Por José Miguel Diez I.
El estudio de las escuelas del liberalismo y del comunitarismo puede llevarnos a pensar que el hombre contemporáneo está obligado a definirse por alguna de las dos. En efecto, es posible pensar que el camino de la filosofía moral o política acabaría por arribar a una inevitable bifurcación en la cual una vía nos volvería liberales, entendiendo que la sociedad se define a partir de cada individuo en particular que la compone, y que, a fin de cuentas, es lo único real; la otra, en cambio, nos constituiría en comunitaristas, concibiendo que existe algo que trasciende a cada individuo en particular, y que forma la racionalidad de la comunidad. Sin embargo, podemos descubrir en este dilema una controversia subyacente, y que nos plantea dudas sobre la distinción de las partes de esta dicotomía, ya que permite advertir en ellas un trasfondo común que, en lugar de distanciarlas, las hermana. Nos referimos a la antigua disputa entre Immanuel Kant, base del pensamiento liberal, y su sucesor G. W. F. Hegel, inspirador del comunitarismo.
Los liberales, en este sentido, se identifican con Kant en cuanto creen que el individuo puede darse leyes a sí mismo prescindiendo de la sujeción a otras que sean heterónomas, es decir, que le sean dictadas desde afuera.Este filósofo cree, en efecto, que es posible para cualquier ser racional alcanzar la formulación de principios morales sustantivos, mediante el uso de la forma pura de la razón práctica. “¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!”[1], clama en uno de sus libros. El único límite que esta facultad debiera reconocer es el Derecho, que se concibe como una herramienta para lograr la compatibilidad de las distintas libertades, y dentro de la cual las normas son válidas en cuanto admiten su universalización sin generar una desigualdad contraria a los derechos del hombre. John Rawls intentará revalidar esta ética kantiana entendiéndola como un medio para obtener, a partir de premisas formales, principios sustantivos. Kant reclama que todos los ámbitos de la vida, incluido el práctico, sean sometidos a la razón. La moral, para el filósofo de Königsberg y para el liberalismo, es susceptible de un debate racional que depende de la capacidad racional de cada individuo en particular.
El comunitarismo, en cambio, coincide con el juicio de Hegel al señalar que su predecesor alemán ha erigido, en torno a la razón, un ídolo absoluto. Para él, el gran problema de la filosofía kantiana es que sólo puede hacer abstracciones, que serían incapaces de encarnarse en las instituciones históricas y que, al inferirse de la particularidad de los individuos, resultan improcedentes, porque entre lo particular y lo universal existe un abismo que la corrección lógica no logra superar. Los comunitaristas, siguiendo a Hegel, propugnan una racionalidad sumergida en la historia, que no es abstracta y que supera el plano meramente lógico porque está llena de contenidos concretos, reconocibles en las costumbres, instituciones y formas de vida. A su entender, si el énfasis se pone en lo particular, terminamos por consagrar un hombre que, aunque resulte racional, vive atomizado y aislado. En cambio, si se pone en lo universal, y pensamos que el todo está presente por sobre el individuo, el sujeto es capaz de realizarse. A través del Estado el individuo llega a la universalidad, porque en él se universalizan sus deseos, convirtiéndose en Leyes. En este sentido es que los principales exponentes del comunitarismo, como Charles Taylor, rechazarán la concepción del individuo como un ente invariable y descontextualizado, ya que la identidad de las personas estaría constituida por sus fines, que son entendidos como el producto contingente de una comunidad histórica.
Hasta aquí notamos con claridad las diferencias que distancian al liberalismo del comunitarismo. Empero, para poder entender mejor estas dos corrientes es necesario adentrarse en los fundamentos de los postulados de Kant y Hegel.
Kant, a pesar de la confianza que, como hemos manifestado, tiene hacia la racionalidad del individuo, piensa que la posibilidad de conocer está gravemente limitada en el hombre. En su Crítica de la Razón Pura sostiene que la realidad final de las cosas –la “cosa en sí”- sólo puede ser conocida modificada por el intelecto de cada uno de los que conoce –la “cosa en mí”-. Es así como su filosofía se vuelve poderosamente subjetivista. Al hombre el mundo externo se le presenta como un “caos de sensaciones”, que es aprehendido y ordenado según la propia sensibilidad. Dicha sensibilidad a su vez estaría limitada por los moldes, llamados “formas a priori”, del espacio y del tiempo. De esta manera, nuestra configuración sensorial solo nos ofrece aspectos de la realidad. Además, también existen moldes en el conocimiento racional, que llamará categorías. Todo esto conduce a deformar nuestra percepción de la realidad. Las cosas no existen antes y fuera del hombre, sino solo en él. Por este camino Kant llegará a afirmar, en la Crítica a la Razón Práctica, que lo importante no es la teoría, sino la praxis que afirma la libertad de cada uno como persona moral. Para la praxis, sin embargo, se vuelve necesario un fundamento trascendente. Por esto Kant defiende el obrar como si Dios y el alma existiesen, si bien no es posible comprobar sus existencias.
Podemos reconocer la influencia de esta teoría del conocimiento kantiana en algunas de las principales innovaciones del liberalismo. La moral deontológica que éste defiende, en la cual el deber tiene prioridad por sobre lo bueno, es un corolario del imperativo categórico, ya que busca encontrar un procedimiento que permita, sin saber lo que es lo justo, arribar a conclusiones que todos observarán como justas. Lo importante, entonces, como vimos, es la praxis, y no la teoría. Esto es particularmente perceptible en el modelo de justicia puramente procedimental presentado por Rawls. Además, el apoyo del liberalismo en el contractualismo, como modo de dar razón sobre el origen y legitimidad del poder, es una forma de evitar una explicación de tipo metafísica, desacreditada por Kant al señalar que la razón acomoda la realidad, no logrando conocer más que la apariencia de las cosas. Por otro lado, el ideal que los liberales predican respecto a la autonomía del sujeto para determinar su propio plan de vida, donde los hombres sean dueños y artífices de su destino, se ve reforzado por esta facultad de conocer que se encuentra limitada por la subjetividad del individuo.
Hegel, por su parte, se enmarca dentro de la corriente del Idealismo que, en términos generales, cree en la existencia de un Espíritu del mundo que va desenvolviéndose en la Historia, produciendo toda la realidad y toda la existencia, explicitándose en el tiempo y en el espacio, aunque los trasciende a ambos. Así pretende superar los moldes deformadores del conocimiento de Kant. Hegel, en La fenomenología del Espíritu, nos muestra la dialéctica a través de la cual avanza este Espíritu: primero nos encontramos con una tesis, formada por lo objetivo, a cuyo paso sale una antítesis, constituida por lo subjetivo, siendo finalmente ambas superadas por una síntesis, en que se consagra lo absoluto. En este proceso no hay descarte ni eliminación, pues en la síntesis quedan comprendidas tesis y antítesis; lo absoluto absorbe lo objetivo y lo subjetivo. Dios es este Espíritu, que se va haciendo constantemente. Esta dialéctica sería la nueva metafísica. El espíritu subjetivo se manifiesta en el alma, en la conciencia y en el ser individual, mientras que el espíritu objetivo lo hace por medio del derecho, la moral, la ética y toma plena forma en el Estado. Entonces, el Estado representa al Espíritu, y por esto existe y se justifica por sí mismo; él da paso a la comunidad. Lo humano es algo esencialmente histórico. Definir, para esta filosofía, significa destruir, ya que la definición detiene el dinamismo dialéctico. Asimismo, el absoluto que de ella resulta, por su continua transformación, es potencial e inalcanzable.
Es observable el influjo del pensamiento hegeliano sobre el Espíritu en los postulados centrales del comunitarismo. El hombre real, para los comunitaristas, existe en dependencia de una historia que lo sobrepasa y que no puede supradeterminar; el hombre se encuentra siempre situado, y su contexto es el que le permite realizar su naturaleza. Alasdair MacIntyre señala: “lo que tenemos que recuperar ahora, es una concepción de la investigación racional como encarnada en una tradición” [2] . Desprecia esta visión cualquier punto de vista con pretensiones de neutralidad y universalidad, porque su carácter abstracto y artificial se desvincula de la praxis concreta que se quiere criticar. Al contrario de Rawls, para ellos el “yo” no es previo a sus fines, sino que se construye en relación a la comunidad a la que se pertenece. El sujeto se define por las elecciones que realiza y no por su capacidad de elegir. Los valores de una sociedad se explican dentro de su historia –como en el Espíritu de Hegel-, porque es ahí donde realmente se constata la dimensión política de la existencia humana.
Llegados a este punto, advertimos que tanto Kant como Hegel muestran desconfianza en la capacidad de percibir la realidad del hombre. Para el primero, la “cosa en sí” no es cognoscible debido a la subjetividad con que cada individuo aprehende la realidad; para el segundo, el hombre solo puede conocer dentro de una comunidad determinada, no existiendo una verdad sin un contexto. Además, en este último caso lo absoluto resulta inalcanzable, ya que su constante desarrollo lo vuelve evanescente. Estas teorías del conocimiento, entonces, comparten la creencia en la incapacidad del individuo para captar la realidad tal como es. La verdad kantiana es una elaboración que realiza cada sujeto al intentar explicarse el “caos de sensaciones” que lo rodea; la verdad hegeliana es el Espíritu, donde quedan comprendidos lo objetivo y lo subjetivo, y que se manifiesta en las instituciones sociales, que de esta manera quedan justificadas por sí mismas. Ambas posiciones rechazan el realismo gnoseológico de Aristóteles, que busca develar la realidad en sí antes que crear un sistema para interpretarla.
Rehusar la teoría del conocimiento realista lleva también a despreciar la metafísica, porque a la increencia en la verdad de la información que nos entregan los sentidos sucede el escepticismo respecto al trabajo que la inteligencia hace con ella para sobrepasarla. Situación que, por lo demás, queda de manifiesto en Kant cuando señala que se debe obrar como si Dios y el alma existiesen, si bien su existencia no es comprobable, y en Hegel al indicar que la dialéctica del Espíritu constituye la nueva metafísica. Las dos filosofías terminan, siguiendo este camino común, constreñidas al subjetivismo: un subjetivismo del individuo en el pensamiento kantiano, y un subjetivismo de la comunidad en el hegeliano. Estas consideraciones, de paso, llevan a desconocer el derecho natural, que se asienta en la estructura metafísica de la realidad humana.
En conclusión, a la polémica entre estos dos pensadores alemanes subyace un elemento común, al creer ambos que no es posible conocer la realidad sin que el individuo o la comunidad que la conoce la determine: el idealismo de su teoría del conocimiento. El liberalismo, en cuanto se desvincula de la verdad para buscar un acuerdo respecto a lo que todos han de obedecer como justo, y el comunitarismo, que piensa en la comunidad como un valor absoluto en sí mismo, son deudores de esta gnoseología. Por esto, pensamos que el sendero de la filosofía moral o política no se bifurca en este punto, sino en otro anterior, consistente en la confianza o desconfianza en la capacidad del hombre de conocer la realidad. Estimamos, en este sentido, que es necesario reivindicar el realismo, porque la realidad, entendida como algo que escapa a la manipulación subjetiva de los individuos, es el único parámetro que nos permite realizar un juicio objetivo sobre nuestras instituciones sociales.
[1] KANT, IMMANUEL: “¿Qué es la Ilustración?”, en Isegoria, 25, 2001, p. 287
[2] MACINTYRE, ALASDAIR: Whose justice? Which rationality?, Notre Dame University Press, Notre Dame, 1998, p.7
José Miguel Diez I.
Egresado de Derecho
23 años