Por Enrique Cadenas h.
Algunos dicen que nació en Polonia o en algún frío lugar de Europa del este. Otros afirman que nunca nació y que existe desde toda la eternidad.
Sus únicas posesiones, aparte de su prolija pero sencilla vestimenta, son una pequeña boina negra y una caja de lustrador con pomadas y cepillos para zapatos. Además, tiene una revista algo amarillenta y de tapas rojas que está escrita en un idioma desconocido y que según muchos contiene todos los secretos del universo.
“El señor del tiempo” tiene una particularidad que lo distingue entre el enjambre despiadado de Lavalle y Florida, en donde lustra zapatos: tiene el poder de controlar el tiempo.
Él tan solo se sienta sobre una baldosa y mira. Una media sonrisa se dibuja en su blanquísimo y soleado rostro.
Mira y su mirada parece perderse entre la multitud de personas que ocupadísimos, huyen a sus trabajos.
Su mirada parece perderse pero no se pierde sino que traspasa los ignorantes ojos de todos conociendo sus historias, sus pesares y sus llantos.
Cada tanto alguien viene y le pide que le lustre los zapatos. Él sonríe y con una ceremoniosidad sencilla, da inicio a su sacratísimo ritual.
Cuando trabaja, el mundo parece reducirse únicamente al cuero de los zapatos que lustra. Sus movimientos son absolutamente lentos y arrítmicos. Fuera de todo tiempo e incronometrables. Para nosotros -los ignorantes- son perturbadoramente lentos.
Cada pasada y cada movimiento son una obra de arte y el sonido de las cerdas del cepillo rascando el cuero, parece una risa tranquila y alegre que se pierde en la inmensidad de unas montañas.
El mundo es por un rato, ese zapato y ese cepillo. Los atolondrados transeúntes pasan a un segundo plano y el golpeteo de sus pasos y sus teléfonos se envanece y se transforma abruptamente en quietud…
Nadie lo sabe pero en ese momento, algo muy grande está sucediendo. Algo que reventaría las sienes de cualquier científico o teólogo y paralizaría de espanto a casi cualquier mortal.
En ese preciso instante, en Lavalle y Florida, el tiempo deja de ser “el tiempo” y pasa a ser nada… de un modo extrañamente parménico pasa a “no-ser”.
“El señor del tiempo” logra enjaular a la bestia por un rato – por el tiempo exacto que dura una lustrada de zapatos- y luego ya nada es como era antes, simplemente porque “antes” y “ahora” solamente existirán siempre que a nadie se le ocurra pasar por Lavalle y Florida, con el alma cansada, la mirada perdida, el reloj que funciona y los zapatos sucios.
Enrique Cadenas h. (22)
Abogado