¿Ruta hacia el fracaso? Sinopsis del conflicto israelí-palestino

Por Ignacio Cofone.

Fue publicada durante febrero en el diario La Nación una serie de artículos de Marcos Aguinis describiendo la historia del conflicto israelí-palestino. Este tema, que ocupó en ese momento titulares de diarios en todo el mundo debido al triunfo en las elecciones parlamentarias palestinas del partido político Hamas (grupo terrorista que no reconoce la existencia de Israel y reclama todo el territorio del antiguo mandato inglés como suyo), es una vez más sujeto de tensión y presión internacional por la guerra lanzada por Israel [1] y las acciones de otro grupo extremista (libanés): Hezbollah.

Como si esto no fuera suficiente, la situación se ve agravada debido a las amenazas del grupo Al-Qaeda y de Teherán, que está en este momento en pleno desarrollo nuclear con el presidente Ahmadinejad como cabeza, quien proclamó ya en repetidas oportunidades que colaboraría con el objetivo de Hamas. El propósito de estas líneas no es relatar la guerra sino explicar cómo, a diferencia de lo insinuado por «el líder del mundo libre» (“Lo que tienen que hacer es conseguir que Siria obligue a Hezbollah a parar esta mierda”[2]), el conflicto comenzó hace más de unas semanas. Asimismo, no es mi objetivo mostrar un camino para la solución del conflicto (no soy tan ambicioso, ni tan soberbio) sino reflejar cómo considero que es la situación, y cómo considero que debería ser (una “utopía”).

Creo pertinente hacer algunos comentarios respecto a estos cuatro artículos –que relatan de manera excelente el conflicto, aunque se los podría acusar de parcialidad–. En el primero, Aguinis afirma que “las historias más viejas documentan pulseadas entre Egipto al sur y Mesopotamia al norte”, relatando luego la llegada del pueblo judío liderado por Moisés como primer asentamiento estable. Sin embargo, el autor comete aquí un error. Antes de las conquistas egipcias, el territorio que hoy conocemos como Israel y Palestina fue ocupado por los cananeos en el tercer milenio antes de Cristo, pueblo del que algunos especialistas afirman que descienden los palestinos (o “árabes palestinos”, como los denomina Aguinis para poner el acento en la antigüedad de la posesión israelí sobre el territorio).

En el segundo articulo, Aguinis afirma que la Guerra de los Seis Días “era un enfrentamiento entre el Estado de Israel y todos los Estados árabes que habían intentado destruirlo desde su nacimiento, violando la sabia decisión de las Naciones Unidas”. Aseveración correcta, pero que omite convenientemente algunos hechos. La Guerra de los Seis Días fue una guerra preventiva iniciada por Israel contra los Estados árabes de Egipto, Jordania y Siria, con la cual este Estado violó la sabia decisión de las Naciones Unidas no sólo iniciando la guerra –que ya era inminente, pero esto de ninguna manera justifica su comienzo: la guerra era supuestamente inminente en la guerra fría, ¿eso justificaba lanzar la primera bomba?–, sino también ocupando ilegítimamente territorios que hoy en día retiene en su gran mayoría. Es así como Israel también altera las proporciones establecidas en la misma resolución que Aguinis alaba.

Esta resolución (la 181/11) fue aprobada por la Asamblea General en 1947, dividiendo el mandato inglés en una nación judía y una árabe. Es verdad que, como bien dice el autor, se basó en las proporciones demográficas del momento, otorgándole el 55% de la tierra al nuevo Estado judío y el 45% de la tierra al nuevo Estado árabe. Sin embargo, es justamente otro dato omitido que aquellas proporciones demográficas se habían visto alteradas poco tiempo antes de su promulgación. En 1880 los árabes constituían el 95% de la población del mandato pero, con el tratado de Balfour en 1917, el Reino Unido le prometió una porción de la tierra en secreto a la comunidad judía a cambio de apoyo económico para costear la primera guerra europea. Esto fue luego de establecer la promesa incumplida con los árabes de proveerles independencia después de la guerra, a través de la correspondencia mantenida con Husein ibn Alí de La Meca en 1915 y 1916 y, también, a pesar de haber firmado anteriormente el tratado “secreto” Sykes-Picot según el cual Reino Unido, Francia y Rusia se dividirían la región. También favoreció a Israel en el reparto de la tierra el hecho de que las proporciones demográficas se alteraran nuevamente durante el dominio Nazi sobre Alemania con la entrada (ilegal: Londres lo había prohibido) de casi 100.000 judíos a la zona.

Aguinis reitera varias veces con tono irónico que el vocablo “Palestina” no existió hasta el siglo II. Pero, ¿es el vocablo que le da el nombre a una nación factor fundamental de la identidad nacional, y determinante para evaluar su derecho sobre un territorio? El Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte adoptó su nombre actual recién en 1927, 1700 años después de Palestina, pero eso no le quita en lo más mínimo su derecho legítimo a autogobernarse. La República Checa y Eslovaquia los adoptaron en 1993, cuatro años luego de recuperar su libertad con la Revolución de Terciopelo; Timor Oriental lo adoptó en el 2002 (estas nuevas naciones fueron creadas en base a un principio existente hace mucho pero respetado hace poco: la libre determinación de los pueblos). Más allá de nombres y vocablos, más allá de los años que una nación pudo vivir gobernada por una potencia o como parte de un aglomerado incoherente de culturas distintas, los pueblos (tanto el israelí como el palestino) merecen libre determinación –y eso incluye obtener representación internacional para dejar de ser autoridad nacional y convertirse en país–. Ya lo expuso Wilson en sus catorce puntos y fue declarado derecho inalienable en la Conferencia Mundial de Derechos Humanos celebrada en Viena en 1993.

Más allá de las aspiraciones religiosas de ambos grupos (Israel y Palestina, no Kadima y Hamas), que creo que deben ser respetadas por más antagónicas que sean respecto a nuestras creencias personales, considero importante recalcar que, a pesar de estar bajo riesgo de desmoronarse en este momento de tensión, se han producido avances en el conflicto. Quiero rescatar la Hoja de Ruta redactada en el 2003 en la cual el cuarteto –formado por Estados Unidos, la Unión Europea, la Federación Rusa y la ONU– trazó un plan de tres fases para construir de una vez por todas los dos Estados pacíficos que tenía como objetivo la resolución 181/11.

El problema, como suele serlo en cuestiones de desarme y pacificación, es que ambas partes se niegan a dar el primer paso (y quizás se nieguen a dar el segundo: ambos lados parecen querer más que la mitad del mandato), y existen en la zona líderes populistas y corruptos que prefieren volver a su nación afirmando con vehemencia que no perdieron sus –falsos– ideales para enmascarar el hecho de que, a pesar de las promesas y tratados, su situación real es exactamente igual que la de antes, o peor. Éste, podría decirse, fue el caso de Arafat al volver de la famosa reunión en la que le fueron ofrecidas casi la totalidad de las tierras que –según la resolución ya mencionada– le corresponden a la Autoridad Nacional Palestina (ANP), hoy ocupadas en su mayoría por Israel.

La fase uno del tratado firmado (la más importante para el establecimiento de la paz) es “el fin del terror y la violencia, normalización de la vida de los palestinos y creación de instituciones palestinas”. Esto significa que (además de que obviamente el fuego debe cesar de inmediato), primero, Hamas debe reconocer la existencia de Israel limitándose a reclamar el 45% de las tierras del antiguo mandato que según la resolución 181/11 le corresponden, debe cesar de cometer actos terroristas y comenzar, junto con Al-Fatah (el otro partido político líder en la ANP), a tomar medidas activas anti-terroristas. Segundo, que Israel debe darle a la ANP representación internacional por el territorio que ésta ocupa, y se debe limitar al 55% de las tierras del antiguo mandato que le corresponden según la resolución (actualmente ocupa el 78% tras la retirada de Gaza, o al menos lo haría si terminase de retirarse y Estados Unidos no vetara las resoluciones del Consejo de Seguridad que lo instan a hacerlo).

En la era post Arafat (y pre-elecciones palestinas), el moderado presidente Abbas de Palestina junto con un parlamento con mayoría de Al-Fatah por un lado, y por el otro, Sharon encabezando un nuevo partido conciliador; era un paisaje alentador para la paz entre estas dos culturas, camino que pareció comenzar con la tregua de Sharm el Sheik en Egipto. Sin embargo, el estado de coma de Sharon, la crisis de su partido y el nuevo triunfo de Hamas voltearon el panorama, tornando el futuro del conflicto una vez más en incierto. La incertidumbre se volvió terror con las acciones de grupos extremistas (Hezbollah) y una nueva guerra declarada por Olmert, que demostró no haber heredado la nueva vocación conciliadora de su predecesor.

En este conflicto no hay una víctima y un victimario; hay dos grupos sin la apertura mental –o la voluntad– suficiente para considerar el punto de vista opuesto, y que no comprenden que la victoria será siempre efímera si se logra por medios ilegítimos como los que se están empleando. Es incomprensible que el pueblo palestino vote a un grupo terrorista –independientemente de la ayuda humanitaria que éste brinde de forma paralela– y que el gobierno Palestino (cuando lo había) tolere y hasta fomente el terrorismo. Es intolerable, asimismo, que Israel culpe a un Estado (Líbano) por las acciones de una organización ilegal paramilitar que reside en él –de nuevo, independientemente de otras actividades que le brindan apoyo de una parcialidad de la población, como tienen y tuvieron muchos grupos de esta índole en el exterior y en nuestro país–. Muchos países tienen grupos terroristas y muchos los tuvimos, pero un Estado no puede ser culpado de los crímenes de grupos ajenos a él. Sí de no intentar eliminarlos, pero eso de ningún modo justifica un ataque. La idea de que todo país que contenga terroristas es un “Estado terrorista” y pertenece al “eje del mal” es, en mi opinión, no sólo maniquea y simplista sino también inaceptable.

[1] Digo lanzada por Israel por motivos que detallaré mas adelante. Un grupo de civiles no puede declarar la guerra, un Estado lo hace. Israel embistió contra el Líbano por las acciones de un grupo de su población. “El terrorismo es un fantasma” es una frase reiterada constantemente en el ámbito diplomático y, como dijo ya –lejos del ámbito diplomático– Virginia Woolf, “es más difícil asesinar a un fantasma que a una realidad”. Lamentablemente (o afortunadamente: porque eso eventualmente los detendrá), el “fantasma” de Hezbollah no desaparecerá con los bombardeos a civiles libaneses.

[2] Comentario informal de Bush al premier inglés durante un cuarto intermedio de una conferencia, sin saber que los micrófonos estaban encendidos y el mundo libre escuchando.

Ignacio Cofone
18 años
Estudiante de Derecho
i.cofone@sedcontra.com.ar