Primeras vivencias en Tribunales

Por Gonzalo Pereda.

Por la mañana

A esta altura de mi vida ya no poseo la certeza de saber si el recurrir a la Ortografía básica de la lengua española al momento de comenzar una crónica es algo bueno o preocupante. Se me presenta entonces una disyuntiva: o mi celo por la pulcritud lingüística ha alcanzado niveles exorbitantes o el exceso de lectura y estudio ha comenzado a cobrar su precio. No puedo evitar pensar que así como el pobre Don Quijote enloqueció por haber leído demasiados libros de caballería, así también quizá me encuentre ingresando en un umbral para-social fruto de demasiados Talleres de Escritura.

De cualquier modo, sano o insano, quisiera relatar mis variadas y pintorescas vivencias del día miércoles veinticuatro de febrero de 2016. El siguiente anecdotario, que espero provoque una risa o dos en el lector, se nutre de los personajes y de las conversaciones que tuve la (des)gracia de conocer y escuchar en la famosa zona de Tribunales durante el tercer día como procurador en el Estudio B.

Muchas cosas en la vida comienzan como un chiste o un pasatiempo y devienen en algo serio. Por ejemplo, mis primeras incursiones en la Ortografía básica de la lengua española, de la Real Academia, fueron meramente anecdotarias. Allá por mí tercer año de cursada me inscribí en una materia optativa llamada Taller de Escritura e Investigación Jurídica por recomendación de mi hermana. Yo pensaba que la Ortografía y el comme il fault quedarían en un recuerdo al finalizar el cuatrimestre. Dos años y cuatro talleres más tarde me encuentro escribiendo para Sed Contra y ostentando el —debo confesarlo— holgado título de asistente de cátedra. Del mismo modo, lo que comenzó como un chiste —la idea de una carrera en el ámbito del Derecho— con el paso de los años inevitablemente devino en un trabajo serio, con responsabilidades, plazos, vencimientos y muchos “Dr. de acá” y “Dr. de allá”.

Así pues llegué al vigésimo cuarto veinticuatro de febrero de mi vida. Allí estaba yo aquella calurosa mañana, inmerso en ese hormiguero colonial que es la zona de Tribunales, donde letrados de todos los colores luchan diariamente por diferenciarse unos de otros, pero sin poder hacer frente a la aplanadora igualitaria que es el título de abogado. Allí estaba, maldiciendo mi suerte y lamentando no haberme probado nunca como jugador de futbol. Resignado a mi rol de procurador común y silvestre, comencé la mañana dispuesto a conquistar, de una buena vez, el arte de la procuración. La colimba de los abogados, decidí llamarlo. Creo que la comparación no resulta exagerada si se consideran los nueve pisos subidos por escalera el día anterior, con más de treinta grados de calor, en ciertos tribunales laborales olvidados por la Revolución Industrial. Por cierto, esos famosos tribunales laborales son algo así como el Dien Bien Phu de las causas jurídicas: pura ineficiencia, pleitos con resultados cantados de antemano y espacios reducidos abarrotados de expedientes y abogados, amén de las precarias instalaciones.

Luego de algunos reveses en donde tuve que abandonar dos mesas de entradas con la frase “está a despacho” en mis oídos (al parecer, los expedientes tienen una incorregible tendencia a preferir el despacho antes que la letra), a eso de las ocho y media logré anotar mi primera victoria en mi novel carrera de procurador: accedí a un expediente y lo leí, descifré y entendí de cabo a rabo.

Sucedió mientras leía el expediente. Era tan solo una conversación ajena e irrelevante hasta que comenzó a adquirir rasgos policiales propios de la serie CSI:
—Es imposible recuperar el expediente estas semanas, recién termina la feria y ya hemos tenido tres siniestros en el sótano: un incendio, una inundación… Se perdieron muchísimos expedientes —explicaba impávidamente una empleada de avanzada edad y aventajados kilos.
Creyéndome transportado a un pasillo del Pentágono o a las oficinas de la CIA, no pude evitar “parar la oreja” ante la palabra siniestros para enterarme de más. ¿Tres siniestros? ¿En un sótano de un simple juzgado? ¿Qué es lo que esconden estos empleados con aires de agentes de la SIDE? La situación se puso aún más interesante:
—Pero es que necesito ese expediente porque contiene mi documentación para poder salir del país. Soy de Kazajstán suplicaba al lado mío una mujer con acento kazajo (para descifrar el gentilicio de Kazajstán fue que tuve que recurrir a la Ortografía de la Real Academia al comenzar este escrito).

No podía creer lo que estaba sucediendo: por primera vez en mi vida conocía a un kazajo ¡y en qué circunstancias! Resultó que nuestra kazaja había ingresado a la Argentina en el año 2003 y la Dirección de Migraciones le había retenido todos sus documentos. Ahora necesitaba regresar a su país y no tenía documentación alguna. Por algún motivo que no logré entender (el español con acento kazajo no es nada fácil), necesitaba un expediente que yacía olvidado en los oscuros y misteriosos búnkeres subterráneos del fuero Civil y Comercial Federal.

Lo lamentable de todo el asunto fue la falta de atención y la poca predisposición para ayudarla que mostraron los cuatro empleados del juzgado. Nuestra pobre kazaja se marchó más confundida que antes. Nunca hasta ese momento me pareció más acertado aquel pensamiento de Pérez Reverte según el cual la estupidez humana es peor que la maldad. Muchos de los males que diariamente se comenten en el mundo no son producto de la maldad, sino simplemente de la estupidez de los hombres. Estupidez milenaria que, esa mañana, se personificó en esos cuatro empleados judiciales. Espero que nuestra kazaka haya logre regresar a su país.

Para no caer en un pesimismo estéril ni en actitudes condenatorias, estos cuatro empleadillos me regalaron una sonrisa con la conversación que entablaron entre sí unos minutos luego de que se retirara nuestra expatriada (ya olvidada por sus pequeñas mentes, por cierto).

—A mi antes me daba pena la gente que comía sola en McDonald´s, hasta que me encontré haciéndolo… no es tan terrible —comentaba el empleado que rondaba los treinta años y de infaltable barbita cool.
—Viste —contestó el otro empleado que vestía bermudas y no superaba los veinticinco— es la típica: ¿mesa para dos? No, gracias, soy solo.
—Si… soy solo —replicó en tono pensativo el otro empleado.

Ambientaciones

La hay de todos los géneros y ritmos. Me refiero a la música que ambienta y caracteriza a cada juzgado. Por supuesto, ella depende del fuero y de sus empleados en cuestión. Basta con saber que música suena en cada mesa de entradas para darse una idea de la eficiencia y calidad humana de quienes lo atienden. Sobre todo, la música es un buen indicador de si los empleados serán piolas para resolver los distintos caprichos de los abogados. En mi caso, tuve la gracia de ser atendido por dos jóvenes veinteañeras al son de Rombay minutos más tarde de haber compulsado un expediente bajo los graves tonos de un rap norteamericano.

En todo lo que hace a la caracterización de cada juzgado hay que atender también al decorado. Si bien son escasos los juzgados tuneados o customizados, no es difícil cruzarse con uno de ellos durante las mañanas de recorridas. Allí donde la mano de algún funcionario personaliza las paredes, las modificaciones introducidas revelan cuestiones fundamentales de su idiosincrasia.

Cavenaghi y Ponzio me gozaban desde la pared, abrazados a la Copa Libertadores y con anchas sonrisas en sus millonarios rostros. Casi una burla. Mejor pensado, una burla. Atrás mío, un poster del burrito Ortega convirtiendo un gol bajo la leyenda “ídolo de River”. En juzgados con posiciones tomadas como aquel, algunos asuntos no están sujetos a discusión. Más tierno (o inquietante) fue lo que encontré unos despachos más tarde: uno, dos, tres… hasta cinco cuadros de paisajes armados con rompecabezas. Ahora comienzo a entender porque la justicia es tan lenta.

Por la tarde

Por la tarde tuve visita al dentista. Al salir, dando por acabada la tarde, me dirigí despacio hacia casa, disfrutando la caída del calor. Pasé por la puerta de la Universidad de Belgrano y no pude resistir entrar a su librería. Aunque ya no me quedaba un peso encima (recordará el lector que estaba a fin de mes), tras otear un rato las estanterías mis ojos dieron en el blanco. Allí estaba, esperándome desde hacía tiempo, desde antes de que yo supiera de su existencia.

Aquel libro, cuyo título será revelado en la próxima edición de Sed Contra, fue el cierre perfecto para un día perfecto.

Buenos Aires, febrero de 2016

Gonzalo Pereda (24)
Abogado
peredagonzalo@hotmail.com