Por Enrique Cadenas.
Cuenta la historia que, en tiempos en los que no existían los dentistas ni los cinematógrafos, en el medio de la selva sucedió algo que iba a cambiar para siempre la forma de ver el mundo que tenían los tucanes.
El enero infernal se hacía sentir en aquel inhóspito verdor y la humedad del aire fomentaba las ganas de dormir la siesta en algún catre con mosquitero, o quizá a la sombra, sobre la tierra colorada y áspera.
En el cielo, cual saetas, zumbaban los mosquitos, a la pesca de algún pescuezo irresponsable de donde sacar sus fluidos alimenticios; en el suelo, las criaturas bífidas se encargaban de avistar talones desnudos para cumplir con su mandato bíblico.
Juan, ajeno a todo, vacacionaba en un sueño profundo que le daba un aspecto cadavérico. Sus manos yacían inertes sobre las páginas resecas y amarillentas de un tomo de la “evolución” de Van Dyck que no sería concluido, al menos por ese día. De su boca un fluido viscoso y translúcido caía pesado, esquivando al aire para abrazarse con el polvo y dejando unos inmensos cráteres que daban la impresión de una lluvia titánica de meteoros.
El hombre no estaba en este mundo y su cuerpo no tenía en menor interés en ocultarlo. No había nadie cerca para envidiar su trance, pero él estaba mas allá de toda opinión, en su reino de colores oníricos; las opiniones eran solo eso…
El soñador sólo soñaba, su preocupación no era otra que la de pensarse dormido eternamente para no tener que nacer a este mundo de vigilia. Quizá, de esta manera no tendría que regresar al mundo de los viajeros, en donde seguramente le obligarían a compartir esa fórmula de viaje al sueño. Pero Juan no quería: era suya, le había costado muchos golpes y retos de su mujer (que le decía que no llegue tarde a comer y demás clichés rosas), muchos chichones en la frente y frutillas sangrantes en las rodillas.
Dormía y, si por él hubiera sido, hubiese dormido hasta la eternidad, hubiese vivido sin contárselo a nadie en ese universo de ensueño, su último reducto y su mundo perfecto. Pero de repente sintió el olor a final inminente que suele haber al final de las películas en el cine…
Volaba en ese momento por quién sabe dónde, libre, jubiloso y soleado. La sonrisa curvilínea de su rostro de pronto ganó gravedad y se transformó en una fría y recta línea muerta. Sus ojos opacaron ese brillo libertino que antes irradiaban y el liso de su semblante se corrugó en un sismo de pensamientos… Escuchaba ruidos, y el problema era que él no los pensaba…
Luchaba con todas sus fuerzas contra aquel monstruo informe que pretendía arrancarlo de su fantasía. No entendía que un ser diabólico era capaz de terminar despiadadamente con tanta felicidad… Escuchó unos pasos y el crujir de los pastos y la paja circundante. Era hora de la batalla y no había escapatoria…
Negó hasta su propia existencia, procurando reducirse a un ser no corpóreo, con la esperanza de que esto lo hundiese mas aún en su delirio onírico. Imaginó cosas, unicornios, flores y agua, pero ya nada lo distraía de su enemiga mortal.
Al fin, su poderosa enemiga le clavó los colmillos de la desilusión en el mismísimo medio de su frente, y ya no pudo más. Sintió cómo las duras ociosidades hurgadoras de ese ser golpeteaban sobre uno de sus hombros, al ritmo de “Juan, arriba”. A su mente vino una melodía infantil que le recordaba su mortalidad y su pertenencia a la vigilia: era el mundo que lo llamaba, y la muestra gratis era sólo eso: una muestra.
Enrique Cadenas
20 años
Estudiante de Derecho
enriquecadenas@gmail.com