Por Marcos Elia.
Los primeros años de mi vida los pasé en un departamento en Pueyrredón y Melo. El edificio está casi en la esquina de Melo, al lado de una pizzería a la que fui recién hace pocos meses y frente a la plaza Barrientos.
Cuando mi hermana mayor y yo éramos chicos, mi mamá nos compraba videos de películas de Disney en Estados Unidos para que practicáramos inglés mientras las veíamos. En casa siempre hubo una obsesión con el «idioma».
La película de cabecera de esos días era La Bella y la Bestia. Según dicen, sabía varios diálogos de memoria y los recitaba en circunstancias inverosímiles, pero solo recuerdo el pánico que me generaban el castillo y la Bestia. Me tapaba los ojos y oídos con las manos de forma particular cuando se avecinaba un momento crítico, así escuchaba poco y veía borrosas las escenas que me espantaba (que sabía cuándo ocurrirían y cuánto durarían). Cuando terminábamos la película, la rebobinábamos y la volvíamos a poner.
Algunos días, ignoro cuáles y asumo que por la tarde, una chica nos llevaba a mi hermana y a mí a la plaza de enfrente.
La facultad de ingeniería que está detrás de la plaza (o al lado, depende de dónde la miremos) me hacía acordar al castillo. En verdad, creía de verdad que ese podía ser el castillo. En esos días, la facultad estaba corroída por el hollín de la ciudad y el aspecto gótico que tiene, a los ojos de un niño de 3 o 4 años, era más tétrico que otra cosa. Jugaba en la plaza con intriga, mirando de reojo y con cierta desconfianza al castillo. Cada tanto miraba las ventanas más altas del edificio para ver si podía ver a contraluz la sombra de la Bestia pasar. La quería sorprender, sentía que se escondía para que no la vea mientras jugaba. El miedo estaba íntimamente ligado a la curiosidad, sufría pero necesitaba saber si estaba ahí. Por alguna razón que nunca supe, siempre la buscaba en las ventanas más altas; ¿asumía que sería mejor escondite las alturas?
Nunca me preguntaba qué haría si la veía, lo primero era verla.
Durante una parte de mi niñez esas cuadras me generaron cierto vértigo y expectativa, que con el tiempo mutó en una cálida nostalgia de la inocencia con la que vivía. Había un cierto “no sé qué” al pasar por los alrededores.
Jose se mudó hace unos meses a un tercer piso en Melo y Pueyrredón, sobre Melo y llegando a la esquina donde hay una farmacia (creo), a la vuelta de la casa de mi infancia. Fui tan seguido a su departamento que nunca necesité aprender el número de edificio.
Caminamos tanto por esas calles que las resignifiqué. Ahora todo tiene su color, su recuerdo, su risa, su ser y en cada metro hay anécdotas desperdigadas.
Nos dejamos hace relativamente poco, pero no puedo precisar cuánto: ¿cómo se mide el tiempo cuando uno siente que no pasa? Lo difícil es también determinar el momento en que terminamos: ¿fue cuando le dije que no quería que nos viéramos más?, ¿la última vez que la vi?, ¿la vez que tomé la determinación?, ¿o será el día que pase sin que piense en ella?
Desde que nos dimos el primer adiós, que nos llevará a ser ajenos, me encuentro caminando por las difusas fronteras de Melo y Pueyrredón con cierta incomodidad y hasta casi adrenalina. Sé que no puedo tomar por Melo ya que bastante me cuesta Las Heras; eso sería una aventura y cargarme demás de ansiedad. Esas calles me afligen, me cargan el alma. Noto que cambio mis hábitos y postura a medida que me acerco. Se me tensan un poco los músculos, miro para abajo evitando el posible contacto visual pero levanto la vista seguido para ver si la encuentro en el camino o a una distancia razonable. Camino más rápido y hasta quizás subo el volumen de la música en mis auriculares. Cuando paso esa zona, que abarca un buen par de cuadras para cada punto cardinal desde la esquina de Melo y Pueyrredón, siento algo de alivio pero también pena: otro encuentro frustrado.
Si pasase por su casa sé que miraría para arriba buscando sin sentido su ventana, ya que ésta no da a la calle.
Volví a caminar esas calles con la misma dualidad con la que vivía en mis primeros años: busco un encuentro que temo, me escondo pero miro de reojo, espero ver de lejos o a contraluz a quien secretamente añoro encontrar. Deseo un sorpresivo e inesperado encuentro pero no sé cómo reaccionaría si ocurriese; deambulo con algo de sospecha, y siento que solo reemplacé una fantasía: la existencia de la Bestia a la imagen que me hice de Jose cuando la conocí. Me queda la duda: ¿es una fantasía o era ella?
Al salir de la zona del asedio emocional siempre me pregunto: ¿cuánto tiempo estas calles llevarán su marca?