Sed Contra 4

Juan terminó el colegio hace dos años. Durante la secundaria fue baterista de una banda que formó con sus  amigos. Se juntaban todos los sábados para ensayar y cada tanto participaban de algún show o recital caseros. A veces tocaban en alguna fiesta de quince o en alguna de egresados. Había un profesor de Música en el colegio que los alentaba siempre y cada tanto los acompañaba en sus improvisadas giras. Con sus amigos le tenían particular afecto y recurrían a él para todo tipo de consultas.

Cuando Juan entró a la Facultad a estudiar una carrera convencional, la banda se fue muriendo poco a poco, los encuentros se espaciaron y ya no existían fiestas en donde tocar, sólo boliches con música tecno a fondo elegida por un DJ anónimo. Concentrado en sus estudios, Juan fue dejando extinguir parte de la adrenalina que había mantenido plena su vitalidad durante la adolescencia. Dentro de unos años se recibirá de contador y su afición por la batería seguramente quedará para siempre como un recuerdo lejano de tiempos más sensibles.

Mariana tenía 15 años cuando se dio cuenta de que, además de su pasión por la lectura, tenía una cierta facilidad para escribir, acompañada de un gusto inconfundible por jugar con las palabras y darles sentido sobre el papel o la pantalla de su computadora. Su profesora de Historia les pedía cada tanto ensayos que la mayoría de sus compañeros escribía rápido, con desinterés y desidia, para cumplir. Ella, en cambio, los sazonaba con aquella veta literaria hasta entonces oculta. Una tarde la profesora la retuvo después de clase, quería comentarle lo sorprendida que estaba por la belleza y el vuelo de sus composiciones. Mariana confesó sonrojada que desde hacía unos meses garabateaba relatos y poesías en un cuaderno viejo que a nadie había mostrado.

Cuando Mariana entró a la Facultad de Derecho sus novelas dejaron de ser un pasatiempo para convertirse en una gravosa pérdida de tiempo, y las colecciones “Robin Hood” y “Billiken” no encontraron otro sustituto que los áridos textos jurídicos. Al principio le causó repugnancia el estilo artificial y pobre de la mayoría de los abogados escritores, pero de a poco se fue acostumbrando mientras su vocación literaria agonizaba tan rápida como decididamente. No tuvo maestros que percibieran las bondades de su pluma o fomentaran aquella inclinación que ahora sólo le traía a la memoria los bonitos años escolares. Sus únicos escritos eran los exámenes parciales, que le eran devueltos sin siquiera una anotación, aunque siempre con una nota que nunca bajaba del cuatro ni subía del siete. (Es típico de profesores mediocres, y más aún si son jóvenes, no reprobar a nadie ni poner notas altas.)

Antes de seguir debo dejar constancia de algo que debería ser obvio: para muchos –y en nuestro país esos muchos son escandalosamente demasiados– los años de la escuela distan de ser dignos de tierno recuerdo, como los de Juan y Mariana. Al contrario, para tantos niños y niñas son tiempo de buscar el pan y mendigar en una esquina, tal vez haciendo malabares sobre los hombros de un hermano mayor, si es que no son además tiempo de ser apaleados diariamente o incluso abusados sexualmente por quien debería darles cariño. Pobreza e ignorancia que matan, a veces en cuotas, a veces de golpe, matan el cuerpo y siempre el alma, o los hieren con heridas que ya nada ni nadie podrán borrar.

Vuelvo a los relativamente afortunados Juan y Mariana. Sus historias, tan ficticias como reales, se repiten una y otra vez aquí y allá. A la música y a las letras podrían agregarse otros ejemplos, como el dibujo, la danza, la pintura, el teatro y el cine. En el mejor de los casos, la mayor parte de la gente con inclinación artística explora su vena estética y experimenta con alguna de sus manifestaciones en los años escolares. Después, todo es cuestión de cumplir, prepararse para ganar plata –“la Facultad”– y luego ganarla –“la vida”–. Esto envuelve un más o menos consciente y más o menos deliberado aniquilamiento de una parte importante de la vocación de esas personas, que a fin de cuentas somos todos, si somos humanos.

Con la actividad física –otra dimensión humana que no puede reprimirse sin pagar un precio alto– esto no ocurre o no ocurre tanto, pues el deporte ha sido asimilado por nuestra vida frenética, tiene un lugar incluso en ella, aunque más no sea por obligación, para cuidar la salud o la figura; o muchas veces de la mano de la competencia, ese motor occidental que evapora la magia y transforma una fuente potencial de armonía vital en ocasión de lucha por un resultado. Por eso, los chicos deportistas tienen más posibilidades de no sentir la sensación de fracaso o vacío que inunda tantas veces a los frustrados artistas que no fueron.

Hoy parece tantas veces que la única alternativa de los chicos artistas es cruzar la “puerta azul” y entrar al reino del alcohol y de la droga, renunciando a la familia y acaso también a Dios. Si la disyuntiva es entre esto o dejar morir una parte esencial de lo que los hace auténticamente personas, aquellas opciones extremas de los jóvenes pasan a ser más que entendibles, aunque no sean justificables. Son el fruto amargo de una sociedad que se empeña en matar a sus poetas. Por eso, los adultos tenemos la responsabilidad de crear cauces a través de los cuales la juventud pueda canalizar sus inclinaciones estéticas sin necesidad de evadir, insalubremente, una realidad que debiera contenerlos. El desafío queda planteado. Ahora, es el turno de Sed Contra.

 

El Director

1° de abril de 2007