Por Mercedes Ales Uría.
La habitación giraba, giraba, giraba. Giraba como un enorme cubo blanco, lleno de puertas cerradas, herméticas y desesperantes por su lejanía tan próxima.
El cubo era blanco; blanco como aquella pintura de paredes rugosas; blanco que no es color, sino su ausencia.
Y en medio del habitáculo, un hombre. Un hombre solo como un oasis seco en la agonía del desierto. Un hombre en diálogo claustrofóbico con esas cuatro paredes blancas; un diálogo del que no puede escapar; ineludible, insoslayable y carcelero. Corre y golpea las puertas que no ceden… y vuelve siempre al mismo centro. Ese centro; su conciencia, su ser, su vida (que no es vida sino muerte suspendida) y su sombra cotidiana.
El habitáculo se encoge, se cierra sobre el hombre, palpitando, para luego expandirse, rítmico como el respirar: inhala, exhala, inhala, exhala. Respira y gira, respira y gira, respira y gira en un latir acorralado por puertas blancas. Su angustia, transparente como el vidrio y penetrante como un cuchillo de hielo, atraviesa el pecho del hombre. Y sólo su pecho. ¡Si tan sólo atravesara su mente! Su mente agotada y exhausta. Pero únicamente su pecho es herido y la herida se ahueca de vacío.
Entonces, sólo entonces, el hombre grita. Un alarido salvaje que se expande cual espiral huracanado por toda la eternidad: la locura.
Mercedes Ales Uría
25 años
Profesora de Derecho/estudiante/abogada