Estuve por primera vez en New Orleans, en la Universidad, y pude conocer algo de lo mucho que encierra un estado culturalmente riquísimo y vital. Tennessee Williams hacía una afirmación que los locales recuerdan habitualmente, al hablar de la ciudad: “En los Estados Unidos hay tres ciudades: New York, San Francisco y New Orleans. Todo lo demás es Cleveland.” Algo de cierto hay en ello. Mi estadía fue brevísima, pero alcancé a ver bastante.
Vi desde el aire al agua que lo sepultaba todo, casas y árboles bajo su manto perfecto, definitivo; vi, apenas llegado, un tranvía llamado deseo; vi los árboles regados de collares que lloraban el Mardi Gras; vi magnolias explotando de blanco en cada esquina del Garden District; vi una ciudad marcada por las heridas del Katrina en todo el cuerpo; vi un taxi que me prometía pena de muerte en caso de atentar contra la vida de quien lo conducía; vi verdes y rojos furiosos como sólo había visto en Misiones; vi la belleza mezclada en el barro sucio impenetrable del pantano; vi una mujer, exhibiendo su humanidad profunda y orgullosa desde un prostibulario balcón del French Quartet; vi jazmines perfumando la ciudad de hermosura, con simulado descuido; vi músicos como no he visto nunca, ofrendando su talento inmenso por apenas centavos; vi a un Tom Waits local que tocaba, casi escondido, hasta que dejaba su armónica y desgarraba su voz en lágrimas; vi lagartijas saliendo distraídas, de paseo por entre las baldosas rotas de mi barrio; vi rastros de un pueblo traicionado y dirigentes traidores enriquecidos; vi agresivos cursos de agua, un sol ardiente, cabelleras enruladas salvajes; vi almas duras, partidas (como un poliedro, como diamantes), agrietadas, radicales, que dejaban salir su luz sin filtros para encandilar a quien las mirase.
Roberto Gargarella (48)
Jurista y sociólogo