El zaino y yo

Por María Soledad D’Agostino.

No me dolieron los golpes: me dolió que me golpearan. De cualquier manera, hoy reconozco que actué mal. No me justifico, sólo doy mi punto de vista. Quizás, si papá me hubiera escuchado, las cosas habrían sido diferentes. Soy consciente de mi error, pero mi media hermana, Felicitas, también tuvo que ver, y a ella no la retaron. Sin embargo, ya no tiene sentido preocuparse; fue una buena lección y, como tal, la comparto con ustedes. Así servirá para algo más que dejarme colorada la cara…

Fuimos ambas a la Rural con papá, muy entusiasmadas porque veríamos los nuevos caballos del campo de Entre Ríos. Papá los vendería finalmente, después de haber invertido mucho tiempo y dinero en su crianza; estaba muy nervioso. Los compradores eran gente muy importante, porque los caballos eran pura sangre, de la más fina. Desde muy chica, sufro de una fascinación profunda con los caballos. Solía reincidir gustosamente en la peligrosa costumbre de meterme en los angostos establos del campo para darles de comer, acariciarlos, hablarles, en fin, cosas de chicos. Mi papá odiaba esas inconsciencias mías, y siempre me retaba. Por un lado por el riesgo de que los animales me “agredieran”, y, por el otro, porque podría “estropearlos” si se golpeaban de un sobresalto con algún extremo de los boxes. Ambas ideas me resultaban descabelladas y lógica consecuencia de un superficial interés de mi padre en la intimidad de los equinos. En primera instancia, un caballo jamás atacaría adrede a una persona, salvo colateralmente en caso de estar asustado, y, respecto a lo segundo, me era inconcebible la idea de un traspié propio en el trato con esta especie, a causa de mi profundo y compenetrado estudio casi desde la cuna.

Mientras escuchaba por enésima vez los meticulosos recaudos de mi padre sobre la  alimentación de los animales, un gaucho de nombre Lucero nos condujo hasta donde los habían expuesto. Me detuve de repente ante cinco corrales con los caballos más lindos que había visto en mi vida. Encerrados, parecían dibujos trazados con rústicas carbonillas de colores. Sus delicadas figuras de maciza musculatura se movían plácidamente, interactuando en casi visible conversación. Distinguí los pelajes: un zaino colorado, un bayo, un alazán y dos negros de un azabache encendido. Y me enamoré del zaino. Casi sin percatarme de lo que hacía, me acerqué a su corral con los ojos desencajados, atisbando cada movimiento del majestuoso animal, inquieto, en su corral. En una suerte de sueño, le acariciaba con la mirada el pelaje carmesí amarronado, su melena negra, su lomo curvo y virgen. “¡Señorita!” me gritó el gaucho “¡No se acerque a ese padrillo, señorita! Es arisco…”. Sentí como una mano pesada se desplomaba sobre mi hombro derecho. “Ya escuchaste a Lucero, Soledad, ni se te ocurra acercarte al corral, ¿me oíste?” agregó papá.  Asentí mecánicamente y sin escucharlos; aquel zaino me había cautivado.

Papá y Lucero se alejaron para ver monturas en la sala de exposición de accesorios de polo. Felicitas y yo nos quedamos con los caballos. En mi cabeza rondaban millones de maneras de esfumar la advertencia de papá, pero Felicitas se precipitó a decirme: “Sé lo que estás pensando. No es buena idea. ¡Papá se va a enojar mucho si hacés una de las tuyas!”. Acercándome aun más al caballo, contesté distraída “No voy a hacer nada”, pero retruqué tajante “Igual no te metas porque no es tu problema.” La miré con desazón “… es MI papá en todo caso y tuyo por error” me dije. “Está bien. Pero no te voy a ayudar si te falla la viveza criolla, y después no digas que no te avisé” replicó Felicitas, acariciando lentamente a uno de los azabaches. Me miró fijo. Sus ojos de almendra reflejaron, por un momento, una sólida malicia altanera, casi tan desagradable como ella. Luego, recobraron su habitual desinterés y se alejó, dejándome sola con los cinco padrillos pura sangre.

“Sos muy lindo, ¿sabés?” le dije al zaino colorado. Casi como respuesta, levantó una de sus manos y la hizo tronar imponentemente contra el piso del corral. Me reí. “Sí, ya sé que lo sabés”. Me miró con sus ojos profundos, y sentí toda la fuerza que el animal transpiraba. Definitivamente era un caballo brioso; no aquietaba la cabeza mientras agitaba su cola, negra como un tábano, que de brillo emblanquecía. Tenía una estrella en la frente que se desteñía inmaculada del bordó de su pelaje. Pensé que ni en sueños podría haber imaginado un mejor ejemplo de su raza, y con cada segundo que ante él se consumía, veía acrecentada esa belleza escultural. Me atraía tanto como el agua a un campo de trigo seco. Sentía el efímero perfume de lo prohibido acariciar mi nariz en un vaivén tentador, que me cegaba con un haz de ilusiones, cortando todas las cadenas que me ataban al buen obrar.

“¿Me abrís?” le pregunté al padrillo. Sonreía pícaramente mientras el zaino me observaba en obvio silencio. “Bueno, entonces abro yo”, me contesté. Suave, sigilosa y tan ágilmente como era mi costumbre, destrabé la cerradura del box. No hizo falta abrir demasiado la puerta; mi cuerpo pequeño se deslizó fácilmente por la estrecha ranura entreabierta del corral. El caballo no pareció inquietarse. Confiada, le hablé para tranquilizarlo. “Vengo a visitarlo, Sr.”, le dije en voz baja, “no se asuste que es su casa y me voy cuando usted me eche.” El animal respiraba impetuoso. Sentí su agitación incentivar mis ganas de montarlo, de treparme a su lomo y salir galopando lejos, hacia un campo verde infinito Acerqué mi mano a su hocico y la dejé a mitad de camino, esperando que completara el tramo por propia voluntad. Tímidamente, acercó su cabeza hasta mi mano resoplando atento, mientras la sangre se extendía palpitante desde mis dedos hacia afuera. Cada uno de ellos quería sentir ese pelaje rojizo, asirse de su melena negra y ahincarse en su cuello erguido. Lentamente, con la mano derecha, acaricié desde el hocico hasta su frente, y luego hacia abajo. Con mi otra mano, toqué su paleta (donde pudiera verme), luego el costado de su cuello, por debajo de la crin. El zaino entrecerraba los ojos, inmóvil (feliz) en aquel silencio que compartíamos.

De repente, oí pasos. Me asusté. El padrillo relinchó estridente en sorpresa y alzó las orejas. Desde el final del pasillo, un señor muy gordo, bajito y casi calvo caminaba apresurado a un lado de papá hacia el potrero. Casi sin pensarlo, me acurruqué debajo del bebedero, expectante. “… de la mejor estirpe, se lo aseguro”, escuché decir a papá, “Cautivo es su nombre. Sólo fue montado por el domador, uno de los mejores de Buenos Aires, especializado en caballos de polo. Me lo quiso comprar por su andar impecable. De casualidad nomás logré que me lo devolviera. Créame: pica como ninguno, no lo va a defraudar.” Entre los argumentos persuasivos de mi papá, destaqué aquel nombre. “Cautivo…”,repetí para mis adentros, “¡qué linda manera de definirte!”. “¿De cuánto hablamos?”, preguntó el cliente, con un tono suspicaz. “Eso se lo contesto después de que lo pruebe”, replicó papá hábilmente, “no vaya a ser cosa de que se me espante pensando que le estoy robando.” Se me heló la sangre. Sentía la cabeza y el corazón latir muy fuertes al unísono. Agitada y traspirando frío, imaginé lo que podría pasarme si papá me descubría; ya no habría excusa para librarme de una bien merecida paliza.

Al sentir el clic de la cerradura, me apreté tanto como pude contra la pared. El zaino se movía nervioso, su mirada fluctuaba desde mi lugar hacia papá y el cliente. Noté cómo la mirada sobradora del gordo mutaba en admiración frente a tan increíble espécimen. Papá entró bruscamente al box y, bozal en mano, se dispuso a sacar el caballo para ser ensillado. Felicitas llegó corriendo y se paró al costado del cliente. Su mirada se fijó inmediatamente en mí. Como el carancho observa el ineludible destino fatal de su presa, se rió para sus adentros con la misma seguridad con  la que yo me había reído unos minutos antes mientras abría la puerta del corral de Cautivo. Me dedicó su sonrisa más nefasta y tuve la palpitación infalible de que ya era víctima del implacable enojo de papá. Sin embargo, y para mi sorpresa, Felicitas enmudeció. Se limitó a pararse a un costado del corral. Era el momento. Una vez que estuvieron papá y el zaino fuera del corral, aproveché su conversación con el gordo para salir de abajo del bebedero y escapar del box. Pero cuando crucé la puerta abierta, sentí un golpe en el tobillo izquierdo. Arañé el aire en un intento desesperado por no caer al piso y fue a parar mi mano a la cola del caballo. Cautivo corcoveó, dio un salto y disparó con la rapidez de un redoble de tambor por el pasillo, llevándose por delante al gordo (que cayó en brazos de papá), a un petisero que herraba un alazán y a dos puestos de venta de licores artesanales. Sentí un dolor muy intenso en la frente. Levanté la cabeza con dificultad y observé, entre el ruido de millares de voces estridentes, cómo la risa punzante de Felicitas se jactaba de una brillante zancadilla. Mi cabeza latía fuerte nuevamente, pero esta vez un generoso chichón lo justificaba. Observé resignada la fulminante mirada de papá, mientras el gordo pegaba alaridos de dolor y se agarraba el pie derecho, que, aparentemente, Cautivo le había adelgazado con una pisada.

Lo que sucedió después no hace falta aclararlo, bien pueden imaginárselo. A falta de ideas, puedo sugerir algunas: papá tuvo que retirar sus caballos de la rural, comprar 40 botellas de licores artesanales mendocinos que nunca llegó a beber, pagarle al gordo exagerado la internación de tres días en el mejor hospital de Buenos Aires para que dejara de fingir su “irreparable” dolor de pie, devolver los caballos al campo (lo cual, para mí, fue lo único positivo de la situación ya que me permitió montarlos al verano siguiente, cuando recién comenzaba a aplacarse su enojo) y, como si fuera poco, desquitarse, al menos un poco, plantándome una buena mano en la mejilla. Jamás lo había visto (¡y sentido!) tan enojado. Aún hoy recuerdo la fuerza implacable de esa mano dura de campo estamparse en mi piel como el acero hirviendo del sello de marca del ganado. Más allá del golpe, sentí como mi ego de domadora hábil ante un zaino arisco se desmoronaba junto al intento de salir airosa de aquella situación que me tuvo Cautiva. Y fue ese orgullo golpeado, sin duda, lo que más dolió.

María Soledad D’Agostino

20 años

Estudiante de Comunicación Social

ms.dagostino@sedcontra.com.ar