Cuento

Por María Florencia López.

a

El cuarto estaba oscuro; había estado oscuro siempre; un oscuro raro; inmenso; un oscuro que le ganaría a cualquier otro oscuro. Tanto, que una pequeña ráfaga de luz  – por más mínima que fuese- podría a estas alturas herir; lastimar hasta el fondo; como una gillette filosa mal sostenida o como el amor, en el mejor de los casos.

b

Ese cuarto que, repito, estuvo absolutamente oscuro siempre, ese cuarto que se había tragado los colores -de manera egoísta-, a todos, era el cuarto más pequeño que yo había visto en mi vida; y no vacilo en esto; y eso que yo había visto muchos. Tan insignificante y mal ubicado estaba, que se había convertido en mi obsesión en los meses de verano.

c

Un cuarto–caja al que yo le decía cuarto, y que colgaba –permanentemente- de una de  las más altas ramas del árbol –único– que tenía el patio. Colgaba con atrevimiento y descaro, de la mismísima manera que las hojas propias del árbol – que, en realidad, no colgaban sino que nacían; es decir, se notaba que eran parte o que de alguna manera fluían del árbol, digo. Al cuarto-caja le pasaba lo mismo que a las hojas, o a mí me pasaba lo mismo con el cuarto-caja, me dirían luego; aunque luego fuera tarde, claro.

d

Lo que a mí me alteraba -creo- era que esa caja era uno de esos objetos que siempre quedaban bien parados, o colgados, en este caso. El hecho es que  a mí  -que lo miraba desde abajo, desde el pasto/verde/crecido- eso no me era neutral.

Cada vez que me acordaba de la existencia del cuarto-caja, me iba y me venía una sensación acalorada, molesta, insalvable, hasta densa podría agregársele para los 11 años que tenía en ese entonces; era una sensación que en ese momento no tenía comparación, como las empanadas de la abuela, que no se comparan con nada.

e

El cuarto-caja estaba en el patio de la abuela -la de las empanadas-, donde yo había pasado mis veranos hasta los 15 y desde que me acuerdo; y desde que me acuerdo también estuvo la casa o el cuarto o la caja colgado del árbol que después podaron cuando la abuela se mudó al departamento de Alberdi.

No pude estar cuando lo tiraron abajo; dicen que costó muchísimo, que estaba arraigado a la tierra, que parecía que se quería quedar, pero se tenía que ir, y se fue, o lo sacaron. No sé a donde lo tiraron ni qué hicieron con sus restos.

f

El jueves pasado, en el bar de la esquina de casa, me encontré con un amigo de mi tío -que había sido el jardinero de mi abuela-; le pregunté por el árbol para evadir al cuarto. Me dijo que había sido uno de los trabajos más difíciles de todos los que había hecho en toda su vida, que le dolieron los brazos muchísimo después de arrancar esas raíces, que no se podría olvidar -nunca- de ese dolor. Lo miré tiesa, me dio escalofríos mientras lo contaba.

g

Cuando me iba del bar, me dijo que el cuarto no estaba sólo; digo, que no estaba vacío, cosa que nunca imaginé, cosa que nunca se me ocurrió cómo imaginar; no quise escuchar qué había adentro, aunque lo dijo; no quise escuchar, pero escuché porque estaba ahí yo y él lo dijo.
Mientras salía por la puerta vidriosa y pesada del bar, me vino una sensación -sin aviso- que ahora sí podía comparar; usé todo el camino a casa -es decir, media cuadra- para pensar que no podía ser que hubiera esas cosas en los cuartos que están siempre oscuros.

María Florencia López
mflorencia_lopez@hotmail.com