Por Eugenio Sulpizio.
Una noche de mediados de septiembre de 2015 estaba fumando un soberbio Siglo II en la mesa del antro que ya era nuestro antro. Hacía mucho frío en Buenos Aires y la luz azul de las farolas caía sobre la subida de Ayacucho como un muerto cae sobre el mar. Prado y Neptuno estaba casi vacío. Diego fumaba el suyo con la lentitud ritual que el buen tabaco cubano aconseja. Yo calaba el mío con ansiedad, devorándolo en caladas profundas que lo quemaban por demás. El arte del buen fumar marida muy bien con la paciencia. El barman de músculos felices tosió y nos preguntó qué queríamos escuchar.
—Una de Atahualpa. Basta de chill out, por favor. Todos los días lo mismo, Carlos —le respondí con una sonrisa irónica.
La inconfundible guitarra del poeta mestizo resonó en el antro de Recoleta. Yo creí que aquello también podía ser una burla.
—Qué buena versión.
—Además de barman soy folclorista —me respondió el barman de músculos felices que tenía una novia demasiado rubia para él, y ahora la sonrisa irónica fue suya para siempre.
Aún faltaban unos días para el vuelo. Tenía las valijas, el dinero y el pasaporte preparados. Ya me había despedido de los periféricos, de los que están por obligación o por extraño designio divino, de toda esa gente que me olvidaría poco después de los empachos de Navidad. ¿A quién le importaba realmente? A mis dos abuelos, a mis dos padres, a mis tres amigos. El resto era una nebulosa gris y distante.
El club de habanos estaba en sesión permanente hacia un mes. Algo así como las sesiones extraordinarias de los senadores. Dos, tres y hasta cuatro veces por semana nos hundíamos en los sillones de Prado y Neptuno o del Oak Bar del Palacio Duhau. Diego, ¿te acordás cuando trabajaba en una radio trotskista de la comunidad boliviana? Ya teníamos un estándar, nuestro estándar: Cohiba Siglo II, el punto medio virtuoso entre el Romeo y Julieta Serie 3 y el idealizado Cohiba Siglo VI. Ya empezábamos a preocuparnos por la salud de nuestros dientes de abogados mal pagos que todavía respondían a las dictaduras de sus madres. El Settembre Neroestaba en su apogeo, pero la despedida no alcanzaba el clímax. Los boliches eran caros y nosotros demasiado tímidos, el viaje a Mar del Plata con Tommo y el Caimán había estado bien, había tenido sus momentos negros, como la noche en que comimos pulpo en lo de López, pero la fiebre había diezmado a la tropa y la noche del sábado la pasé en cama retorciéndome como una sardina mientras el Fiat Punto se llenaba de escarcha en la puerta del hotel.
—Debe ser un vagabundo— le dije mientras pinchaba el queso.
—Tiene unos anteojos muy estéticos —me respondió Diego mientras hacía lo mismo.
Se llamaba Horacio, y espero que aún se llame así. Tullido, el pelo cano grasiento y peinado hacia atrás como en 1940, la misma ropa negra que siempre, la misma enorme copa de vino tinto frente a su rostro colorado y tan bacheado como una ruta provincial. Sí, los anteojos de color ámbar que llevaba eran estéticos, muy de los Nineties, muy primera-quincena-en-Pinamar. Eran demasiado grandes para su rostro de pómulos hundidos y pequeñísimos ojos azules.
—¿Podés creerlo? Mirá la mina con la que está hablando.
—La gallega, sí. El grand prix. Yo ya no entiendo más nada, Eugenio.
Tres días para el vuelo, ocho meses atrás, el mismo antro de Posadas y Ayacucho, a doce horas de vuelo y a muchas, muchas conclusiones de distancia.
—Linda ciudad. Viví cuatro años cuando era cónsul. Buen clima, el mar está muy bien.
«Te noto un poco inexperto», había dicho Horacio poco antes, cuando finalmente habíamos coincidido en la barra y la conversación empezaba a fluir.
—Muchos fracasan. Nadie te va a decir «yo fracasé». Los ves en coches caros, pero allá los coches son mucho más baratos y mejores que acá. Y después te enterás de que trabajan en limpieza. Yo tenía una amiga en Barcelona. Fue poco antes de que me nombraran embajador. Creo que vivía en Sabadell. El marido la dejó y se fue con los dos hijos a probar suerte. Yo la veía bien, tenía un BMW y se iba de vacaciones a la Costa Brava. ¿Sabés de qué trabajaba?
Diego revolvió el Old Fashioned con la cuchara de plástico violeta. Su habano reposaba en el cenicero de la barra.
—De copera. No de puta, eh. De copera. A dos euros la copa en un bar de putas sobre la autovía. Y nunca se lo confesó a nadie. Solo a mí.
Calé el habano con mucha fuerza. Las cenizas cayeron sobre mi pantalón perfectamente planchado. Horacio se disculpó: quería estar solo. «Lo que más me gusta es la soledad», dijo y volvió a meter la nariz en la copa de vino tinto que nunca terminaba.
Diego y yo volvimos a nuestra mesa. Todo estaba cerca en Prado y Neptuno.
—¿Podrías poner Ne me quitte pas?
—Claro, Horacio. Ahora mismo —respondió el barman—. ¿Alguna versión en particular?
No me dejes, no me dejes, no me dejes, no me dejes. A menudo se ha visto renacer el fuego de un antiguo volcán que se creía demasiado viejo. Es verdad que las tierras quemadas dan más trigo que el mejor abril. Ne me quitte pas, ne me quitte pas, ne me quitte pas, ne me quitte pas.
—Ah, la versión de Edith Piaf, Carlos. Qué dolida. Es mi preferida —respondió Horacio.
Eugenio Sulpizio (29)
Abogado
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