«Nunca tuve miedo de ser el plomito»: Entrevista a Antonio Carrizo

– ¡Pregunte, chiquita, pregunte!

Antonio sonríe y se inclina hacia delante. Contesta con soltura y espontaneidad, pero sus declaraciones no dejan de ser contundentes. Puede hablar tanto de historia como de la actualidad, de literatura como de deportes. Parece no haber ningún tema que él no haya explorado, desmenuzado y reflexionado antes. Sin embargo, en algún momento de la entrevista confesará: “No tengo dudas de que Dios existe, pero sí tengo despelotes conmigo mismo. A veces me pregunto: ¿estaré portándome bien?”.

Lo rodean su productora, su asistente, el técnico. Por momentos lo interrumpen, lo apuran. Él responde a cada pedido con una sonrisa tranquilizadora, sin preocuparse demasiado. Incluso llega hacerse el tiempo para mostrar las fotos de su perro que lleva plastificadas en su billetera. “¡Mirá qué amor, qué divino!”, exclama con tono casi infantil. Es que, a pesar de sus setenta y siete años, Antonio Carrizo irradia vitalidad. Gesticula y se mueve en su silla, como inquieto. Se saca su ya clásica boina, se la vuelve a poner. Habla fuerte y con énfasis, saboreando cada palabra, dándole el peso justo a cada frase. Escucharlo es asistir a una clase de oratoria. Casi se puede visualizar dónde pone la negrita, el doble subrayado y las mayúsculas. Un locutor nato ¿Y periodista? “¡No! Periodista, no. Locutor de radio y televisión, criado en una pequeña ciudad del mundo agropecuario hasta los dieciocho años, con escuela primaria y… eso.”

Pero Antonio sabe que él es mucho más que “eso”. Porque si bien en su entrañable General Villegas no había más que un colegio de campo, su pasión por el saber lo convirtió en autodidacta, y apostó a su educación aunque tuviese que ser fuera de las aulas formales. Sus mejores amigos fueron y siguen siendo los libros. Por eso, en primer lugar aconseja a los jóvenes que lean, que lean cualquier cosa, pero que lean. Que la palabra escrita sea tan fácil para ellos como respirar. Y que le den a la conversación (con amigos, con colegas, con quien sea) tanta importancia como a la lectura. Y apuesta a más todavía: “Pero que, al mismo tiempo, no le tengan miedo a la soledad y al silencio, que son tan ricos como la lectura y el diálogo”.

¿Hay alguien que lo haya marcado de una manera especial en su vida? Atina a decir que no, pero enseguida vuelve sobre sus pasos: esta será la primera y única vez que se corrige. Y dice con tono solemne e inapelable: “Mamá”. Repite varias veces esta palabra, como invocando su presencia. Su mirada se pierde, vaya saber uno, en qué paisajes de pampa y nostalgia. Aunque transita por lugares remotos, sus palabras llegan claras y vigorosas.

– Sexto grado, colegio de monjas, con una letra espléndida; me acompañó toda mi vida. Me tuvo a los dieciséis años. La vi crecer. Era una mujer muy blanca, muy fina… Muy tozuda. Fue ella quien me metió a trabajar en una biblioteca cuando ya no pude seguir la secundaria. Su locura era que yo me educara bien. Pero no lo consiguió – concluye, embebido en recuerdos.

(No lo interrumpo. Quiero dejarle este momento para sí. Pero sonrío: creo que Blanca sí consiguió que su hijo tuviese una buena educación, más de lo que Antonio mismo puede darse cuenta.)

Borges, Monzón, Gálvez, Piazzolla: esos son los reportajes que más le gustó realizar, si bien tiene en su haber muchas más personalidades. “Pero entrevistar a alguien no deja de ser trabajo, y yo no soy muy enamorado del trabajo”, concluye. He aquí un fenómeno extraño: le encantaría estudiar derecho y filosofía, escribir, leer (más todavía)… Pero ama holgazanear. La soledad y el ocio, sostiene Antonio, son maravillosos. Y se entusiasma con un viaje a Europa que hará en el verano. “Nada más que para caminar solo por Madrid y por Londres; para andar triste y melancólico, preguntándome qué estará pasando por Buenos Aires…”

A estas alturas no sorprende que se reconozca haragán en su profesión: de hecho, nunca trae preparados sus trabajos para la radio. Y, agrega con sonrisa pícara, a su productora le da rabia. Sin embargo, Antonio llega, se sienta en el estudio y graba una hora entera de… ¿qué? “Hoy por ejemplo hablé del Ulises de Joyce”, comenta despreocupado, como si se tratara de contar la historia de Caperucita Roja a sus nietas. Y advierte, señalando la mesa desnuda, inmaculada: “Porque, aunque no lo creas, yo no vengo con recortes y esas cosas…” ¿Pero no es entonces una preparación de años? “¡Si es lo que les digo a los muchachos: que no hay que prepararse tanto, si uno viene preparado desde antes…!”

Las cuatro menos cinco. Antonio tiene que irse, pero no se inmuta. Soy yo quien le señalo el reloj. Me invita a volver cuando quiera, para ver cómo es la radio desde adentro, para charlar, para lo que necesite. Y de repente recuerda a un chico que antes solía venir a la radio para presenciar el programa. Lo llamaban “el plomito” porque preguntaba acerca de todo: cómo se hacía eso, cómo se lograba aquello… “Y yo toda mi vida he sido muy curioso, muy preguntón… No tengo miedo de ser el plomito.”

Y fue esa valentía, ese empuje, combinado con una descomunal fuerza de voluntad y un profundo amor por el conocimiento, lo que hoy lo hacen uno de los pocos próceres que se mantienen imperturbables en la locución. Y, no obstante, al preguntarle por sus premios y reconocimientos (entre los que se destacan la cruz de Isabel la Católica y haber sido nombrado Caballero da la República Italiana), lo primero que dirá es que es socio honorario de Boca Juniors y del club Eclipse de General Villegas. Porque Antonio habrá recorrido incontables mundos de la mano de Dickens, Platón, Hemingway, Julio Verne… “Pero no por eso voy a renunciar al Martín Fierro de Hernández”.

 

Delfina Krüsemann

21 años

Estudiante de Comunicación Social

d.krusemann@sedcontra.com.ar