Por Santiago Legarre.
El año 2008 leí 14 novelas: 8 en inglés, 5 en castellano, 1 en italiano. De los 14 libros, 5 eran obras mayores (en tamaño) y 9, obras menores (ídem). Eso surge de mi resumen anterior, titulado “El 2008 en novelas”, publicado en Sed Contra 11.
Este año 2009 que acaba de acabar logré mantener la marca de 14. Esta vez fueron 6 in English, 7 en castellano y 1 en francés. De estas obras, nuevamente 5 fueron obras mayores (que ahora llamaré Masters 1000) y 9 menores (Masters 500 o Masters 250 según su tamaño). De los autores leídos en 2008, 4 fueron leídos una vez más en 2009, y vaya que lo merecen: Cortázar, Galdós, Waugh y Dostoevsky, en ese orden. De los restantes, 7 fueron nuevas incorporaciones; a los otros dos ya había tenido el placer de disfrutarlos en el pasado: Jane Austen y Javier Marías.
Estoy conforme con el 2009, aunque me quedo con la sensación de que el 2008 fue un año mejor en calidad, sensación que, sin embargo, se evanesce en parte cuando repaso la lista de este año:
Comencé, en las vacaciones, con la obra magna del año, que parece insuperable: Le compte de Monte-Cristo, de Dumas, en una cómoda edición francesa de dos tomos de 700 págs. cada uno, que me trajo Thomas Duve de una librería de Hamburgo. Todo lo que pueda decir será poco, pues El Conde ha estado presente a lo largo de todo mi año, como fuente de inspiración para charlas y escritos en La Nación, y como un entretenimiento atrapante y profundo durante su lectura. Además, la dicotomía Dantés-Montecristo, que me recuerda a Jeckyll and Hyde…
Al volver de un campo donde descansaba, agarré, por fin, la novela de Jane Austen que me faltaba para completar el sexteto: Northanger Abbey. La primera parte me pareció un encanto y fue un placer total. La candidez inocente de Catherine Morland derrite. La segunda parte, si bien cuenta con chispazos de la protagonista, se enrieda en una oscuridad (gótica, debería agregar, para el manual wikipédico) y en un rebuscamiento que no terminaron de gustarme. Juvenilia, de Miguel Cané, fue el pequeño libro ––cómodo para un viaje–– que me llevé a Mendoza por unos días para completar un mes de lecturas pequeñas: Masters 250. Buen castellano, mucha historia anecdótica, pero poca trama.
Siguiendo en lengua castellana, reincidí con Julio Cortázar ––primera reincidencia del año: ya adelanté que hubo varias, comme il faut––; esta vez fue Los premios, una novela distinta de Rayuela: más convencional, más normal: en cuanto al fondo pero sobre todo en cuanto a la forma. Su castellano obviamente impecable carece de las transgresiones, genialidades y toques mágicos del otro libro, que le siguió (aunque yo lo leí antes). La trama de Los Premios es, en cambio, su punto fuerte: desconcertante y soprendente, uno no sabe qué esperar después; y sigue leyendo día y noche, sin poder parar. Hay un par de golpes muy fuertes en materia sexual, que pueden voltear al lector tierno, aun cuando nada es explícito y el lector que además es distraído hasta puede no darse cuenta.
Vuelta al inglés, y a lo contemporáneo ––para variar––: The Road, la sonada novela de Cormac MacCarthy, sonada sobre todo porque acaba de ir al cine de Hollywood, con actores conocidos (Viggo Motensen, Charlize Theron, Robert Duvall). Hace poco leí una entrevista al autor en la que contaba haber recibido varias cartas de gente contando que había empezado a leer el libro ––relativamente corto–– al mediodía y no había podido parar hasta terminarlo a las 3 de la mañana del día siguiente. A mí me pasó algo parecido. Vale la pena. Y la prosa, bíblica, está súper lograda y gusta, al que logra sobrellevarla.
Vuelta al siglo XIX español ––un lugar infaltable cada año–– para leer por primera vez a Pedro Antonio de Alarcón: El Escándalo. Se podría abundar acerca de las virtudes de esta quinta pluma que se suma a mis Pereda, Clarín, Galdós y Valera. Pero el punto fuerte de este libro es, sin duda, su trama, la historia adhesiva que relata y que el lector no puede ni quiere dejar. Se distingue Alarcón de los otros miembros de mi devenido quinteto en que la moraleja es aquí explícita y tiene un lugar prominente, que algunos más cínicos o contemporáneos llamarán moralizador (y a la moraleja, moralina).
Llegó entonces el hueso duro de roer: Waverley, de Sir Walter Scott. ¡Cómo sufrí con este libro! Me lo había regalado Paul Yowell como recuerdo de nuestro viaje a Edimburgo del 2004, y hasta entonces lo tenía durmiendo, esperando. Por fin, le hinqué el diente. Y cómo dolió. Luego de entretener de a ratos la tentación de dejarlo, y volver así a un pecado de cuya ocurrencia no recuerdo ya la última vez, perseveré. ¡Y cuánto valio la pena! No solo por la historia en sí sino también por el primer contacto con un inglés más difícil, por la conciencia de haber incorporado un gran clásico de la literatura, por el mayor entendimiento de la inserción de Escocia en Europa (continental) y por la satisfacción que da siempre el fruto del esfuerzo: la lectura no es gozo perpetuo: para eso está el Cielo.
Pasados los largos dos meses que me llevó el libro del poeta nacional escocés opté, como compensación, por una lectura muy corta, y fácil, casi de fin de semana: Marianela, del infalible Benito Pérez Galdós. Tanto me gustó, que inmediatamente la asigné para el Taller de Escritura de la UCA, para regocijo de casi todos, y lágrimas de muchas.
Luego pasé, con cierta incertidumbre, a un libro del cual la única garantía era la fuerte recomendación de algunas personas apreciadas: David Copperfield, mi primer contacto como lector con Charles Dickens. Tal vez este fue el libro del año. Pero para qué comparar. (Tengo que insistir en dejar las escalas y los ránkings.) Saqué seis páginas de notas de David C.: medallones de oro que después repartí por aquí y por allá en charlas, clases y escritos. Al igual que Karamazov, pienso que Copperfield es como una segunda biblia. No hay que parar de recomendarla.
Alarcón tuvo el privilegio (je: los muertos, ¿privilegios?) de encontrarme visitándolo nuevamente en un mismo año. Esta vez leí su clásico El Niño de la Bola. Todo lo que dije de El Escándalo sobre lo atrapante de su trama y lo manifiesto de la moraleja se aplica con creces a El Niño de la Bola. Para el hombre de hoy el libro plantea un problema, pues si bien el relato resulta de una lectura mucho más fácil y llevadera que otros libros dieciochescos, el cinismo ahora prevaleciente difícilmente sea permeable a una intención tan claramente docente en materias éticas. Pero a mí el final de El Niño de la Bola me parece de un realismo tristemente convincente.
Seguí con obras menores, para juntar energía y acometer tal vez algo gordo antes de que el 2009 acabara. Y agarré un Javier Marías, apoyado en la teoría de confiar en autores que ya me han gustado. Travesía del horizonte, sin embargo, no me pareció un gran libro, ni lo recomendaría. Aunque fue interesante observar qué pudo hacer a los 21 años un tipo que después ha llegado tan lejos.
Otra reincidencia del año ––y otra obra menor––: Helena, de Evelyn. ¡Qué decepción! Creo que ahora entiendo por qué a veces un autor adopta un libro propio como su favorito (como hizo Waugh con esta versión novelada de la vida de la madre de Constantino): porque lo nota especialmente débil. Como una madre hace con su hijo más flojito (o enfermo) y trata de disimular ante los demás.
Mujer de rojo sobre fondo gris, de Miguel Delibes, fue una recomendación del Padre Gabriel Dondo. Creo que no es mi tipo de libro y, además, requiere bastante concentración. Pero tiene una pluma cuya perfección consiste en el perfil bajo y la falta de ostentación, y se encuentra, por otra parte, pleno de valores rescatables.
Lo logré y junté fuerzas para terminar el 2009 con un Masters 1000: Crimen y Castigo. Mi reincidencia rusa fue nuevamente en inglés, nuevamente de la mano de la admirable Garnett como traductora de lujo. Pocas veces leí tan rápido un libro, y no es que sea un libro ligero. Pero es un tobogán imparable. Alguien me dijo: al leerlo debes tener un psicólogo al lado para luego recuperarte. Cierto que es duro. Cierto que el lector se siente por momentos identificado con Raskolnikov, un asesino que podría ser cualquiera de nosotros, no como los típicos matones de novelas y películas más convencionales. Cierto que Raskolnikov se redime, a pesar de todas las casualidades que le patean en contra… O será que pateaba el diablo, y que también existe Dios.
Hasta el próximo año…
Santiago Legarre (41)
Lector
salegarre@yahoo.com