Alicia María Zorrilla recibió a este cronista en su oficina de la Fundación LITTERAE, ese instituto pionero en la difusión de la lengua española y la formación de correctores que ella fundó con algunos colegas. Las paredes del despacho lucían fulgurantes sus títulos y distinciones, todo en un perfecto orden geométrico, al igual que su escritorio pulcro, donde no había nada que no fuera indispensable: unas hojas pequeñas, una agenda y un lapicero repleto de biromes y lápices. Tal vez, esta sea una pequeña muestra, un indicio, de la sencillez y de la vocación de esta académica que confiesa no tener vocación por la docencia, sino por la escritura.
Miembro de número de la Academia Argentina de Letras (AAL), profesora, licenciada y doctora en Letras, Zorrilla es una apasionada por el idioma. Hizo sus estudios primarios, secundarios y terciarios en la Argentina; luego, con una beca que le otorgaron los doctores Battistessa y Barcia, partió hacia España para completar su formación en la universidad. Unos años después, ya en Buenos Aires, obtuvo su doctorado con una tesis sobre Borges. En la actualidad, es uno de los referentes más importantes de la normativa del español en todo el mundo. Confiesa que su forma de vivir es aferrándose a una pasión.
¿Cómo fue la experiencia de formarse en España, en un ambiente en el que el español en muchas oportunidades registra diferencias notorias con el de la Argentina?
Fue excelente, pero yo iba muy formada de acá. Reconozco que lo que recibí fue magnífico, tanto en el secundario como en el profesorado; tuve eximios profesores. Por lo tanto, no experimenté un gran cambio. Aproveché para hacer seminarios de latín, de literatura hispanoamericana y de métrica española. Tuve la suerte de tener como profesor al doctor Alonso Zamora Vicente.
A la vuelta de España, ¿encontró una realidad lingüística diferente?
La única diferencia fue que, como tengo mucha facilidad para el “tú”, reanudé mis clases en la escuela secundaria y traté de “tú” a las alumnas. Ellas ya sabían que era por eso, pero, además, yo sentía placer por esa forma, porque en mi casa era natural: mi madre y mis abuelos maternos eran gallegos. Yo mamé eso. Incluso, creo, mi pronunciación viene de la de ellos. Todos me preguntan por mi origen; creen que soy centroamericana o española, no me ubican bien. “Argentina no parecés”, me dicen.
¿Qué es la norma?
La norma surge cuando se difunden los usos. El uso crea la norma; por eso se habla de una norma lingüística, que es la que nació con la lengua; una norma pragmática, que es la que crea el hablante —es creativa, pues el hablante ejerce su libertad para que lo sea—, y esa norma pragmática, que es el uso, llega o no a convertirse en norma académica. Si los académicos consideran que se ha difundido mucho una expresión, una palabra, etcétera, eso se convierte en norma académica.
¿Puede darse el caso de que una norma se considere tal en una variante local del español sin tener el aval académico?
Sí, claro. Ocurrió con video. España decía vídeo. Pero es una norma de acentuación nuestra decir video (creo que en el Uruguay también), por lo tanto, se respeta esa acentuación.
¿Por qué es importante la norma?
La norma es una guía orientadora. El hablante culto no puede darse el lujo de dudar, sobre todo, si es un profesional. Todos dudamos, pero tenemos que consultar bibliografía calificada para sacarnos esas dudas, esas vacilaciones. Dudasignifica eso: ‘falta de convicción’; un hablante culto no puede tener esa falta de convicción. Las normas tampoco se imponen a nadie, porque cada uno es libre para cumplirlas o no.
¿Cuáles son los profesionales que deben estar más al tanto de la norma?
Todos, pero, en especial, periodistas, abogados, traductores y profesores en Letras, por supuesto. Todos trabajamos con la lengua. Tengo una alumna farmacéutica y tuve alumnas médicas. Todos trabajamos con la lengua y vivimos de ella.
¿Cómo hace usted para mantenerse al día respecto de la normativa del español?
Duermo en las librerías. (Risas.) Fuera de broma, al haber estado en la Comisión Interacadémica para la composición de la Nueva Gramática, el contacto es continuo y las novedades llegan con mucha rapidez. De hecho, ahora estoy revisando los capítulos de la nueva edición de la Ortografíaespañola, entonces me entero sí o sí de las novedades, que todos aportamos, porque la norma es hoy policéntrica, no monocéntrica.
¿Cuál es la denominación correcta de nuestra lengua: español o castellano?
Ambas son correctas. Para la lingüística, son sinónimas. La controversia es política, ideológica y económica. La palabra español viene de España. Para algunos, el nombre de este país tiene origen incierto; para otros, fue creado por los fenicios y significa ‘tierra de conejos’. Según los lingüistas, la palabra español primero fue usada por el provenzal antiguo, por la lengua de oc; después pasó al francés antiguo, después al catalán (como espanyol) y luego al castellano, desde aproximadamente 1140. En la Argentina, parece preferirse castellano, pero, en el ámbito de la investigación, preferimos español para identificar la lengua internacionalmente, porque en inglés dicen Spanish, en italiano spagnolo, etcétera.
¿Cuáles son los errores lingüísticos más frecuentes en la actualidad?
Hay varios vicios, que podríamos considerar “modas”: la coma entre sujeto y predicado, terminar las oraciones con puntos suspensivos —donde debería ir un humilde punto, como se usó siempre—, el uso del gerundio de posterioridad y la falta de correlación entre los tiempos verbales (Me dijo que venga en vez de Me dijo que viniera).
¿Considera que esos errores van en desmedro de la comunicación?
Por supuesto, porque van deformando la sintaxis, que es lo que tenemos que cuidar del español. Eso sí debe unirnos.
¿Qué se necesita para ser buen corrector?
No reescribir los textos, saber reconocer sus límites. El corrector debe corregir, es decir, mejorar el texto que cae en sus manos, pero no reescribirlo. Para algunos, la corrección significa reescritura, y ahí sí ya interviene el estilo del corrector; él no es coautor. Ese es el primer consejo que doy en primer año de la carrera de Corrector Internacional. No es corrección de estilo lo que se hace; es corrección de originales, así debe llamarse. Cuando comprendan eso cabalmente, serán excelentes correctores. El buen corrector también debe ser cuidadosamente ágil.
¿Nunca puede tocarse el estilo del autor?
No, nunca. En caso de que uno quisiera tocar algo, antes hay que preguntarle al autor y sugerirle el cambio. El verbo clave es sugerir, nunca imponer.
¿Cuál es el papel de la Academia Argentina de Letras en el contexto del idioma español en su variante argentina?
Los académicos estamos divididos en comisiones. Yo pertenezco a la de la Real Academia Española, dentro de la AAL. Recibimos los cuadernillos con las palabras que van a aparecer en el Diccionario de 2013, las observamos, las cuestionamos o las aceptamos, y, si hay alguna que no está de acuerdo con nuestra norma, lo aclaramos, para que ellos después dispongan. Además, está la Comisión del Habla de los Argentinos, cuya misión es realmente importante, ya que año a año van enriqueciendo el Diccionario del habla de los argentinos, que es el que nos representa; ahí está la realidad: qué palabras usamos y qué significado les damos en nuestro país.
¿Cómo llegó a ser miembro de número de la Academia Argentina de Letras?
Había muerto la doctora Ofelia Kovacci y había quedado acéfala la parte de Gramática, porque todos los académicos eran escritores, poetas o filólogos, pero necesitaban una persona que se ocupara del tema, no que reemplazara a la doctora Kovacci —ella fue, es y será irreemplazable—. Para España, en ese momento —al igual que ahora— la lengua era lo que importaba; habían quedado en segundo lugar los estudios literarios. Me pidieron el currículum y lo evaluaron todos mis colegas, según me dijeron. En el año 2002, me votaron y estuvieron de acuerdo, por unanimidad, en que ingresara.
¿Cuáles son las características que debe tener un buen docente?
Primero, sentir una pasión inmensa por lo que hace y saber comunicarla, porque la vida exige una pasión. No se puede decir que uno tiene una vocación sin pasión. Segundo, enseñarles a los alumnos a asombrarse. Se ha perdido el asombro. Vivimos en una sociedad en la que prima la decadencia de la admiración; hay que despertarles admiración por cada palabra a los alumnos. Siempre les digo que cada palabra es un milagro que hay que cuidar, que hay que desentrañar. Y esa misma palabra puede ser tan productiva que puede generar otras palabras, otras construcciones. A eso llamo yo “el milagro de la palabra”. Tercero, estudiar toda la vida, porque no se deja de estudiar nunca. No me refiero a ser un estudiante adolescente, sino un estudiante profesional, sólido, responsable.
¿Recuerda con particular afecto a algún formador?
Sí, en la escuela primaria, mi maestra de quinto y sexto grados. Ella me marcó para siempre; era profesora en Letras. Además, vio mi inclinación y me orientó mucho. Ingresé en el profesorado porque quería escribir, no quería enseñar. Mi vocación no era docente, para nada. Avanzada la carrera, me di cuenta de que iba a recibirme de profesora, y de que esa sería mi profesión, por lo tanto, tenía que trabajar de eso. Pero mi felicidad es estar, como decía san Francisco de Sales, in angulo cum libello, es decir, en un rincón con un librito y en silencio total. O escribiendo, pero sola. Amo el silencio, el silencio fecundo, no el ocioso. Para mí, eso es lo mejor. Pero reconozco que el alumno me ayuda muchísimo, porque aporta a mis investigaciones. Si yo no tuviera a mis alumnos, a mis “chicos” —como suelo llamarlos—, ¿cómo sabría cuál es la duda que prima, en qué fallan, cuáles son los problemas lingüísticos que los acosan? El intercambio es muy rico, aprendo muchísimo de ellos, pero cuando regreso a mi casa, me voy a mi “cueva”, que es mi paraíso. ¡Ay, si pudiera escribir todo el día…!
Usted, ¿está dividida entre la literatura y la normativa?
Sí, no puedo evitarlo, porque me sale solo. Hago una ponencia sobre lengua y, a la fuerza, agrego algo literario, porque lo llevo adentro, pero mi corazón está en la lengua mucho más que en la literatura, aunque no puede existir una sin la otra. Porque me gusta lo matemático, y la lengua tiene cierta precisión que no tiene la literatura; esta le permite a uno hablar y hablar indefinidamente sobre los temas, pero la lengua es estricta, y eso a mí me fascina, porque soy así. Soy muy precisa y creo que todo tiene que estar derechito. Sufro mucho porque veo que en esta sociedad no sucede eso. En esta sociedad, da lo mismo estar torcido que derecho. Advierto dejadez, falta de convicción y abandono creciente de los valores que se reflejan, por ejemplo, en la pérdida del respeto por las personas mayores, el uso indiscriminado del voseo: un jovencito te ve por primera vez y te vosea; los hijos les contestan mal a los padres; realmente, no lo comprendo. La verdad es que sufro mucho. Fui formada —tanto en mi familia como en la escuela— de otra manera, en un ambiente de gran respeto y dulcemente férreo. Tuve excelentes maestros y le doy gracias a Dios por ellos.
¿La desidia por la lengua revela una desidia mucho más profunda?
Seguro. ¿Ustedes no advierten que la sociedad de hoy mira hacia afuera y ya no hacia adentro? No hay espiritualidad. Llamo a esto “el culto de la cáscara”, que se rompe en añicos fácilmente; detrás de esa cáscara, no queda nada, no hay contenido. No soy pesimista, pero sufro ciertos desencantos.
¿Le falta poesía a la sociedad actual?
¡Por supuesto! La sociedad la ha olvidado; muy poquitos leemos poesía. Se ha dejado en los anaqueles de las librerías. El alumno de secundario ríe ante la poesía. El profesor osa leerle un poema, y el alumno se ríe. Esa risa, que no entiendo, es la nada o, quizá, la mejor fotografía de estos tiempos. Y esta situación muchas veces proviene de la familia. Esta sociedad ha descuartizado a la familia; no a todas: aún quedan algunas muy bien constituidas y con valores. Escribí un libro de poemas. Se titula La soledad compartida.
¿Lo va a publicar?
No creo. (Risas.) Creo que todos somos soledades y tratamos de compartirlas.
¿Qué piensa sobre el lenguaje de los jóvenes de hoy?
Tienen su jerga, y creo que es efímera. Hay que estudiarla para que se registre que, en determinada época, se hablaba de una manera, con un léxico particular, etcétera. Pero eso va cambiando. A mí no me asusta, sí me asombra: no he perdido el asombro. Sí me asustan las muletillas. Por ejemplo, esa que se usaba mucho hasta hace poco: “tipo”. Me asusta ese “¿sí?” que colocan detrás de las oraciones, aunque ya amainaron los vientos. O el “¿me explico?” o “¿me entiende?”. Eso me asusta porque implica inseguridad verbal. Creo que, si no se endereza, esta sociedad va hacia una discapacidad verbal, y un discapacitado verbal no puede insertarse bien profesionalmente. Ese es el problema de hoy: las empresas no exigen corrección en la escritura. Con que “se entienda” les alcanza; muchas ya ni exigen el título universitario.
¿Qué papel juegan las nuevas tecnologías en este contexto?
Uno muy importante. A mí la tecnología me ayuda muchísimo para armar los libros, para preservar los contenidos, para investigar; navego mucho. Trato de diferenciar lo bueno de lo malo, lo profundo de los superficial, porque hay de todo en la Internet, pero cuando ya se tiene cierta formación, se puede hacer.
Parece que algunos nuevos medios de comunicación imponen nuevas formas de expresión. ¿Que piensa al respecto?
Hablo de la computadora; los otros medios no me atraen. La corrección en la lengua depende de la persona, porque puede ser que, en los mensajitos, escriba con acortamientos “galácticos” y después cuide bien su lengua en los escritos formales. Lo grave sería que esa persona trasladara ese “vértigo” a la escritura de su trabajos. Eso sería lamentable.
¿Cómo se ve en el futuro? ¿Tiene pensado dejar de investigar y de escribir en algún momento?
No, la escritura y la investigación me van a acompañar toda la vida, hasta que la muerte nos separe. La escritura y la lectura son un placer superior. Por eso lamento tanto que algunas personas prefieran dedicar su tiempo a la diversión, al ruido; los momentos de silencio para reflexionar son ideales no solo para preguntarnos quiénes somos o qué hacemos, sino también qué haremos, cómo podremos ayudar a los demás desde nuestras profesiones. Todo necesita tiempo de reflexión. Hablo de los caminos interiores: hay que intentar caminarlos para saber disfrutarlos.
Alicia María Zorrilla demuestra haber encontrado su camino interior, camino que día a día recorre, sigilosamente, flanqueada por sus pasiones: la letra y la norma.
Mariano Vitetta (24)
Traductor público de inglés y estudiante de abogacía
mariano_vitetta@yahoo.com.ar