacían sola y principalmente por los laureles humanos y por el incienso divino. En el preciso momento en que ese era el móvil de un artista –pensaba–, éste dejaba instantáneamente de serlo. No. Nunca le habían interesado los elogios y los aplausos humanos. Entonces, ¿por qué seguía tocando en público? Sus discos compactos se vendían alrededor del mundo, y ya no recordaba de qué metal estaba hecho el que le habían otorgado los de la discográfica. Era seguro que su música se seguiría escuchando durante décadas, por más que él se retirase mañana. Volvía entonces, fatal, la pregunta: ¿para qué? ¿Era acaso la búsqueda de un mayor gozo estético? Tampoco. El placer que le proporcionaba la ejecución de su instrumento era exactamente el mismo, lo hiciera encerrado en su salón de estudios, lo hiciera ante su mujer e hijos, o lo hiciera ante miles de personas, como iba a hacerlo esa noche. No era luego la respuesta la fama y loas mundanas y efímeras, ni un mayor disfrute del arte propio. ¿Qué era, entonces, lo que lo movía a seguir ejecutando su música frente al numeroso público? La pregunta taladraba, despiadada, en su conciencia. No podía conseguir la respuesta, por mucho que lo intentara. Pero estaba seguro de que no era lo mismo –¡era completamente distinto!– tocar solo que hacerlo frente a otros; cuantos más, mejor. ¿O acaso a un escritor, por más bohemio que fuese, le daba lo mismo quedarse con sus novelas para sí mismo y releerlas de vez en cuando, que publicarlas para que otros las leyeran? No, no era lo mismo. Pero la diferencia no estaba en la fama, la gloria o el goce. ¿Le daba igual a un pintor esconder sus cuadros en un sótano que exponerlos en una exposición de arte? Tampoco. Con el actor de teatro ocurría lo mismo. Había algo en ese hacer conocer el arte propio a otros, que hacía que todo fuese diferente cuando había un público que leyera, escuchara u observara ese arte. Y fue entonces cuando llegó a su mente, mesiánica, la respuesta buscada. Para ningún artista daba igual quedarse con su arte para sí que darlo a conocer a otros. Pero no era, como había dicho, por las alabanzas o por el placer. Tampoco radicaba en un gesto de generosidad, como la limosna que a veces le daba al lisiado que pedía alguna monedita en la estación de subte. No. La razón de todo estaba en el diálogo que generaba el arte, en esa comunicación inefable que surgía de la apreciación estética. El artista deseaba, anhelaba con todo su corazón, dar a conocer su arte. El arte, como el bien, era esencialmente difusivo, expansivo y comunicable. Toda obra –ya fuese una pintura de Picasso, una novela de Dickens, una interpretación de Shakespeare o una ejecución de una partita de Bach– revelaba algo interior del autor. Éste le imprimía algo único, íntimo y arcano, escondido en las más profundas entrañas de su ser, y lo expresaba en ese ocaso que inundaba la escena de los tonos rojizos y dorados del sol en el poniente, en ese diálogo que manifestaba el odio de un hijo hacia su padre, en ese llanto del actor ante la muerte de su amada o en esos vibratos del acorde final que resolvía la secuencia armónica de la obra. Nunca había dos ejecuciones iguales. Los sentimientos, los temores, las ideas del artista eran siempre impresas –a veces manifiestamente, otras, de modo sutil– en el producto final. Y como la filosofía o cualquier saber, de nada servía, más que para gozo individual y egoísta, ejecutar para sí mismo su música. El artista anhelaba que otros participaran de su arte, porque ahí se generaba ese diálogo mudo e indescriptible que trascendía lo meramente auditivo y permitía escuchar, sin palabras ni frases, al corazón del ejecutante de la música. Lo escuchaban a él. Era tal la intimidad de lo que estaba a punto de revelar, que se justificaban siempre plenamente tanto los nervios como los deseos de hablar y dialogar a través del instrumento. Y por eso –por todo eso, que no era poco– quería seguir tocando por siempre: porque, como nunca se estaba en el mismo estado de sentimientos, emociones e ideas, ni tampoco frente a las mismas personas con el mismo estado de sentimientos, emociones e ideas; nunca se imprimía lo mismo a la obra ni tampoco se generaba un diálogo igual. Nunca se ejecutaba dos veces la misma obra y nunca se conversaba inefablemente de lo mismo. Las notas eran las mismas. Las mismas corcheas, fusas y blancas del mismo movimiento de esa obra de Mozart. Los mismos silencios y la misma cantidad de compases. Pero nunca había un crescendo igual que otro, ni un vibrato, ni un accelerando que se repitiera exactamente con la misma expresividad y sentimiento. Tampoco ese calderón, que marcaba un cambio en el tempo de la obra, tenía siempre la misma duración y significado. Y nunca, sobre todo y antes que todo, era lo mismo lo que sentía y pensaba él en ese momento. Cuantas más veces ejecutaba la otra con todo su ser, tanto más crecía esta en expresividad y arte; y tanto más significaba aquella algo importante e íntimo para él cuanto más propia y personal le resultaba. Entonces, su conciencia y su mente se tranquilizaron: una vez más, había obtenido la respuesta a esa pregunta crucial y trágica. Sabía ahora, de nuevo, por qué hacía lo que hacía. Ya estaba seguro de lo que tenía que hacer esta noche, y lo iba ahora a hacer. La pregunta filosófica radical, esa que a algunos había llevado a la desesperación, a otros, al nihilismo y a otros, los menos, al optimismo y la alegría, estaba ya satisfecha… para él. Y él, gracias a Dios, se contaba entre estos últimos), salió entonces, estoicamente decidido, cual gladiador a la arena, a la plataforma de madera.
Carlos Santiago Maqueda
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19 años
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Estudiante de Derecho |
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