Por Marcos Elia.
—¿Y? ¿Cómo va todo? —preguntó Javier mientras Pepe se sentaba—. ¿Cómo fueron estas semanas?
—Meses, más que semanas, en realidad—agregó Pepe—. Bien, qué sé yo, uno no tiene el barómetro del daño emocional; de todas formas, aun sin esa herramienta, sorpresivamente creo que me encuentro de mejor humor y ánimo.
—La vez pasada estabas fajado, eh —acotó Javier—. ¿Pasó algo desde la última vez que nos vimos? ¿Se pudo hacer algo? —prosiguió.
—Sí. Y no —comenzó Pepe—. Pasaron cosas pero ninguna con relevancia significativa. Ninguna tuvo suficiente entidad para ser independiente y cambiar las cosas. Fueron pequeños fragmentos que no terminan de formar una pieza final. Igual hay una anécdota rara que te puedo contar. A la distancia es gracioso, pero en el momento parecía surreal y delirante.
—A ver… te estás haciendo demasiado el enigmático, salame —dijo Javier—. ¿Y esa chiva? ¿Desde cuándo jugás a hacerte el leñador?
—No te pongas nerviosa, todo a su tiempo —dijo Pepe, sonriendo con picardía.
—Hago un paréntesis y te explico lo de la barba —comenzó Pepe—, así no te quedas ansioso durante el cuento. Cuando todo terminó con Vale yo estaba, como era de esperar, bastante mal. Ahí descubrí que el desamor es tan peligroso para el corazón como para el cerebro; de alguna forma, se te ocurre que cualquier cosa puede funcionar para volver con la mina que te dejó. No sé si es la angustia que te bloquea, si las lágrimas te secan el cerebro y no dejan que las neuronas hagan sinapsis como corresponde, pero agarrás cualquier idea y la realizás. Una de las mías fue la barba. Ella me había dicho una vez que le gustaría que me la deje crecer, entonces lo hice.
—¿Y cuál es la gran locura de eso? —preguntó Javier sorprendido.
—Que me picó la jeta durante una semana y medio como si tuviese una colmena de abejas encima —explicó Pepe—, y me la banqué por si me la cruzaba en la calle. Lo gracioso es lo que hice para evitar que me pique. Tené en cuenta quela última vez que me quise dejar la barba duré siete días, y con cada día de pasaba sin afeitarme odiaba más a la humanidad de lo molesto que era. Hoy voy un mes.
—Acá decidí combatir la picazón, hacerle frente —decía Pepe con orgullo.
—Esto es una boludez —soltó categóricamente Javier.
—Bancá, escuchá—acotó Pepe, mientras mostraba las palmas de las manos pidiendo tiempo.
—Me metí en Internet para investigar—retomó Pepe—, y encontré una página que explicaban cómo y porqué es que la cara te pica. Recomendaban lavarse la cara con jabón; luego, con champú para bebes —Johnson & Johnson (el de la canción “no más lágrimas”, ¿te acordás?)—; después, acondicionador (me compré un Sedal pelo suave o algo así); y, por último, peinar. Lo cumplí como si fuese un canon religioso, con la fuerza de un intenso y entusiasta neófito; con fe ciega en lo que tubarba.com.ar me recomendaba. Al día siete, igualando mi viejo récord, estoy muriendo del dolor. La cara me grita, se enoja conmigo y me refriega un par de terribles pornocos. Desesperado busqué más información y encontré que soy un caso picante, que posiblemente necesite una buena dosis de aloe vera. Falté a la facultad para ir a la farmacia y, al entrar, le pedí a la primera nami que vi algo para la picazón de la cara; preferentemente, aloe vera. La chica en cuestión, que tenía menos ganas de asesorar a un alma en pena con su estética, que sacar la segunda derivada de una función cuadrática, me mandó con Jaime. Jaime es un tipo excéntrico, visiblemente homosexual, con el pelo más extraño que Silvio Soldán, teñido por mechones con un rubio nefasto como el de las mujeres del Diego y con chupines al bulto. Con mirada matadora, analizando mi barba y voz fuertemente afectada me dice: “vos lo que tenés que hacer con esos pelitos es evitar que se te encarnen”. (Temí por un segundo que se pusiese a inspeccionar manualmente los rulos de la barba.)
—A todo esto —continuó Pepe— yo ponía cara de Clint Eastwood para evitar sentirme un tarado. Ahí estaba yo, discutiendo con Jaime qué cremita comprarme para que la carita no me pique. Como si la cara de macho de barrio constipado fuese a atenuar lo insólito del momento. Al final me pisé cien mangos en una crema suiza que alega haber descubierto el secreto de la “juventud eterna” o algo así. Pero esto no termina ahí —siguió Pepe, ante la mirada atónita de Javier— lo más ridículo (si es que se puede) era cuando en la ducha me ponía —dos veces al día— la crema, con meticuloso cuidado, para evitar que se me encarnen los “pelitos” —concluyó Pepe con una carcajada.
—¿Funcionó la crema al menos? —preguntó Javier sin saber qué tono usar.
—Un poco, pero con los días la picazón se fue sola; al final me gustó la chiva y me la dejé —explicó Pepe.
—¿Me entendés lo que digo? —continuó Pepe—. En ese estado sos carne de cañón, hacés cualquier acto y obviás tus más elementales frenos inhibitorios, sin mayor contrariedad. El posoperatorio del desamor es jodido. En ese momento, creía que era un acto de amor. Algo así como estar listo por si la veía en la calle. Después me di cuenta que era simple imbecilidad —dijo Pepe mientras reía.
—Después están los pequeños actos, pequeñas pavadas: caminar (particularmente atento) por lugares donde te la podés encontrar, caminar más erguido, pensar de qué charlar si la ves, te encontrás pensando en ella… ese tipo de cosas. Te transformás en un reincidente de la ansiosa estupidez—concluyó Pepe.
—Para quien tiene que soltar la mano también es complicado —acotó Javier—. No sé cómo fue para ella, pero cuando tuve que cortarle a Ana era como cuando tenés un pedo atorado en el subte. Sabés que le vas a cagar la vida a alguien, pero lo tenés que soltar —concluye Javier.
—Qué vuelo metafísico el tuyo, una metáfora digna de Platón —dijo Pepe sobrándolo.
—Bueno, no es tan malo el ejemplo —respondió Javier ofendido—, no todos nos hacemos el Claudio María Domínguez con estos temas.
—¡Che! No te pongas así, te estoy cargando —respondió Pepe.
—Yo intenté que el corte sea lo menos doloroso posible para ella —comenzó Javier con seriedad—. Le dije que me parecía una tipa espectacular, que era linda, que la quería, que no sabía porqué había pasado eso (lo cual era cierto), que… En fin, no había nada que la consolara. ¿Qué más podía yo hacer? —se preguntó Javier en voz alta.
—Pasa que ahí está tu error: creer que podías hacer algo —sostuvo Pepe—. El rol del abandonado no está bueno, te sentís vendido enuna feria de pulgas. Que le digas lo increíble que es no le va a cambiar, esa persona cambiaría —en ese momento— toda esa “aura” especial por retomar la relación. Aparte es un bajón, en el fondo le estás diciendo: “sos bárbara, pero no; me parece que estás un poco cara”. El abandonado entra en desesperación; bah, ¿estaré proyectando? —cerró Pepe.
—¿Qué otra cosa hiciste que te llamó la atención? —preguntó Javier.
—Busqué salir con cuanta mujer me cruzaba. Tremenda regresión. Las salidas fueron un previsible desastre. ¿Te conté de la francesa? —preguntó Pepe sonriendo al recordar la anécdota.
—No aún, a ver… —respondió Javier.
—Me la presentó un amigo para que salga y me distraiga—comenzó Pepe—. La verdad que la piba de pinta un espectáculo: altura más que justa, una pechera que tensaba remeras, un español con efecto hipnótico (ese ronroneo que tienen con la erre produce un daño irreparable, es un viaje de ida) y una sonrisa tan enigmática como atrayente. Le faltaba un poco de chispa nada más; tuve que remar como un loco esa noche. Me sentía como para encarar la final de canotaje en los Juegos Olímpicos al término de la salida. Cuestión que estamos hablando lo más bien y se me escapa preguntarle cuántos chicos quiere tener.
—¿Qué? ¿Vos estabas en pedo? —reaccionó Javier.
—Pará, lo saqué sutilmente. Es mi fetiche —siguió Pepe—. No pensaba sacarlo, pero me sorprendí hablando de eso. Como cuando te sorprendes escuchando una canción que te gusta y ya pasó buena parte de esta. (O cuando me sorprendo pensando en Vale y no sé cuánto tiempo llevo haciéndolo, pensó Pepe.)
—¿Y en qué cambia la cantidad? —preguntó Javier.
—Bueno, a mí me cambia; yo quiero tener muchos pibes—contestó Pepe.
—Ella me dijo que solo tendría dos chicos —continuó Pepe—, y me dio una extrañísima explicación por la cual solamente se puede ser feliz con dos hijos. Un punto menos. Al rato no lo pude evitar y le pregunté su opinión respecto del aborto. “Eso no es una persona”, me respondió. Me contuve e intenté descubrir sus argumentos, especialmente interesando teniendo en cuenta que estudia medicina —dijo Pepe.
—Vos sos un nabo diplomado y con honores —interrumpe Javier—. ¿Qué tenés que estar sacando esos temas? ¿En qué número de salida estabas?
—La primera —contestó Pepe.
—¡No! Flaco, vos sos a cuerda —comenzó Javier—. Seguro que te pusiste a discutir con la mina.
—Te juro por Dios que me mira y no me deja mentir que no; fue una conversación de lo más amable —alegó Pepe—. No niego que puedo haber reflexionado en voz alta que la última vez que una sociedad consideró que un grupo de humanos vivos no eran personas, terminamos construyendo a cielo abierto lugares divinos como Auschwitz. Pero, ojo, todo con buen tono y respeto —aclaró Pepe.
—La pucha, vos sí que sos un galán —espoleó Javier—. No debe haber camino más directo, ni daga más fina al corazón de una dama que tratarla de nazi. Encarnaste en la inspiración de Moliere…
—Aflojá. No exageres como ella —comenzó Pepe—. No fue más que una inofensiva e insípida reflexión. Igual tan mal no salió porque me invitó a la casa.
—Me estás cargando —dijo Javier, visiblemente sorprendido.
—Te prometo que no —sostuvo Pepe—. Salimos del bar para su casa y ahí estuvo el tercer error. Le sugerí ir caminando y me dijo que no le gusta caminar. Insólito. Fuimos en taxi, deprimente. ¡Con lo linda que estaba la ciudad para pasear!
—Agilizá —apuró Javier—. Vas a la casa y… ¿qué pasa?
—Nada —contestó Pepe—. Fui al baño y encontré la prueba que me faltaba para darme cuenta que lo nuestro jamás funcionaría: pasé al baño y descubrí que deja ambas tapas del inodoro levantadas; ambas dos —destacó Pepe con seriedad.
Javier miró pasmado.
—¿Qué clase de mujer sube ambas tapas del inodoro si vive sola? Es completamente irracional. Fue demasiado —intentó explicar Pepe, ante la atónita mirada de Javier—. Aparte, teníamos menos magnetismo sexual que doña Florinda y don Ramón.
—No se me ocurre qué acotar a todo esto —dijo Javier aún sorprendido—. ¿La historia termina ahí?
—Se podría decir que sí. Porque tomamos algo y al rato me excusé y me fui —dijo Pepe—. Lo relevante, capaz, es mi reflexión camino a casa.
—Dele rienda suelta al Claudio María Domínguez que tiene adentro, amigo —dijo Javier riéndose.
—Me descubrí haciendo cualquier cantidad de pavadas desde que Vale me dejó. ¿Por qué?, pensé —comenzó Pepe—. En parte creo que es porque el amor nos hace sentir como chiquitos. Nos emocionamos, tenemos intriga, nos sorprendemos. Todo con gran facilidad, tenemos poca paciencia y volvemos a tener una importante capacidad de asombro. Así como tienen todo eso de emocionante, cuando nos dejan el estado de chiquilín no se desactiva de inmediato. Si alguien lo prendió, no lo puede desenchufar así como así. Hay algo o “alguien” en nosotros que vive, un ser que —ahora en el posoperatorio— se alimentará del pasado, imaginará un futuro e intentará hacer lo posible para cambiar esa soledad que no le gusta. Como es un chiquilín no sabe muy bien qué hacer; pero su lógica —aún cuando dista de ser perfecta— es potente como un hechizo. Por eso es un tanto avasallante y casi dictatorial. Se impone. Ahí uno se sorprende y pregunta como Shakespeare: “¿quién es el que vive?”. Pero a uno mismo y con sentido existencial. Acá uno se cuestiona porqué está subordinado su yo racional a un aspecto suyo que no quiere entender razones.
—Al chiquilín lo entendemos igual —continuó Pepe—. El creía que estaba tomando la Bastilla, que estaba bajando de la Sierra Maestra del amor y de repente lo bajaron de un hondazo; descubre que meramente ha… —Pepe quedó en silencio sin palabras, buscando la adecuada, reviviendo aquel desconcierto—. En el fondo, aquel chiquito quedó huérfano y repleto de emoción; algo debe hacer con ella y como es un chico, hace cagadas.
—Igual parece que sin ese chiquilín la cosa no camina, ¿no? —destacó Javier.
—Y… creo que es determinante. Si no lo tenés, es que hay algo que no está bien. ¿Por qué será que hay gente que le tiene tanta aversión a ese efecto? Tanto temor a darle lugar —acotó Pepe.
—Estimo que dependerá del recuerdo que tengan de ese estado y de lo que les generó o del o los ejemplos que hayan tenido —comenzó Javier—. Por ahí, quienes tienen un buen recuerdo de su niñez —emocional o etaria— no se asustan frente a la incomprensión y la incertidumbre que esto genera. Pueden liberarse, abrazar el encanto con fascinación y entregarse con candor. Por otro lado, quienes no tengan un buen recuerdo, lucharán a capa y espada —en franca retaguardia— como si fuese algo peligroso. El tema es: ¿cómo o qué implica eso de ser como un chiquilín? —concluyó Javier.
—Al final no serás Claudio María Domínguez, pero tenés un poco de Jorge Bucay guardado, eh —comentó sonriendo Pepe—. Qué loco que es esto, ¿no? Qué dual que es: la misma fuente que da vida es la que te la quita. ¿Será por eso que algunos le temen?
—Eso y que tiene mucho poder. Puede hacer y deshacer con soltura —acotó Javier—. El temor es híper racional, aún cuando su reacción no lo sea; siempre se apoya en algo.
Ambos amigos se quedaron pensando en silencio unos segundos hasta que Pepe irrumpió:
—Sabés que todavía me choca pasar por su casa, o por lugares que la relacionan de una u otra forma. Es como una densidad, o mejor dicho, como si el lugar me hiciese más pesada el alma; un dolor en algún lugar en el cuerpo o en todo, similar al de un hueso mal sanado cuando hay humedad. Esa molestia que no percibís en días de sol, pero cuando éstos son grises, te dice: “acá estoy, pese a que creías haberte olvidado de mí”. Y ya no me enoja ni me angustia como antes, solo me decepciona. En cierta medida es desvelar una ilusión, una pantalla que uno arma para vivir el día a día. Me siento descubierto y puesto en evidencia. En fin…
—¡Che! Al final nunca me contaste qué pasó con Vale —comentó Javier.
—¿Qué cosa? —preguntó Pepe.
—Lo surreal o no sé que me dijiste cuando nos sentamos —explicó Javier—. Una anécdota teóricamente graciosa, un encuentro que tuvieron después de la última vez que nos vimos —concluyó Javier.
—¡Ah! Tenés razón, colgamos y se nos pasó. Quedará pendiente para la próxima reunión, nos da una excusa para no dilatar tanto —dijo Pepe haciéndole señas al mozo para que le traiga la cuenta.
Marcos Elia (26)
Abogado
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