A algunas raíces les puede llegar un tornado

Por Tatiana G. Dore.

—Gustaf no se encuentra en este momento; ¿quiere dejarle un mensaje?
—Dígale que ha llamado Annelie Sörensen, por favor, y que espero oír de él pronto.
—Se lo haré saber señorita. Hasta luego.
La conversación con mi nuevo socio fue lo último que supe de ella. Nunca ha contestado su teléfono. En veintiocho años, para Annelie todo siempre llegaba tarde. Sin embargo, se negaba a aceptarlo. La vida escapando de la vida es lo que nunca ha dejado de darle resultado. De haberlo sabido hace treinta y cinco años, cuando la concebimos, no habría permitido que conociese el mundo. Pero jamás fue de aquellas personas a las que hay que dejarlas extender las alas; más bien volaba aun sin tenerlas. Era todo viento… y nuestros pies, tan sujetos a la tierra, no podrían haber detenido aquella fuerza que parecía brotar de cada una de sus articulaciones. Nuestra segunda hija. Si tan solo hubiéramos cercado su camino…
Observo la ciudad desde el vidrio. Hoy estoy cumpliendo años, y la espero como todos los 7 de abril, cuando, de una manera u otra, se aparece. Pero ya son las seis, y Estocolmo parece no notar su ausencia; nadie llora, nadie se lamenta. El año pasado tuve que conformarme con una postal escueta con un paisaje de molinos: “Un muy feliz cumpleaños a mi padre”. Revivo las tardes ventosas que ella tanto adoraba, en las que le preparaba el té, y se ofuscaba porque le negábamos la cuarta cucharadita de azúcar. Recuerdo las corridas al parque, con la brisa alborotando sus cabellos y ella gritando: “¡no le tengas miedo al viento, papá!”; el camino a sus clases de dibujo. Su sangre era savia en mi corazón y su energía reavivaba cada parte de mi alma marchita desde la pérdida de mi esposa. Nadie podía alejarme de Annelie… pero ella siempre fue libre y todavía lo es, y cada segundo que está lejos de esta puerta está decidiendo no estar aquí. Ninguna ráfaga podría arrastrarla. Elige estar en sus reuniones budistas o cumpliendo su sueño de exponer sus esculturas en madera en alguna galería de las afueras, puede que en otras tierras, quién sabe.
Vuelvo a mis libros de sociología. Anduve perdido las últimas clases, y debería ponerme al día. ¿Acaso se sorprenderá cuando me vea universitario a los sesenta y tres años? Dejo mis apuntes a un lado. ¿Le importará? ¿Estará orgullosa? ¿La avergonzaré? Este parece no ser el momento. Annelie, te ruego que me hables. Pero, ¿qué pido? Si ni siquiera lograba que me dirigiera la palabra cuando aún vivía con nosotros. Tan eléctrica, pero tan callada. ¡Cómo la extraño!
***
Son alrededor de las nueve. Al parecer, me quedé dormido. Las hojas de mis cuadernos están arrugadas; el café, frío; mi espalda, desencajada. Me reincorporo con cuidado y corro hacia la entrada. Se ha asomado una invitación por debajo de la puerta. Me invade una abrumadora ilusión… No es ella; es de mi amigo, metodista como yo, con quien nos juntamos a divagar sobre teología. Condenar al budismo… otra de esas cosas que Annelie no me perdonaría nunca.
Me sobresalto un poco al oír un crujido en el techo. Me acerco a la ventana: los árboles se mueven con rapidez; la gente corre a sus hogares a resguardarse del vendaval; vuelan muchas hojas. Se esboza una tímida sonrisa en mí. Ella no vino, pero la ha traído el viento.

 

Tatiana G. Dore (21)
Estudiante de Abogacía
tatigd.24@gmail.com