Por Rodrigo Vera.
Era sábado por la mañana, y se alegró de haber elegido ese momento de la semana para el encuentro. Era, ciertamente, un día hermoso. El sol bañaba las hojas amarillentas de los árboles de plátanos que inundan con su amplio follaje las veredas de Palermo. La ciudad estaba tranquila, pocos automóviles modificaban ese paisaje agradable y transparente que rodeaba al café donde él la estaba esperando.
Había llegado unos veinte minutos antes de la hora convenida para poder habituarse al lugar, ir amigándose con los muebles y demás ornamentos que componían esa atmósfera antigua y afable que inundaba la cafetería, y desde ese entorno cómplice poder hablarle con mas seguridad; cualquier ventaja que pudiera obtener por sobre los nervios sería bienvenida. Él la había invitado solamente a tomar un café, aunque ambos sabían que eso no era más que una excusa; de hecho, él ya se había tomado uno doble antes de dejar su casa, para estar más despierto y lúcido. La voz de ella en el teléfono había sido una aceptación que no permitía insinuar más nada: no había tenido un tono del cual pudiera inferirse emoción o sorpresa alguna, pero tampoco sonó distante o escéptica. Quizás los nervios también la invadían a ella al escuchar nuevamente su voz, que él intentaba hacer sonar segura y despreocupada.
Apenas logró su aceptación, él intentó hacer un comentario divertido, como para distender el momento tenso que supuso ella también vivía; pensó en decir algo así como: “Después de todo lo que compartimos, tomar un café tampoco parece mucho, ¿no?”, pero se dio cuenta que con ello quedaría completamente expuesto y vulnerable a la respuesta que ella le diera…Una risa alegre le infundiría desmesuradas expectativas, mientras que alguna respuesta distante o evasiva le hubiera significado un frío en la panza que no quería volver a sentir, no sin antes haber jugado su mejor carta. Entonces, optó por el silencio. Una breve despedida, y a esperar.
La espera tampoco resultó el camino más fácil, ya que el paso del tiempo adquirió otro matiz, mucho más lento, casi infinito, agotador. Muy agotador. Deshilvanaba los minutos pensando en las cosas que debía recordar durante la conversación. Pronto se dio cuenta de que le iba a ser imposible recordarlo todo, cada detalle de los sucesos que necesitaba explicar, porque la sola proyección imaginaria de cómo sería el diálogo frente a ella le producía un leve temblor en la columna y en las piernas que no podía controlar. Con sólo imaginarla delante suyo, con esa mirada profunda que siempre tuvo, ya alcanzaba para que sus músculos se tensionaran (a pesar de la cómoda posición que había logrado en el sofá del living) y para que sus pensamientos se desvanecieran en una neblina que opacaba las palabras que debían salir.
La conciencia de que esto le estaba ocurriendo en su propia casa lo desesperó: ¿cómo sería si estuviera realmente delante de ella en ese momento? Prefirió no imaginarlo. Decidió entonces que sólo practicaría los primeros tres o cuatro minutos de la charla. Primero vendría la introducción de rigor: saludo de bienvenida, algún comentario sobre el clima, lo linda que estaría la mañana y lo deliciosas que suelen ser las masas dulces en esa cafetería. Antes, obviamente, había averiguado el pronóstico del tiempo para asegurarse de que el sábado no llovería, lo cual hubiera afectado sin dudas el ánimo de ella, y también había elegido ese café justamente por las masas, sabiendo su gusto por los dulces, sobre todo a la hora de desayunar. Luego trataría de llegar sin cortapisas al mensaje más importante: que la seguía amando.
Sus palabras debían sonar seguras, y resultaba imprescindible que ella percibiera que el pedido de perdón era sincero, auténtico, al mismo tiempo que no delatara la desesperación en que había caído en los últimos tiempos por extrañarla de esa manera tan sorpresiva y cruel. Él sentía que gran parte de su futura felicidad se definía en esa charla, razón por la cual no era exagerado pensar en todos los detalles que él podía manejar; y, con respecto a lo que no podía manejar, el destino seguramente haría lo suyo.
Ella entró al lugar lentamente; no miró a su alrededor sino luego de haberse cerciorado de cerrar bien la puerta. Parecía tranquila en sus movimientos. Lo vio sentado en una mesa al lado del gran ventanal que daba a la calle. Él dibujó una sonrisa cuando se encontraron las miradas; ella supo que se avecinaba una conversación difícil.
Se acercó zigzagueando a través de las mesas desocupadas. Vestía una pollera larga, suelta, de colores claros, con unas sandalias chatas y un saquito liviano de lana beige. Todo el atuendo era nuevo, según había deducido él, pues no recordaba esas prendas. Quizás formaban parte de la nueva vida que ella había decidido emprender sin él, quizás ella no había sufrido tanto después de todo, quizás era mejor dejar de seguir pensando. Al llegar a la mesa ella lo miró apenas un instante y su cara insinuó un leve intento de sonrisa, mientras se sentaba en un movimiento continuado, algo presuroso. Dirigió la mirada a la mesa, a los sobrecitos y terrones de azúcar que yacían en el centro de ella, luego se detuvo en el pequeño florero junto a la ventana que contenía tres margaritas de colores distintos. Él se dio cuenta de los nervios que ahora la asaltaban y se sintió mas tranquilo. Ella miró por un instante a través de la ventana, observó la calle vacía, luego posó su mirada sobre las hojas amarillas esparcidas en la vereda y sonrió: parecía recodar algo. Él lo supo, y disfrutó de pensar que quizás ambos recordaban el mismo viaje del otoño anterior. Ella finalmente volvió su cabeza y lo miró directamente a los ojos, en silencio; su cara parecía más relajada, aunque la sonrisa había desaparecido.
Él tomó aire para empezar con las palabras que había planeado decir… pero el pecho se desinfló lentamente sin que pudiera pronunciar absolutamente nada.
Ella pareció confundida por ese gesto, y frunció levemente el seño en señal de curiosidad. Él se dio cuenta que todo iba a ser mucho mas difícil de lo que había pensado. Sintió súbitamente un nudo en la garganta, y bajó su vista hacia la mesa, fijándola en el pequeño frasco de cobre que contenía los terrones de azúcar, como si allí estuvieran escritas las palabras que debía repetir. Ante el desconcierto, ella prefirió evitar cualquier pensamiento confuso y se centró en las experiencias vividas en los últimos tiempos: recordó las lágrimas, la decepción, la bronca, la tristeza. Se le endureció el semblante y lo observó fijamente, escudriñando cada gesto que pudiera romper la quietud de la escena que tenía frente a ella. Ya le conocía sus discursos, sabía que tendría palabras calculadas, y esta vez había decidido no creérselas como antes.
Él finalmente juntó coraje, abandonó su absorta contemplación de la mesa y levantó el rostro frente a ella. Entonces se sintió sorprendido y abrumado ante la mirada firme de esos ojos marrones que siempre supieron ver directamente en su interior y que en ese momento perforaban cualquier intento de aparentar calma y soltura, clavándose incisivamente en su alma. Trató de sortear la situación con una sonrisa nerviosa y, dirigiendo sus ojos hacia el costado de la mesa, tomó con una de sus manos la carta de menú que había allí. La trajo hasta sí, sosteniéndola ahora con ambas manos, pero entonces quedó inmóvil, no atinó siquiera a abrirla, sabía que ese gesto era inútil, que no podría maquillar de normalidad a la situación que estaba viviendo y, sobre todo, que no alcanzaría para distraerlo del vacío que sentía crecer en su pecho.
La conciencia del abismo que nacía entre ambos en ese momento lo derrumbó finalmente; un temblor gélido volvió a nacer de sus entrañas y apenas atinó a cerrar los parpados; el nudo en la garganta se transformó en una soga firme que empezaba a asfixiarlo, un mareo repentino le hizo dejar de sentirse dueño de sí mismo por un instante; las palabras que había pensado desaparecieron para siempre, como si nunca hubieran existido; los músculos del ceño se contrajeron como si tuvieran vida propia, como queriendo alejar a esos ojos lo máximo posible de aquel escenario; el tiempo pareció detenerse en ese instante culmine de dolor, de saberse derrotado en la batalla mas importante, de sentirse más solo que nunca antes; y una lágrima, que se había gestado en las profundidades de su pecho, emergió tímidamente por los pliegues de su mejilla izquierda. Una lágrima grande, nueva, distinta a cualquier otra, fruto de la desolación que lo inundaba en ese momento y que lo había acorralado por semanas, avanzó lentamente por su mejilla, desangrándose en su apacible andar, hasta iniciar precipitadamente su caída hasta el mentón; allí se detuvo un segundo, dos, tres, juntando fuerzas, creciendo, hasta zambullirse finalmente en la dureza de la mesa, explotando en invisibles partículas húmedas que se esparcieron en la madera opaca. El silencio fue absoluto, la ciudad pareció desaparecer, los relojes se detuvieron en ese instante interminable, el universo entero se redujo a la incontenible tristeza que usurpó cada célula de su cuerpo, un cuerpo que ya no le pertenecía. Otra gota de dolor empezó a emerger en la comisura del ojo derecho, presta a iniciar el mismo derrotero, fruto del la misma aridez del alma, comenzó raudamente su caída fatal… Pero allí quedó, inmovilizada por un gesto humano, por la huella de un pulgar que la aplastó contra el rostro que la emanaba, y la escurrió lentamente por el pómulo en un sutil movimiento hacia la oreja, al mismo tiempo que el resto de esa mano suave y cálida se posaba delicadamente en la mandíbula tensa. El otro pulgar se apoyó en la mitad descubierta del rostro, sobre los pliegues del ojo que amenazaba más dolor, y secó los rastros húmedos del pómulo en un leve movimiento descendente. Ella sintió que los músculos de esa cara se aflojaban: primero el ceño, las mejillas, los labios, finalmente los parpados. Él abrió sus ojos vidriosos, como si fuera la primera vez que lo hacía, y la vio a ella más hermosa que nunca. Dos nuevas lágrimas nacieron, y murieron en esas manos cálidas que lo contenían. Pero en su breve vida, en su alma cargada de dolor y sentimiento, lograron expresar, de inmejorable manera, lo que había para decir. Ella, con sus manos, también.
Alvear, invierno de 2009, al lado del hogar.
Rodrigo Vera (27)
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