Cosechar distinto a lo sembrado

Por Joaquín Astarloa.

La noche se frotaba las manos como quien se encuentra al acecho de su presa. Él, dotado de un típico instinto animal, podía sentir a flor de piel, sin nada que se lo impidiera, cierta nostalgia por cualquier tiempo pasado. Creía con absoluta seguridad que por primera vez en su vida ésta le tendía un desafío. Injusticia. ¿Y él había creído que la conocía? Error, y lo reconoció. La ambición de su especie le presentaba a la injusticia por primera vez. El “no hay mal que por bien no venga” le resultaba más lejano que nunca. Tres meses, veintiséis días y la tarde de aquél era el tiempo que llevaba riñendo con “distintos”, pero él había podido darse cuenta de que quienes se vestían con ropajes extravagantes, tales como túnicas y turbantes, y lucían barbas desprolijas, eran también de su especie.

Se escurría por entre lo verde, procurando evitar un final drástico. Sí, el fin, todo iba a acabar, y no había esperanza de “vidas posteriores”. Si bien el instinto de conservación lo instaba a mantenerse con vida, ésta acabaría al menos en cuotas; ya llevaba más de dos litros perdidos de sangre, y otra buena cantidad se perdería en los próximos minutos.

Un vacío inmenso lo ahogaba en la espesura donde se encontraba. Una punzante sensación de abandono, de carencia, se confundía con la continua perdida de sangre. Le costaba entender, sin embargo, que a los perseguidos por ser justos les pertenece el Reino de los cielos. Nada le cerraba. Se preguntó qué era lo que le faltaba, pero nada concreto aliviaba siquiera su desconcierto. No hubo más remedio que afirmar que le había faltado todo. Pero, ¿qué era todo?

Se encontraba ahora en su hogar, viendo por televisión las noticias de esa mañana. “132 muertos en Irak, entre soldados estadounidenses e iraquíes civiles, tras un intenso ataque a la capital del país”. Masticaba los huevos revueltos, mientras aguardaba el momento de ir a trabajar. Nunca nada se le había parecido más a la rutina; ni una pestaña se le movió de lugar.

Subió a su auto, y se dirigió a la oficina, lamentándose por el angustioso día que le esperaba. Iba a ser uno como todos: de reunión en reunión, de acá para allá.

Se arrastraba, ya en la oscuridad, por entre infinitos arbustos. El tacto era el único de los cinco que le aseguraba precisión. No sabía hacia dónde iba, ni por qué iba tampoco. Algo a lo que había llamado “vida” lo había traído hasta ese lugar carente de toda esperanza. Mientras serpenteaba, sintió algo distinto. Algo le cosquillaba la cara, pero sus empañados ojos le impedían apreciar qué era.

A unas pocas cuadras de su oficina, un semáforo lo detuvo. Vio las calles de la gran ciudad, inmensas y descollantes, pero habían pasado a formar parte de su desconsoladora rutina. La percibió. Fue conciente de sí mismo por unos instantes y meditó sobre cómo venía pensando. Necesitaba algo distinto, diferente. Observó ahora con detenimiento, pero sus pensamientos se volcaron en la cita que tendría con su novia. Tenía los días contados para jugarse y pilotear la inestable relación. Varios intentos frustrados por hacerlo lo hundían cada vez más. Necesitaba un regalo, pero no cualquiera que tan sólo costara más de cien dólares. Tenía que ser barato para ser original. De pronto, un vendedor ambulante que se movía cerca de su auto se llevó puesto el espejo retrovisor. Él, sin dudarlo, salió rápidamente del vehículo para insultar a este hombre, pero al ver que llevaba en sus manos una canasta con tan sólo una espiga, se detuvo. Una ola de preguntas se le vino a la cabeza. “¿Qué…? ¿Cómo…? ¿Por qué…?”. El vendedor lo miró durante unos segundos. Él se tranquilizó y le preguntó, esta vez, con claridad, para qué servía la espiga que llevaba; no le encontraba sentido a “comprar una”. El vendedor le respondió que no era el primero que le cuestionaba esto y le dijo que servían como regalo a las mujeres. Él observó de nuevo la espiga, mientras ésta lo invitaba a que la comprara. Vio su madurez y entereza, signos que reflejaban una vida donde la alegría le había ganado a la tristeza, una vida en donde los buenos recuerdos se batían con éxito ante los malos. Pero la espiga no reflejaba sólo recuerdos, sino que era inminente una cosecha. Pudo observar también un cartel en la canasta que decía: “Precio: $0,50”. La compró. El vendedor tenía razón: eran eficaces.

Recordó que era el tacto su único sentido preciso, y tomó con las manos eso que le cosquillaba la cara. Un breve instante le fue suficiente. Era la espiga. ¿Quién hubiera imaginado que podría haber una de estas en un frente de batalla como aquél? Los litros de sangre que perdía se confundían ahora con los de lágrimas. Comenzó a comprender las miserias humanas. Sí, él era un hombre, lo mismo el que lo aguardaba a unas yardas para acabarlo, para matarlo. Se sintió culpable, aún más de lo que se deberían sentir las autoridades directas que lo habían enviado hasta aquí. La vida le estaba regalando algo que a ninguno de aquellos le regaló. “La parábola de los talentos”, pensó, y la entendió. Se le ofrecía una segunda oportunidad. Recordó la bienaventuranza y también la comprendió. Por último, antes de comenzar a vivir, creyó en la Divina Providencia. Murió, y la madurez de la espiga aguardaba su cosecha.

Joaquín Astarloa
18 años

Estudiante de Derecho

joaquin_astarloa@hotmail.com