Por Eugenio Sulpizio.
El viaje es difícil de narrar. Yo, como tantos otros náufragos, soy un cronista castrado, apenas otro preso en la cárcel del lenguaje, esa morada-prisión, ese laberinto. Las palabras son especulación, vana y autocomplaciente especulación, huidiza y solitaria autocomplacencia. Especulación, speculum, espejo. Las palabras son un espejo en que la verdad y la esencia no se reflejan; las palabras, en el mejor de los casos, son un espejo que refleja el rostro del que encuentra la melodía pero no halla ni podrá hallar el sentido de la música.
El globo de madera en el que el rostro del pintor se reflejó ya no existe. El Parmigianino, ese entramado de huesos afeminados, de tendones y de carne ablandada en la muerte, tampoco existe ya. De Girolamo Francesco María Mazzola solo ha perdurado el reflejo de su reflejo ante un espejo convexo, la écfrasis de su reflejo deformado por la perspectiva y los caprichos de su propio Narciso. Los soldados que te perdonaron la vida, Francesco, te la perdonaron dos veces. Tu carne no conoció el rigor de la espada imperial aquella jornada de 1527; tu reflejo, pese a los siglos y a las guerras, aún vive en un museo de Viena, en la poesía de John Ashbery que he leído, en la salvaje criatura que nace.
Almost as Parmigianio did it, yo también estoy sentado frente a un espejo convexo. No en la Roma de Clemente VII y de la peste, sino en la Barcelona de la hibridación, del Wi-Fi y del turismo de masas. No me asiste el genio del joven parmesano en este viaje. Me mueven vectores más mundanos, quizá más oscuros: el onanismo de la industria cultural, una identidad fragmentaria de migrante, el dictum de la academia. Posmodernidad, dulce posmodernidad en la que todo es válido porque nada es cierto. Siquiera mi reflejo, siquiera yo mismo.
La asistente me enseña las gafas. «Ajústatelas bien, que no se filtre la luz exterior. No te muevas demasiado, sincronízate con tu compañero». Me recuerdan al rostro vacío de esos poshumanos que presagié en los videoclips de Kraftwerk y de Daft Punk. También a los tefilin que vi sobre la frente de algunos soldados israelíes que rezaban entre los músculos desgarrados de Gaza, cuando aún creía en la posibilidad de revolucionar la realidad y emprendía viajes reales por el mundo de las personas reales. Los tefilin, esas pequeñas cajas de cuero preñadas de la Torá. Dios, qué lejana me parece tu muerte en este momento.
La asistente es una joven hermosa, provincianamente hermosa. Rubia, los cachetes rojos como herpes, las manos despellejadas pero suaves al tacto, dos ojos de pez azules que evitan el encuentro con mi rostro oscuro como la tierra, con mi rostro codificado por aquella vieja Italia del sur que late en mi genoma, el genoma de una Europa mestiza, terrosa y ausente, el genoma de la violación de la Europa blanca por los hombres que huelen a sal, a desierto y a luna.
Me coloco las gafas. Una oscuridad de océano, de pez que nada lejos del cardumen y del naufragio, solo ante el abismo que puede descamarlo hasta transformarlo en un cadáver; una oscuridad que impide demorarse en aquellos ojos de pez azules, en aquellos ojos provincianos que esconden un amor castizo, incontaminado por el aceite blanquecino del látex, epónimo del placer y del fast love.
La asistente de cachetes rojos como herpes me coloca los cascos. Ahora nado en el fondo del océano. Siento el frío sobre mis escamas, el temor de enceguecer ante la falta de luz como el mismísimo temor de Dios. La muerte se debe parecer a estas gafas y a estos cascos. Sí, soy ese pez que nada en el linde del abismo. Los cascos resuenan. El flujo se apodera de mí. Es el stream of consciousness de un Joyce que alcanza la revelación dentro de un avión que sobrevuela el Atlántico de noche, es el cántico que los cíborgs entonarán en el funeral del viejo hombre. Si el dios que ha muerto pudiera hablarme, su voz se parecería bastante a esta música desprovista de humanidad. Resuena un acorde mayor, un coro de voces computarizadas, gotas de electricidad que humedecen mis oídos con el semen de la nueva era sin semen ni parirás-con-dolor ni abuelas que hieden a bosta de caballos.
La luz se hace en mis gafas. Una luz opaca, verdosa, que tiembla y que recuerda el final de una pesadilla. Una luz que no arde, que nunca podrá tostar la piel ni perlar el mar de un niño que juega en la orilla de la playa. Es la luz del tiempo que nace, del pez que nada en soledad en el fondo del océano, la luz-semen del tiempo que nace sin semen ni parirás-con-dolor ni abuelas que hieden a bosta. Esta luz, luz de un sol castrado como el hombre, como el Parmigianino frente al espejo convexo, celebración inútil de Narciso y de Eros en los tiempos de Alan Kurdi, visión y plegaria del nuevo hombre que nace en el cuarto de al lado:
Who
are you
who is born
in the next room
so loud to my own
that I can hear the womb
opening and the dark run
over the ghost and the dropped son
behind the wall thin as a wren’s bone?
Who are you? Hombre nacido del semen de esta luz verdosa, del pulso trémulo del stream of consciousness del Joyce que alcanza la revelación dentro de un avión que sobrevuela el Atlántico de noche, de la música que es la voz del dios muerto. Hombre nacido del hombre que no ha nacido y del feto que duerme su muerte entre fusiles de huesos, en banderas llenas de tierra, en la remota serranía de Bolivia en la que murió el último Cristo.
Podría creer que estas manos que sostienen y que juegan con el Maneki-neko amarillo y dorado que el asistente me ha dado son las tuyas, y que las mías, más crueles y menos morenas, están del otro lado del espejo-abismo que nos separa, en tu mirada levemente confundida, en tus gafas que reproducen lo que yo puedo ver entre la luz verde que tiembla.
Podría creer que sos P, mi amigo P, el poeta simpaticón y noctámbulo del cigarrillo y el bombín, mi amigo de rasgos duros, la panza prominente, la piel de beduino en invierno, los ojos como dos granos de café tostado, la barba incipiente y nunca cobriza, las manos gordas de pianista jubilado, el perfume de duty-free shop comprado con dinero plástico que envuelve tu cuello y tus muñecas, la camiseta de algodón indio percutida por la lavadora, los pantalones de gabardina caqui que envuelven dos piernas de niño, tus patas de perro llenas de arena y de promesas en los bares de a un euro y medio el chupito en que intentamos hermanarnos con las hijas de los dioses rubios.
Podría creer que estas caricias tan suaves, tan peligrosamente suaves no son en verdad del asistente con cara de nada que nos recibió, sino de ella, de la otra, la asistente de los ojos de pez azules y de los cachetes rojos como herpes; vamos, no lo reprimas, es ella, no es él quien te acaricia, ¿te asusta nadar a ciegas en el linde del abismo?, ¿te asusta saber que esa imagen tan real no solo es real sino que también es una mentira prestidigitada, una orquestación de la ficción que se sobrepone a la mismísima realidad, realidad-infierno cimentada en la píldora anticonceptiva, en ríos de petróleo ardiente y en los sueños de pornlove y de los Ulises del Prozac, realidad-madre que pare la salvaje criatura?
El biombo se abre. Se abre lentamente, mampara a mampara, gozne a gozne, como Francesco sabía que se abría la puerta del paraíso para el pecador redimido. Final de la écfrasis, final de la ciberalteridad, principio del final del juego. Ya no hay un espejo frente a mí. Ahora soy otra vez yo, el otro que los otros deben ver cuando me ven, un reflejo vivo, un entramado de luz, de bits y de códigos binarios, un muchacho de veinti-muchos, un joven con algo de vejez en la carnadura inexplicablemente sensual, la piel pálida como una aceituna, la barba de tres días que oscurece el mentón y la boca, matorrales de hierba negra sobre un desierto de piedras y de especias, el pelo negrísimo y enmarañado sobre la frente amplísima, prefiguración de una inteligencia siempre mentida, los ojos cubiertos por las gafas también negras en forma de U, los cascos cubriendo las orejas de cartílagos perfectos.
Who are you, quién sos, quién es aquel que camina hacia el reflejo de sí mismo sonriendo como un niño o como un idiota, quién es aquel que camina hacia ese yo-otro, a esa imagen de mi yo-otro, a ese yo que otro ve y que ahora vos creés ver con tus ojos temblantes, mero fantasma de bits y de colores extraños, epifanía de un Narciso posmoderno, de un digital Narciso que se busca en el reflejo de las máquinas y de la inmanencia de los otros, paroxismo del self-love en un mundo que agoniza, en el mundo de la salvaje criatura que nace en el cuarto sangriento y desconocido de la no-verdad, del yo-otro, de la luz verde que eclipsa al sol:
In the birth bloody room unknown
to the burn and turn of time
and the heart print of man
bows no baptism
but dark alone
blessing on
the wild
child.
La salvaje criatura ha nacido, Francesco. Sí, ya ha nacido hace tiempo, amigo mío. No veneramos el bautismo, sino la mera sombra. La asistente de los ojos de pez azules y de los cachetes rojos como herpes, hermosas y dulces herpes como frutillas, como un poema antiguo, como el pez que se burla del abismo, me quita las gafas y los cascos.
Eugenio Sulpizio (29)
Abogado
eugenio.sulpizio@gmail.com