Por Nicolás Ruggiero.
La soledad, el dolor, el rencor, la turbación… y tantas otras pasiones dominan el alma del pobre Juan. Despierta en su apartamento. El ambiente es tétrico: cigarros y botellas por doquier son el reflejo de una noche que jamás debió haber ocurrido; son el refugio de un alma que no ha encontrado un sentido.
El alma: la de Juan. Incesantes columnas hacen de pilares de un espacio en blanco. Vacío de todo y colmado de nada. Ecos y rencores son lo mismo. Es él mismo quien se entiende, quien le da sentido a su resentimiento. El viento frío y seco recorre su alma. Ecos y rencores son lo mismo. Es él quien se odia. Todo es muy sencillo allí. Es sencillamente nada, el vacío existencial, la náusea.
Despierta. Con las pocas fuerzas que ha adquirido después de escasas horas de sueño, y cargando a cuestas el gran convite de la noche anterior, decide bajar. Transpirando sus excesos, logra salir a la calle. Luz, calor e incomodidad. Nada para agradecer.
El alma: la de Juan. Incesantes columnas que hacen de pilares de un espacio en blanco sostienen un techo. Uno bien recto, que parece incapaz de dejar caer aquello que se precipita sobre él. Lleno de agua. Agua de lluvia o de lágrimas. Es el peso con el que carga su alma. Un peso único, con un peculiar dolor: el que genera un gran desamor.
Camina y camina, como buscando aquello que parece imposible de encontrar. Se detiene frente a una vidriera y aprecia su propia figura. En sentido estricto: desprecia su entera figura. No es él. No es lo que él quiere para sí. Continúa caminando…
El alma: la de Juan. Sobre el techo, colmado de lluvia o de lágrimas, se posa una hermosa ave. No viene a beber, sino a piar con inmensa alegría y libertad; esa que caracteriza a todo pájaro; esa que le otorgan sus alas.
Mantiene un paso firme, constante y ligero. Parece volver en sí. De frente, el sol. Aún más adelante, una dama; un eclipse. Eso fue: un eclipse. Una mujer, una mirada. Única, profunda. El joven veía aquellos ojos.Tras ellos, divisaba su alma, su pureza, su ternura, su don. Su andar, tan airoso, enseñaba sobre la libertad; enseñaba sobre la enseñanza.
El alma: la de Juan. El techo, colmado de lluvia o de lágrimas, se fisuraba. El agua filtraba, y entre las columnas, la vegetación crecía. Ya no un ave, sino cientos de ellas se regocijaban de alegría. No venían a beber ni a comer, solo a vivir.
El joven la detiene. Anonadado por la inverosímil belleza de esa creación divina, la admira. Ella lo percibe, lo siente. Él aún más. Sin contacto, entendieron todo. Entendieron el destino. El único camino que debían seguir para ser felices.
El alma: la de Juan y Laura. Sin techo, sin pilares, sin límites. Colmada de vegetación y aves; colmada de amor. Sentimiento profundo y entero, como la humildad del rico, del que sabe o del que cree saber. Es difícil de lograr, pero con ella: la plenitud.
Caminan de la mano. Nada parece importar. Nada importa. Ni cómo, ni hacia dónde. Ambos aprendieron que la apertura lo es todo, y que, si uno no toma decisiones por sí mismo, la vida las toma por uno.
Nicolás Ruggiero (21)
Estudiante de Derecho
ruggiero.nicolas@hotmail.com