Por Carlos Santiago Maqueda.
Le habían prometido que iba a ser breve, se lo habían prometido, se decía, pero la reunión familiar, o lo que fuera eso, se prolongaba en el tiempo y no parecía dispuesta a ceder sino dentro de unas largas horas más. Se lo habían prometido, se repetía a sí mismo, con odio en su interior, se lo habían prometido. Por lo general, no soportaba esas tertulias interminables, en las que la gente hablaba trivialidades y simulaba ser feliz durante unas cuantas horas. Ser feliz, pensó de nuevo, como si eso fuera posible, como si la realidad lo permitiera con todo el horror que contenía. ¡Ser feliz!, se dijo una vez más, esta vez forzando una socarrona y resignada y triste risa.
El salón estaba repleto de gente, todos parados, vestidos de gala, con copetines y bocadillos raros—ni ellos sabían qué comían—, simulando disfrutarlos. La atmósfera era densa, opresiva, no se podía respirar. El eterno bullicio de las fingidas risas y una suave y grotesca música de fondo parecían ahogarlo, corromperlo. Trataba de hablar con algún que otro familiar, intentaba quitarse esas ideas que lo agobiaban, aunque fuese por un momento, pero había una pared, un muro de un cristal durísimo e invisible que lo rodeaba, imposible de destruir era, era un cristal que lo aislaba más y más, encerrándolo en una horrible prisión interior. Se sentía lejano, odiado, absurdo; estaba ahí configurando una horrible yuxtaposición dentro de un todo caótico y abstracto, como una gota en el oleaje del mar, como un suspiro en el aire, como un hombre en el hacinamiento perverso del subte durante las horas pico. Más risas y voces que se elevaban con terrorífico estruendo, el súbito ruido de un plato que se rompía, todos callados se quedaban y un “Yo no fui, mamá”, voces adultas que se reían y decían que no pasaba nada, las risas y las voces que volvían con su fuerza original, una mosca que le zumbaba en el oído, la luz de la araña del techo que lo encandilaba, el hielo de su vaso que se derretía en el whisky que simulaba beber, cuánto odiaba ese trago, la picadura de un mosquito sobre su nuca, cómo odiaba esos insectos, las uñas con sangre después de rascarse con violencia la picadura, la contemplación de la sangre que inundaba esas largas uñas, pensamientos suicidas que lo asfixiaban—lo tentaban—, emociones angustiantes que pujaban con ímpetu, querían salir de un adentro en un mar de lágrimas, de nuevo la mosca, ahora se le posaba en la nariz con sus horrendas y mugrosas patas velludas, un soplido aterrorizado para alejarla, cómo la odiaba, las burbujas del champagne que bebía su mujer, que subían hacia la superficie, incontables y perpetuas, para extinguirse en la totalidad, qué absurdo todo. Subían para desaparecer, iban derecho a la inexistencia, a la muerte, o a la nada, que era lo mismo, iban derecho, como él, como todos. Qué sentido tenía eso, qué explicación podía haber, ninguna, se decía una vez más, si todo era una náusea, un eterno sinsentido.
Asqueado, salió afuera. Necesitaba salir, necesitaba aire para respirar, para ahuyentar los fantasmas que asolaban su interior. En el patio enorme, sólo una pálida luz esparcía su lumbre en derredor, inundando de un tenebroso blanco la neblina que la circundaba. El aire soplaba con aciaga insistencia sobre su cara, revolviendo el oscuro cabello que le quedaba en sus sienes. Con ira desesperada rompió en mil pedazos el vaso de whisky sobre el piso de baldosas coloradas. Otra vez trató de despejar su mente, de alejarla de esos horribles pensamientos que la abrumaban una vez más. Vio un grupo de bichos que monstruosamente asediaban el farol del patio, los vio con desagrado, los vio con repulsión, le dieron náuseas, muchas náuseas—sintió arcadas—, trataba de pensarlos, de entenderlos, de admirarlos, a los insectos o a la luz, pero cada intento frustrado de conseguirlo, cada minuciosa observación nueva, cada detalle advertido, aumentaba su disgusto y su asco por ellos y por todo. Por sobre su cabeza, escrutó la luna y las estrellas que la decoraban, toda su vida le habían parecido hermosas, pero esa noche eran asquerosas, horribles, absurdas como toda la realidad. Un insecto, el lucero del alba, la constelación del Orión, un beso, lenguas que luchan entre ellas, saliva viscosa que se mezcla, microbios que se contagian, acto generativo que multiplicaba la especie, un manjar, una comida y la sensación consciente de estar devorando algo extraño a uno y tragándolo y asimilándolo, un diente, una caries, las nubes y sus ribetes extraños en un hostil y ajeno cielo azul, su madre, sus hijos, su trabajo y su jefe que lo odiaba y a quien odiaba, la vida, la existencia, el ser: todo era desagradable, nauseabundo, porque nada era coherente ni inteligible; todo era absurdo, y por eso, horrible—otra arcada asaltó su tráquea—. Cuanto más pequeño y minúsculo era algo, tanto más horripilante le parecía, porque en lo ínfimo de las cosas veía resabios de la enormidad del absurdo de la realidad.
Las arcadas lo vencieron. Sintió entonces la comida que acababa de ingerir rápidamente hacia su garganta, poniéndose al borde del abismo del vómito fatal, caliente la sentía, retorciéndose, la aguantó unos minutos, pero finalmente se dejó vencer y la devolvió con violencia en un rincón oscuro del patio, el olor a humedad de la lluvia inminente y a rosales floridos se mezcló con el hedor de lo devuelto. Se limpió la boca con la manga de su camisa blanca, qué importaba si se ensuciaba o no, si podría después limpiarse la mancha o no, o si tenía que volver a la fiesta o a su trabajo o irse a dormir, si todo era absurdo, sin sentido. Su pantalón oscuro se había manchado. De nuevo vino la angustia, esta vez a condimentar la náusea, colmando su pecho e inundándolo de un torrente de lágrimas, no iban a ser lloradas nunca. Anhelaba escapar, huir, no habían servido de nada la brisa, las estrellas y el patio, tampoco el vómito ni la angustia; su repulsión hacia todo aumentaba en impetuoso crescendo, la náusea informe seguía, aunque ya había devuelto todo. Estaba solo, aislado, incomunicado dentro del muro de cristal durísimo e irrompible; se encontraba cara a cara frente al sinsentido de la realidad, siempre había estado ahí, pero pocas veces lo había advertido, esa noche era una de esas pocas veces. Intentó gritar, gritar con todas sus fuerzas, la esperanza de ser oído por alguien que lo salvara fue más fuerte que su náusea, mas ningún sonido salió de su garganta.
No muy lejos de ahí, a unas cuatro o cinco cuadras, en el quinto piso de un edificio, alguien intentaba conciliar el sueño. No se podía dormir; vueltas y más vueltas daba esa noche en su cama, después de que su mujer se había ya dormido a su lado. El ventilador giraba desde hacía horas en lo alto, aspas que daban vueltas y más vueltas, infinitas, arrojando un leve vientito que no calmaba el calor con el que esa noche de verano los agobiaba, el cuerpo un poco pegoteado por la transpiración, el misterioso olor a humedad de la lluvia que ya se venía, los rayos de luna que penetraban silenciosos por la ventana abierta, iluminándolo todo.
Se giró hacia la derecha, para ver el rostro de ella en la penumbra. Dormía apaciblemente, y se la veía más hermosa que durante la vigilia. Sus bucles oscuros le caían sobre la frente y le tapaban los ojos; los corrió para verla mejor, parecía sonreír. Fijó su mirada en los maravillosos labios que tantas veces había besado con voluptuosidad, y los acarició suavemente con su dedo, siguiendo con él la figura de su boca. Qué cosa extraña, pensó, pocas veces había advertido lo inexplicable de esos labios, que parecían hechos para luchar con sus iguales, con los suyos, hechos para fundirse con ellos en una sola carne y en un solo aliento. Eran bellísimos, como las negras pestañas que decoraban las brillantes esmeraldas de sus ojos cuando despierta, y que las ocultaban en lo arcano cuando dormida. Eran meros detalles, nomás, pocas veces los advertía, pero qué maravillosos eran entonces, cuando los captaba y se daba cuenta de ellos, pensaba. Cuanta más atención prestaba, con mirada ingenua, infantil, más minucias encontraba, más motivos de asombro y deleite había. Los minúsculos y casi invisibles poros de la piel de ella, las lagañas que lentamente se iban formando durante la noche, algo verdosas y pegajosas, decorando esas pestañas oscuras, intentando opacar las esmeraldas al despertar, ese minúsculo lunar marrón cerca de su nariz, que trataba de desviar de las esmeraldas la mirada al despertar, los fugaces sueños que su mente estaría soñando, los temores ocultos en su alma, los amores que la colmaban, cuántas cosas había para advertir, para conocer, para desconocer, para intuir, para sentir, para amar. La realidad le parecía infinita, inagotable, hermosa, susceptible de proporcionar cada vez más detalles de los que admirarse y a los que contemplar extasiado.
Ella había dado a luz hacía cinco días, nomás. Su hijo dormía también, en su cuna, a unos metros de la cama de dos plazas. Se levantó sin hacer ruido, aunque María se movió un poco y murmuró algo entre sueños, no la había despertado. Caminó en puntas de pie hacia el lecho del niño, dormía también, dormía sin siquiera, todavía, ser consciente de toda la realidad, de a poco la iría descubriendo. Le esperaba un mundo desconocido por delante, tenía toda una vida por recorrer y un largo camino para andar. Otra cosa curiosa, pensó de nuevo, el niño éste; lo había hecho él, pero era totalmente distinto de él, y no lo había hecho para él; era otro ser humano. Lágrimas inundaron sus ojos, no se veían en la oscuridad, pero él las sabía; eran lágrimas de amor, de amor a la vida, de agradecimiento a ella por todo, de gratitud a la existencia que le había sido impuesta a él, sin consultárselo, que le había sido, más bien, regalada o donada. Ahora él también había participado del irrepetible acto generativo, invitando a otro más a esta cosa extraña, inexplicable y hermosa que llamamos vida, existencia. Observó sus minúsculas manos, cerradas y tiernas, la baba seca que se había derramado de su boca sobre su ropita, se la había tejido su abuela, rosa era el color, creían que iba a ser niña, los tímidos cabellos que recién empezaban a crecer, casi transparentes todavía, su pechito que subía y bajaba por el aire que respiraba, que respiraba ya, una vez fuera del vientre materno, sacado de él de una vez y para siempre, todo ensangrentado al principio y llorando.
Sin duda, eso —su hijo, su mujer, el amor a su hijo, el amor a su mujer— era lo mejor que le había pasado en la vida, y por eso lo mejor que le había pasado era la vida, con todos sus detalles, con todo lo inexplicable de ella y toda la maravilla que envolvía y entrañaba, y con todos los sinsabores y desalientos y dolores que siempre venían adjuntos a todo eso, eran siempre la excepción a la regla, tenían que serlo.
Miró desde la cuna, una vez más, a María, su mujer. La luz de la luna se colaba por la ventana y se expandía por sobre la sábana que cubría su cuerpo desnudo, y la sábana se elevaba y descendía al ritmo de su suave respiración. Se acercó a ella, y se puso en cuclillas al costado de la cama, contemplando sólo su largo cabello, sus hermosos bucles. Se olía su aroma a quién-sabe-qué-flores, era embriagante y liviano, suave, como a la brisa del campo en las mañanas de verano, cerró los ojos y degustó el perfume unos segundos más. Los abrió y vio la hinchazón que le había dejado una picadura de mosquito en su nuca, la examinó de cerca, de más cerca, podía ver en esas penumbras el minúsculo puntito por donde la trapera puñalada del aguijón había atravesado los infinitos poros de su tersa piel, sin piedad y sin preguntar, qué impresionantes que eran esos bichos, pensó asombrado.
Se irguió y volvió a su lugar en la cama, sin despertar a su compañera; qué cosa curiosa era la vida, pensó de nuevo, quizás lo más inexplicable que había, o lo único inexplicable, considerada en su conjunto, quién sabe. Cada cosa, cada animal, cada persona, cada minucia, cada detalle, era algo maravilloso, bello, digno de admiración. Quizás sólo esos detalles eran lo que hacía interesante la vida, o quizás sólo ellos eran la vida, se planteaba ya recostado en su lecho nuevamente; sentía la respiración de María en su cuello, qué hermosa se la veía, el aire caliente que salía de sus pulmones era una dulce caricia sobre su rostro; una mano que acaricia la mejilla de ella, un dulce beso en su frente, y a dormir de una vez por todas, en paz consigo mismo y con la vida.
La ciudad toda dormía ya, de duelo por el día que había muerto, y en expectativa del que nacería en unas pocas horas; era ese intervalo de silencio, de meditación, de reflexión, que sigue a la finalización de las tareas y el trabajo, y en el cual el recogimiento interior colma los espíritus de las personas, agradecidas del sol que se fue y en espera del que vendrá, y alegres de la luna y sus estrellas que están en ese momento en el firmamento. Inminentes albas doradas, fugaces y hermosos crepúsculos del amanecer, sol en lo alto que calienta y que ilumina y que quema, misterioso y rojo ocaso, fulgurante y escarlata, soberano del horizonte, últimas y agónicas luces del día, noche que lo cubre todo, cinturón de Orión, luna nueva, o llena, o creciente o menguante, lucero de la mañana, y todo que vuelve a comenzar: detalles nomás, minúsculos y pequeños —como una picadura de mosquito—, que cambian siempre, que vienen y se van, como el tiempo, y que siempre están ahí, aunque no siempre estén advertidos por una mente curiosa, para asombrarse y amarlos, o para desagradarse y repelerlos, están siempre ahí los detalles, y es uno quien los aprecia o desprecia o permanece indiferente ante ellos, ellos están siempre gritando para llamar la atención y ser, por lo menos, vistos.
Carlos Santiago Maqueda
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20 años
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Estudiante de Derecho |
s.maqueda@sedcontra.com.ar |