Por Estefanía Servían.
Estaba empezando a leer, hace unos meses, “El libro de las cosas perdidas”, de John Connolly, y encontré la siguiente frase de Friedich Schiller: “Encuentro un significado más profundo en los cuentos de mi infancia que en las verdades que enseña la vida”. Empecé a pensar entonces cuánto de realidad había en esa frase y lo relacionada que está a mi pasión por la lectura actual y la influencia de los libros que leí cuando era chica. Y de esos recuerdos. Pienso cuáles fueron los primeros libros infantiles que me regalaron y sé con convicción que El Principito y Mujercitas. Casi segura que El Principito primero, cuando tenía siete u ocho años. Todavía veo a mi mamá entrando a una librería, en un impulso, en unas vacaciones, para comprarlo. Estaba convencida de que lo debía leer, aunque nunca me exigió que lo haga. Tardé años en entender esa historia, su belleza y que aquellas cosas más lindas son las más simples. Lo conversamos cuando esta vez se lo regalé yo, muchos años después. Para la misma época, también me regalaron Mujercitas, novela que seguramente fue obsequio de cumpleaños de la mayoría de las chicas de mi clase.
Lo hermoso de los libros es que, cuando los compartís, esa belleza se amplía. En mi caso, con mi abuela y mamá. La combinación de curiosidad y ser inquieta hizo que devorara casi todos los libros de casa, y como tenía con quien compartirlos, leía más. Las historias así como la vida tienen matices y las interpretaciones tan diferentes (no solo con los demás, sino las realizadas por uno mismo en diferentes momentos de la vida) enriquecen. Más grande, comprendí que es un gusto que te deben ayudar a formar. Mostrar autores y, sobre todo, diversidad. Porque Disney (cuyas películas no hay ningún pequeño que no las haya visto), resumido, te enseña que las princesas se casan y que un sapo horrendo podría ser un príncipe muy atento. Los clásicos finales felices… Con ello, se busca proteger a los niños. Mostrarles felicidad y sonrisas contantes, mundos idílicos, y luego nos damos cuenta que aprendemos mucho más de los más chicos de la casa que en nuestras vivencias adultas.
Adoré El Principito, con el que aprendí la importancia de crear lazos y que las frases más lindas pueden ser las más simples. Más allá de la más conocida de todas (“Lo esencial es invisible a los ojos”, que no podía faltar). A mí me quedó más presente las enseñanzas del zorro referidas al cuidado de la flor y que si me dices que vas a venir a las cuatro de la tarde, voy a ser feliz desde las tres. Entre otras, que los hombres serios que hacen cuentas todo el día y se están perdiendo de vivir, nunca podrían ser felices. Que si no experimentas el mundo no lo vas a conocer aunque te lo hayas estudiado todo, como el geógrafo. Tal vez es por lo aparentemente simple que lo amamos todos.
Con Jo y Laurie, en Mujercitas, aprendí, muy lejano al rol de la mujer en la época, la existencia de la amistad entre el hombre y la mujer (que él después se enamore de ella podría ser el típico cliché de que dos personas que están mucho juntas y que parecen “la una para la otra” deberían terminar juntas, y que ella no lo haga, que no). Y comprendí la diferencia entre gustar de alguien y reconocer su belleza, sin que te guste.
A su vez, el dolor lo asocio con Anna Frank. En una visita a la Feria del Libro con mis tías, de nuevo mi mamá me regaló El diario de Anna Frank, en lo que entendió un pedido de su hija debido a las constantes preguntas referidas al holocausto y a la familia escondida. Mi tía más joven que vivía afuera y siempre tuvo, y conserva, una particular forma de contar las cosas, nos había relatado muy entusiasta su visita a la casa donde la familia Frank se escondió en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. Así que me regalaron el libro, creo que no tenía once años, y leyéndolo me angustié. Hoy en día, mi familia está más convencida de que no era “para niños de esa edad” la historia de Anna. Pero fue la impresión que me dio de niña esa historia lo que hizo que tuviera más ganas de conocer la casa de atrás ni bien pisé Amsterdam que de visitar coffee shops que no vendían “actual coffee”.
Son “mi infancia” Jane Austen, Charlotte Bronte y Cumbres Borrascosas, de su hermana Emily. Entre mis preferidos, Orgullo y Prejuicio y Jane Eyre. De Cumbres Borrascosas, la novela que menos me agradó de todas, me quedó el sabor amargo de que los personajes eran todos malos. Sensación que compartió uno de mis tíos cuando la Navidad pasada, en la comida, le preguntó a sus sobrinas quién había visto la película basada en ese libro. “¡Qué dramón, por favor!, ¡¿Cómo pudieron leer eso?!”, nos dijo al mirarnos cuando descubrió que éramos dos las únicas de la mesa que conocía más en detalle de lo que estaba hablando. Conocer la trama, la conocían todos. Esa es otra de las particularidades de las buenas historias, trascienden incluso a las personas que jamás las leyeron; el placer de disfrutar su lectura es inigualable.
Más de grande, Vanity Fair, de William Makepeace Thackeray y, especialmente, la genialidad de J.K. Rowling y su espectacular Harry Potter que logró que no lo deje de leer y de mirar aunque pase el tiempo.La vida es más inocente en los ojos de los chicos y cuánto más sencilla . Me sigue asombrando la literalidad de los nenes para contar las cosas y la profundidad que pueden acarrear los análisis más básicos. Cuando ves sonreír a un nene de dos años, tan puro. Después habrá tiempo para complicarse; mientras tanto disfrutemos de esa sonrisa. A su vez, la crueldad y la tristeza calan más hondo contadas por un niño. En Los Miserables, Victor Hugo permite que sea Gavroche, el niño abandonado que vagaba por las calles de París, quien con simpleza describe las atrocidades de la época. Y es su muerte, el claro ejemplo de que las luchas armadas destruyen infancia, sin ningún fin que lo justifique. Los niños aceptan el mundo en el que viven como es y son los adultos quienes deben demostrarles lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Del modo en que lo hizo Jean Valjean sacando a Cosete de esa familia espantosa que la usaba y le devuelve el amor y el respeto, volviéndola una persona íntegra, ya mayor.
Leí —porque las mejores cosas de la vida, no sólo se viven, sino que también se leen— que “ver a alguien leyendo un libro que te gusta, es ver a un libro recomendándote a una persona”. Y descubrí que eso también es cierto.
A través de la lectura, se descubren sensaciones, se puede reconocer la injusticia, los pensamientos nobles y formas distintas de vivir. Abre mundos inimaginables y te da la posibilidad de no estar solo nunca. Brinda independencia y la satisfacción de saber que puede uno abstraerse del mundo con sólo leer unas páginas. Aunque por un rato, después hay que salir a vivir la vida, claro. Si solo lees experiencias sin vivirlas, te convertís en el geógrafo. Eso lo aprendí en El Principito.