Cuando amar es mirar

Por Joaquín Astarloa.

Solo. Desamparado. Despojado de todo, cuando “todo” significa una mujer. Nada tiene sentido, ni siquiera preguntarse si algo lo tiene. Condenado está el hombre a existir. Resuena, presagiosa y tétrica, una voz nicaragüense: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo…”. Pero hasta Darío ha muerto: no hay con quien compartir este brutal adagio.

Nada hay que esperar: ella no vendrá. Aun así, no existe razón para emprender la retirada. ¿Retirada? ¿Retirarse a dónde? ¿Acaso hay algo mejor que esto?

Luego —quién sabe el tiempo transcurrido— los músculos se contraen para erguir el cuerpo, desplomado sobre la mesa de aquel frívolo restaurante de comida rápida. Se dirige hacia la salida con pasos decididos; quizás lo estén. La suave y calurosa brizna de la calle procura sin éxito explicar una incipiente piel de gallina.

Lanzado hacia lo incierto, empieza a caminar entre la muchedumbre. Torpes siluetas deambulan ahora a su par, pero sería absurdo sentirse seguro por dicha compañía. Aun así, el cuerpo se calma: delira… o miente por piedad.

Tal vez la parada de colectivos, veinte metros más adelante, sea la razón de sus movimientos. Sí, allí se detiene. Y pregunta a otros perdidos (para su suerte no enterados de aquella condición) banalidades propias del lugar que los reunía: recorridos, líneas, horarios.

La angustia y la resignación eran tales que más valía no haber nacido. Arrojado estaba el hombre a su propio fracaso, y no había ser capaz de eludirlo. De allí el vacío de aquel recipiente que llamamos caridad, de allí que haya quienes digan que el hombre genuino es egoísta: si ni siquiera puede lidiar con él mismo, ¿qué podrá hacer por el resto? ¿Cómo puede un inválido ayudar a otro? Aun más, ¿cómo puede ocurrírsele esto último? ¿Acaso puede el hombre llegar tan lejos en su idiotez?

Con la tristeza de quien conoce la espantosa realidad, y envidiando una ingenuidad ahora perdida, atravesaba esos ratos con intenso escarmiento y enorme consternación.

Pero alguien quiso darles fin.

Un hombre, desaliñado, joven, de esos de quienes se dice que más vale cruzar de vereda cuando se aproximan, se acercó con naturalidad. Lógicamente, nadie fue capaz de dirigirle gesto alguno. Al cabo de unos segundos, sin embargo, extendía uno de sus brazos ofreciendo un ramo de flores.

“Compraría uno de esos si tuviera a quién regalárselo”, pensaba. Pero, sin notarlo, las ideas se habían tornado audibles. El joven se acercó aun más. ¿Acaso pretendía acentuar ese dolor sin precedentes? Agachada, la cabeza, nostálgica y sufriente, hacía de escudo. Mas bastó un instante para que cediera: apacibles, dos ojos de inusitada oscuridad la forzaron a levantarse, al tiempo que una voz, analfabeta y balbuceante, rompió el silencio: “¿Por qué?”

Desconcertada, la cabeza se preguntó si a ella le iban dirigidas palabras tan insospechadas. Para despejar su duda alzó la vista, fijándola ahora en aquellas impacientes perlas negras. Fue tal su ternura, tal su calidez, tal fue aquella simpatía y fraternal comprensión, que me sentí mirado… y amado. Aquel cuerpo desdichado era yo mismo, ahora lleno de valor. ¿Qué habría sido de mí sin él? Aquel cráneo prodigiosamente débil, aquella voz incontrolable, aquella piel y aquellos pasos: todo era mío. Pero ese día bastaron dos maravillosos depósitos de cariño, bastaron dos ojos para no descreer.

Acogido como nunca imaginé imaginar —¿puede acaso un marginado consolarnos?— detuve el tiempo una vez más. Así relaté a aquel joven, con suma e inesperada confidencia, una historia de sentimientos y desengaños que había creído inconsolables.

Joaquín Astarloa

19 años

Estudiante de Derecho

joaquin_astarloa@hotmail.com