Por María Soledad D’Agostino.
Quedé impresionado. Supe de inmediato, y sin sorpresa alguna, que jamás presenciaría una gracia semejante. Sus cabellos de cebada, inamovibles en un recogido etéreo, delataban la pulcritud y fineza ajenas a este mundo que habían sellado siempre su hermosura. Entretanto, la delicadeza de sus movimientos ataba mis ojos a su contorno recatadamente curvilíneo pero osadamente ágil. El escenario se convertía en un lago de brillantes en el que aquel cisne inmaculado se deslizaba con soltura, como si le pertenecieran todas y cada una de las miradas de una audiencia hipnotizada, muda, cautiva. Con caídas suaves de sus brazos silenciaba el silencio mismo. Cada meditada levitación de su cuerpo efectuaba un estupor tímido en el público, de inmediato reprimido por el pudor de romper aquel encanto, aquel efímero momento de conexión divina que el arte permite sostener entre la realidad y la ficción.
Era la primera vez que la veía bailar, pero la conocía incluso más que a las escasas alegrías de mi vida. A pesar de la máscara maquillada que portaba, artificialmente iluminada, aquellas interminables pestañas y el frágil sonrojo de sus mejillas eran sólo uno de los múltiples disfraces que hacía suyos en cada obra, en el ballet y en la vida. Soberbia. Soberbia como una pantera de ébano que acechaba a su presa certera, sabía que cuando el telón cayera concluso, lloverían rosas como el aguacero de una tormenta de verano. Entonces se alzarían ovaciones en su nombre, coreadas por aplausos ensordecedores; para que todo el elenco supiera que la presentación era hueca sin su presencia. Para que el teatro y el mundo entero se percataran de su talento intemporal. Sabina era así: altiva, orgullosa, fugaz, impetuosa. Jamás me devolvió la felicidad que alguna vez conocí a su lado. Entró en mi vida con la vehemencia de una erupción volcánica, para enfriarse de la noche a la mañana como hace la lava.
La música clásica bailaba a su compás, cada nota rendida a los trazos de su figura entallada en gasas y sedas, ostentando piedras multicolores que robó de un arco iris. Sus pies, como diminutos canarios, daban saltos inquietos y se posaban aquí y allá, exentos del escrutinio atento entre el cual yo me refugiaba como incógnito espectador. De igual modo acaso me amó. Como un pájaro insatisfecho se posó en varias ramas de mi vida, sin anidar en ninguna. Recordé sus besos distantes, sus abrazos evasivos, sus miradas insondables y quise que se incendiara en una hoguera por hechicera, por diabólica, por traicionera. La magia que irradiaba con su coreografía me sosegaba el cuerpo y me enervaba el alma. Era recluso de un conjuro irremediable, junto a un público que calcaba mi sentir, que bufoneaba mis deseos de robar la atención de aquella deslumbrante muñeca, tan fuera de alcance como el cielo para un árbol.
Decidí presenciar aquel ballet en el Colón sólo para volver a verla, como reacia despedida. En el íntegro transcurso de las dos horas y media que duró “Sueño de una noche de verano” sus encantos insoslayables me esposaron una vez más. Quizás consiga esfumar en mi cabeza las imágenes de los ballonnés, entrechats y cabriolés que la ninfa Sabina trazó aquella noche en el aire, pero sus balerinas me punzaron fatalmente el tablado del alma. Libre de la mujer, caí en las redes de la artista. Seré para siempre, en cada función, un anónimo admirador perdido en el follaje de caras que contemplan, del lado real del telón, la pantomima equilibrada, ligera, suave y magnífica de sus movimientos.
María Soledad D’Agostino
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20 años
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Estudiante de Comunicación Social |
ms.dagostino@sedcontra.com.ar |